Si la actual coyuntura
de crisis no desemboca en la apertura de los espacios para la democratización
pendiente y necesaria de Centroamérica, y para la derrota del neoliberalismo y
su cultura de la violencia, la bomba del conflicto social podría estallar
nuevamente en estas tierras, trayendo aún más dolor y tragedia para los pueblos
del istmo.
Andrés Mora Ramírez / AUNA-COSTA
RICA
Centroamérica
experimenta desde hace al menos una década una variedad de conflictos políticos,
sociales y ambientales, que apuntan a un elemento común: el agotamiento del modelo de acumulación del capitalismo neoliberal
(acumulación por desposesión) y de la
capacidad de gestión y usufructo de los beneficios y privilegios de dicho
modelo, por parte de las viejas y nuevas élites políticas y económicas. En
efecto, al cabo de poco más de dos décadas desde la firma de los acuerdos de
paz, de finales de los años ochenta y mediados de los noventa del pasado siglo,
las democracias malas centroamericanas –al decir del sociólogo Edelberto Torres Rivas-, forjadas
a partir de una estabilidad ficticia, de la participación política de baja
intensidad, y de la victoria ideológica del pensamiento único y la tesis del
fin de la historia, ofrecen un panorama inequívoco de crisis.
Al ya inocultable
escándalo ético de las profundas desigualdades no resueltas, que mantienen a
casi el 50% de la población viviendo en condiciones de pobreza; y a las falsas
promesas de bienestar económico para las grandes mayorías, que enunciaron sin
escrúpulos los profetas del neoliberalismo criollo; se suma en los últimos años
el problema de la violencia, que afecta
a toda la región y cuyas repercusiones en el orden de lo social, lo
económico y lo cultural constituyen una seria amenaza para las posibilidades de
construir la paz y la convivencia democrática.
Solo en los países del
llamado triángulo norte, conformado
por Guatemala, Honduras y El Salvador, las cifras de homicidios alcanzan
registros alarmantes: 51,8 por cada cien mil habitantes, lo que ha servido de
argumento para que los respectivos gobiernos redoblen la apuesta por las
soluciones de mano dura. En lo que va
de este año, la militarización de la
seguridad ciudadana ha convertido lo que debería ser una política pública
integral, en una política militar propia de los escenarios de guerra: en Guatemala,
35 mil policías y 4500 militares han
sido dispuestos en las calles; en El Salvador, 23 mil policías y 7000 soldados;
y en Honduras, 3500 policías militares y 2000 efectivos del ejército (elobservador.com.uy, 24/05/2015).
Para la Organización de
Naciones Unidas, esta es la región más violenta del mundo. No obstante, tal
calificativo no puede dejarse en el vacío, desprovisto de contextos y causas
que lo expliquen. Como señala el periodista vasco Unai Aranzadi, “analizando la
realidad desde el terreno, y con perspectiva histórica, quizá sería más justo calificar a esta sociedad de violentada.
Desde el genocidio del mal llamado ‘descubrimiento’, hasta la instauración del
neoliberalismo, Centroamérica, y muy particularmente el triángulo que abarca
Guatemala, Honduras y El Salvador, ha sufrido lo indecible y no es casualidad
que fenómenos ultraviolentos aparentemente únicos y desideologizados, como por
ejemplo las ‘maras’ (…) hayan surgido justamente en este espacio y tiempo”.
Recientemente, el
Consejo Noruego para los Refugiados (CNR) divulgó los hallazgos del último
informe (correspondiente al año 2014) sobre el fenómeno de los desplazamientos
forzados en Centroamérica, en el que establece que la violencia provocada por el crimen organizado y los cárteles de la
droga que operan en el istmo “está empujando a la gente a abandonar sus
hogares por cientos de miles”. En total, en los países del triángulo norte 550 mil
personas se han convertido en desplazados internos como consecuencia del
avance de estas problemáticas: 289 mil en El Salvador, 248 mil en Guatemala y
30 mil en Honduras. Para el secretario
general del CNR, Jan Egeland, “la tendencia en Centroamérica es ver a nuevos
actores que causan desplazamientos masivos de población motivados por los
beneficios económicos de su actividad criminal” (laopinion.com, 7/05/2012).
Con mayor precisión,
Aranzadi señala que una compleja articulación de intereses de las compañías
multinacionales, las oligarquías regionales, los militares y las maras,
conforma el entramado de disputas por el
poder real en Centroamérica,
situación que subyace a la crisis
de violencia y desplazamientos forzados:
“Las multinacionales ocupan y explotan los territorios de campesinos e
indígenas. En el espacio urbano, la fuerza pública compite con las ‘maras’ por
apoderarse del monopolio de la violencia, y la oligarquía privatizadora de los
espacios públicos se disputa con el narco las fincas o playas que sirven de
ruta para la coca”. La voracidad del capitalismo criminal y el apetito de
rapiña del neoliberalismo periférico constituyen el telón de fondo del problema
de la violencia y del drama de los desplazados en Centroamérica; y
paradójicamente, también están cercenando los pilares del modelo de acumulación
y de dominación.
Mientras eso pasa,
nuestras sociedades asisten diariamente al espectáculo macabro de su propio
desgarramiento, los medios de comunicación hegemónicos vociferan a favor de las
soluciones de fuerza y los gobiernos hacen de la seguridad ciudadana un
estandarte de campaña para ocultar su desinterés o su incompetencia para
acometer las transformaciones estructurales que hagan posible la justicia
social, la igualdad, el bien común y, en definitiva, la paz.
Si la actual coyuntura
de crisis no desemboca en la apertura de los espacios para la democratización
pendiente y necesaria de Centroamérica, y para la derrota del neoliberalismo y
su cultura de la violencia, la bomba del conflicto social podría estallar
nuevamente en estas tierras, trayendo aún más dolor y tragedia para los pueblos
del istmo.
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