La corrupción, la ejerza quien la
ejerza, es imperdonable; pero a veces sorprende más, y duele, cuando es
instrumento de quienes se han dicho abanderados de los ideales de equidad y
justicia.
Rafael
Cuevas Molina/Presidente AUNA-Costa Rica
Se vea a donde se vea, en América Latina
campea la corrupción. Aunque no es, ni lejanamente, exclusiva de ella, la
política es uno de sus escenarios privilegiados. Hay casos de casos, es cierto,
ámbitos en los que encontrarse con ella no causa mayores sorpresas, pero, en otros,
son traición a ilusiones y esperanzas depositadas por quienes tienen pocas
razones para tenerlas.
No causa sorpresa encontrársela en
Guatemala, por ejemplo, en donde el Estado está tomado por mafias bien
organizadas que se pelean la oportunidad de saquear el erario público. Ahí,
hasta la ONU ha tenido que intervenir para intentar ordenar el aparato
institucional que debería de ser el encargado de velar por la pulcritud de la
actividad estatal.
Tampoco sorprende encontrarla campeando
en México, en donde el PRI logró estructurar, a través de décadas en el poder,
un entramado, nada sutil por cierto, de clientelismos que abarcaba desde el más
humilde funcionario público hasta el presidente de la República. Entramado que,
ni corto ni perezoso, heredó y revitalizó el PAN, que entró en la lid emulando
a su antecesor, del que tanto se quejó y al que tantas veces denunció.
Ya se sabe que en esta región llamada
hoy Mesoamérica, la venalidad de nuestros gobernantes ha sido proverbial.
Llamarnos peyorativamente Banana
Republics estuvo asociado precisamente a eso, a la facilidad con la que
políticos y funcionarios reciben plata por debajo de la mesa; y nadie quiere
quedarse fuera de la posibilidad de recibir u dinerito extra, desde el
inspector que revisa la mercadería que debe atravesaba alguna frontera, pasando
por el policía de tránsito que vigila la ruta por donde se mueve, hasta el
encopetado engominado que, sentado en una silla “ejecutiva”, debe establecer
las normas y los reglamentos que rigen el sistema.
Ha llegado a ser tan común esta cultura
de “la mordida”, como le llaman en México, que debe calcularse en el
presupuesto de cualquier trámite las correspondientes tajadas para cada uno de
los funcionarios por donde se debe pasar.
Es una cultura de la corrupción, de la
venalidad, de la trampa institucionalizada, y la esperanza es que desaparezca.
Por eso, la palabra de moda es transparencia.
No hay gobierno que se precie que no haga de la transparencia su caballito de
batalla. Se llenan la boca los gobernantes hablando de ella, y la repiten tanto
que va perdiendo sentido.
Algo hemos ganado, sin embargo, con solo
ponerla sobre la palestra, porque la corrupción en América Latina no es nueva,
pero ahora hay más ojos escrutadores y empoderados sobre quienes ejercen el
poder. Muestra que hemos avanzado por lo menos en eso, que por demás no es poca
cosa, de la rendición de cuentas ante quienes nos han puesto en determinado
sitio para que maniobremos con la cosa pública.
La corrupción, la ejerza quien la
ejerza, es imperdonable; pero a veces sorprende más, y duele, cuando es
instrumento de quienes se han dicho abanderados de los ideales de equidad y
justicia. Como el escándalo que vive Chile por el hijo de la presidenta
Michelle Bachelet, por ejemplo, que la ha despojado de la enorme confianza que
habían depositado en ella sus compatriotas, mermando la legitimidad de su
mandato y coadyuvando a que explote sin más la conflictividad social.
En América Latina, territorio en el que
sigue existiendo el trabajo esclavo; personas que viven con menos de un dólar
al día; en donde proliferan las villas miseria; los niños que mueren por
desnutrición, es un delito de lesa humanidad enriquecerse. Así, en términos
generales y sin ambages: es un delito enriquecerse, y más aún cuando se hace
a través de prácticas corruptas.
Y los “comunistas” chinos, a quienes
enriquecerse les parece glorioso, pueden irse al diablo.
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