Por vías del azar, las
efemérides sugieren coincidencias que incitan a la reflexión. En el 215
aniversario de la independencia haitiana se cumplen 60 años de la publicación
de “El reino de este mundo”. El entrecruzamiento de ambos aconteceres evidencia
la profundidad de los ligámenes históricos y culturales que unen nuestro
Caribe.
Dicen que, en días
claros, desde Punta de Maisí puede observarse la costa de Haití. Es nuestro
vecino más cercano. Hace poco, una breve nota informaba que en el año en curso
se conmemoran los 215 de su independencia, la primera en la América Latina y el
Caribe. Fue mucho más. Inició en el nuevo mundo las luchas por la emancipación.
Liberó a los esclavos, lo que no ocurriría en Estados Unidos hasta la época de
Lincoln. Muchos olvidan, además, los estrechos vínculos del devenir económico,
social y cultural de la isla vecina con la historia de Cuba.
Privados de sus
privilegios por la insurrección armada, numerosos colonos franceses emigraron a
Cuba. Con ellos llegaron algunos de sus esclavos. Fundaron cafetales donde construyeron
mansiones que en unos pocos casos sobreviven y constituyen hoy parte de nuestro
patrimonio cultural. Introdujeron costumbres, así como expresiones musicales y danzarias. Dejaron su marca en el
Tivolí santiaguero.
Esa presencia, unida al
trasiego de los militares, dio lugar a que llegaran a la Isla noticias de la
insurrección libertaria. La censura
española no pudo contener el andar de las ideas. Hubo que implantar el
terror mediante la represión, que llegó a su punto máximo con la Conspiración de
la Escalera. Su ramalazo colateral se hizo sentir en los criollos reformistas.
Domingo del Monte se
marchó de la Isla para no regresar. El golpe mayor se abatió sobre la capa de
negros y mestizos que se desempeñaban como músicos y artesanos, entre ellos,
como figura prominente, Gabriel de la Concepción Valdés, el poeta Plácido.
Las consecuencias de la
insurrección en la isla vecina tuvieron repercusiones en el diseño de nuestra
economía. Sus efectos configuraron los avatares de nuestra historia. Cuba desplazó
a Haití como proveedor de materias primas, devino productora de azúcar
subordinada a las demandas del mercado mundial, a la vez que importadora neta
de alimentos y de bienes manufacturados multiplicados por la primera Revolución
Industrial. Con ello, acrecentó su
demanda de mano de obra barata. Por vías legales e ilegales, se agigantó la
trata de esclavos.
La deformación
estructural se agudizó en el amanecer de la república neocolonial. Sobre un
país arruinado por la guerra, el capital norteamericano expandió la producción
azucarera con la compra de latifundios y la erección de grandes centrales en
las provincias orientales. No faltó la United Fruit, la célebre Mamita Yunai,
ya instalada en Colombia y en la América Central.
Con la primera
conflagración mundial, el alza de los precios del dulce estimuló el aumento de
la producción. Hizo falta mano de obra barata. Abolida la esclavitud, contratos
leoninos reclutaron antillanos. En virtud de la cercanía, fueron numerosos los
haitianos. Con la caída de los precios al término del conflicto bélico
se impuso la repatriación forzosa, aunque algunos lograron radicarse
definitivamente en Cuba. Fundaron familias y contribuyeron a la configuración
de nuestra diversidad cultural. A pesar de todo, a través de los años,
siguieron llegando como trabajadores temporeros o como emigrantes.
A la vuelta de los 40
del pasado siglo, según los reclamos del mercado laboral, los trabajadores
temporeros haitianos seguían viniendo a Cuba. La influencia de las ideas
recorrió un camino inverso.
El movimiento sindical
había cobrado fuerza en la Isla, sobre todo en el sector azucarero. Los que regresaban a Haití eran portadores de
la lección aprendida entre nosotros. Dos narradores fundamentales de la nación
vecina, Roumain y Alexis, relataron en sus obras el impacto recibido por esa
experiencia. Entonces, ya se había establecido una relación entre los
intelectuales de acá y de allá.
Como suele suceder en
un contexto neocolonial, esos vínculos se anudaron en territorio metropolitano.
En París, donde se instalaron por motivos de estudio o de persecución política,
compartieron inquietudes y descubrieron en ese intercambio la plataforma
subyacente en la América Latina y el Caribe. Encontraron en la antropología una
herramienta útil para entender las claves de nuestras culturas.
La Segunda Guerra
Mundial motivó, en términos del poeta martiniqués Aimé Césaire, «el regreso al
país natal» y su redescubrimiento a partir de la perspectiva adquirida desde la
distancia. La coyuntura propició asimismo el desarrollo de las relaciones
diplomáticas entre Cuba y Haití, que tuvieron un efecto significativo en el
plano cultural.
Una suave, tierna línea
de montañas azules. Nicolás Guillén y
Haití, estudio premiado por la Casa de las Américas, de Emilio Jorge
Rodríguez, uno de nuestros más prestigiosos investigadores sobre asuntos
caribeños, aborda con detalles este tema. Nicolás Guillén viajó a Haití. Alejo
Carpentier lo hizo algo más tarde. La presencia de ambos escritores dejó una
marca profunda en el país vecino, donde desplegaron una extensa actividad,
ahondaron las relaciones con los intelectuales al otro lado del Paso de los
Vientos y profundizaron en el conocimiento de la singular contribución de sus
antropólogos.
En Carpentier, las
consecuencias de ese impacto cristalizarían en la escritura de El reino de este mundo, punto de partida
de su obra mayor, texto renovador de la novela histórica articulada a través de
un hilo conductor trazado por el esclavo Ti Noël, puente tendido entre la
creación literaria del Caribe y la América Latina.
Por vías del azar, las
efemérides sugieren coincidencias que incitan a la reflexión. En el 215
aniversario de la independencia haitiana se cumplen 60 años de la publicación
de El reino de este mundo. El
entrecruzamiento de ambos aconteceres evidencia la profundidad de los ligámenes
históricos y culturales que unen nuestro Caribe.
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