¿Qué se puede hacer para superar la
trampa de la impunidad? Una parte de la respuesta es, naturalmente, la
imposición de la observancia de la ley (como en el caso de los procesamientos
de la FIFA) y la protección de los denunciantes. Sin embargo, no basta; las
actitudes públicas también desempeñan un papel importante.
Jeffrey
Sachs /elpais.com
Joseph Blatter, presidente de la FIFA. |
El nuestro es un mundo de impunidad. Las
acusaciones de corrupción rodearon a la FIFA durante decenios y acabaron, hace
dos semanas, con detenciones en masa de altos cargos de la institución. Sin
embargo, el presidente de la FIFA, Sepp Blatter, fue reelegido, incluso después
de las detenciones. Sí, al final Blatter dimitió, pero sólo después de que él y
docenas de miembros de la Federación mostraran una vez más su desdén a la
honradez y a la ley.
Vemos esa clase de comportamiento por
todo el mundo. Pensemos en Wall Street. En 2013 y 2014, JPMorgan Chase pagó más
de 20.000 millones de dólares en multas por infracciones financieras; sin
embargo, el director gerente se llevó a su casa 20 millones de dólares de
retribución en 2014 y 2015. O pensemos en los escándalos de corrupción en
Brasil, España y muchos otros países, en los que los gobiernos siguen en el
poder aun después de que se haya revelado un gran nivel de corrupción dentro
del partido gobernante.
La capacidad de quienes ejercen un gran
poder público y privado para violar la ley y las normas éticas a fin de
lucrarse es una de las más flagrantes manifestaciones de desigualdad. Los
pobres reciben sentencias a cadena perpetua, mientras que los banqueros que
afanan miles de millones reciben invitaciones a las cenas de Estado en la Casa
Blanca. Una famosa coplilla de la Inglaterra medieval muestra que no se trata
de un fenómeno nuevo:
La
ley encierra al hombre o la mujer
que
roba un ganso de la dehesa,
pero
deja libre al mayor canalla,
el
que le roba la dehesa al ganso.
Los mayores ladrones actuales son los
que están robando los bienes comunes modernos: saqueando los presupuestos
estatales, degradando el medio ambiente natural y aprovechándose de la
confianza pública. En el caso FIFA podemos encontrar algunos actores
familiares: cuentas bancarias secretas en Suiza y en el paraíso fiscal de las
islas Caimán, empresas ficticias, en fin: todos los accesorios financieros
concebidos literalmente para proteger a los ricos del examen y de la ley.
En este caso, el FBI y el Departamento
de Justicia de los Estados Unidos han cumplido con su deber, pero lo han hecho,
en parte, penetrando en los turbios mundos del secretismo financiero creado y
protegido por el Congreso y el Tesoro de EE UU. (siempre protectores de los
paraísos fiscales del Caribe).
En algunas sociedades y en algunos
sectores económicos, la impunidad es ahora tan omnipresente, que se la
considera inevitable. Cuando se acaba considerando “normal” de forma
generalizada el comportamiento impropio de los dirigentes políticos y
empresariales, la opinión pública no lo castiga, lo que refuerza su carácter de
normal y crea una “trampa de impunidad”.
La situación en el sector bancario
mundial es particularmente alarmante. Un reciente estudio detenido de las
actitudes éticas del sector de los servicios financieros de los EE.UU. y del
Reino Unido ha mostrado que ahora el comportamiento impropio e ilegal está
considerado, en efecto, omnipresente. Un 47 por ciento de quienes respondieron
dijo que era probable que sus competidores hubiesen llevado a cabo actividades
impropias e ilegales.
Mientras, la generación más joven ha
aprendido la lección: el 32 por ciento de los encuestados que llevaban menos de
10 años empleados en el sector financiero dijeron que, si no hubiera
posibilidad de que ser detenidos, aprovecharían su información privilegiada
para ganar 10 millones de dólares.
Sin embargo, no todas las sociedades ni
todos los sectores están presos en una trampa de impunidad. Algunas sociedades
–las más destacadas de las cuales son las escandinavas– mantienen la esperanza
de que los funcionarios públicos y los dirigentes empresariales actúen ética y
honradamente. En esos países, los ministros se ven obligados a dimitir por
infracciones menores que en otros países parecerían triviales.
La de convencer a los ciudadanos
americanos, rusos, nigerianos o chinos de que la corrupción se puede en verdad
controlar podría parecer una tarea fútil, pero el objetivo es digno del empeño,
porque la evidencia resulta abrumadora: la impunidad no es sólo moralmente
nociva, sino también económicamente costosa y profundamente corrosiva para el
bienestar.
Estudios recientes han mostrado que,
cuando existe una “confianza generalizada” en la sociedad, los resultados
económicos son mejores y la satisfacción vital es mayor. Entre otras razones,
resulta más fácil concertar acuerdos comerciales y aplicarlos eficientemente.
No es casualidad que los países escandinavos figuren entre los más felices y
prósperos del mundo año tras año.
Así, pues, ¿qué se puede hacer para
superar la trampa de la impunidad? Una parte de la respuesta es, naturalmente,
la imposición de la observancia de la ley (como en el caso de los
procesamientos de la FIFA) y la protección de los denunciantes. Sin embargo, no
basta; las actitudes públicas también desempeñan un papel importante.
Si el público expresa desprecio y
repugnancia por los banqueros que engañan a sus clientes, por los ejecutivos de
empresas petroleras que destrozan el clima, por los funcionarios de la FIFA que
respaldan las comisiones ilegales y los políticos que adulan a todos ellos a
cambio de fondos para campañas electorales y sobornos, la ilegalidad para unos
pocos no puede llegar a ser la norma. El desdén público tal vez no pusiera fin
inmediatamente a la corrupción, pero puede hacer menos agradable la vida de los
que están robando los bienes públicos a todos los demás.
Aun así, podemos formular una pregunta
aún más sencilla. ¿Por qué son agasajados esos mismos banqueros por el
presidente Barack Obama, invitados a brillantes cenas de Estado y
reverentemente entrevistados por los medios de comunicación? Lo primero que una
sociedad puede y debe hacer es denegar la respetabilidad a los dirigentes
políticos y empresariales que abusan deliberadamente de la confianza pública.
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