Bayer se autodefinía
como anarquista y pacifista a ultranza, un imprescindible dirían los luchadores
de siempre. Como dice su hijo en su carta de despedida, “siempre estaba con la
valija y el pasaporte listo para ir donde las circunstancias lo requirieran”.
Roberto Utrero Guerra / Especial
para Con Nuestra América
Desde
Mendoza, Argentina
Osvaldo Bayer |
Irreverente, a
contrapelo de los tiempos, se nos fue Osvaldo Bayer, maestro, historiador,
periodista, buscador insobornable de las verdades del pasado al punto de
enfrentarse a los monstruos sagrados de la historia oficial. Partió la Navidad
pasada a los 91 años, cuando todavía solía acompañar las manifestaciones
populares dando aliento a las nuevas generaciones que lo veían caminar junto a
las madres y abuelas, o los grandes contingentes obreros reclamando el
avasallamiento de derechos del gobierno de los ricos.
Anarquista
inclaudicable, supo sacar a la luz personajes de un heroísmo admirable que
lucharon por un mundo mejor como Severino Di Givanni o los explotados obreros
de la Patagonia, cuya alevosa matanza fue llevada al cine por Héctor Olivera en
los años setenta. Época de la negra dictadura que lo obligó a exilarse en
Alemania.
El primer adiós lo
expuso su hijo Esteban en Página 12: “Hace semanas que Osvaldo tenía necesidad
de partir. No aguantaba estar haciendo nada, sentado en su casa en el Tugurio.
Quería hacer sus valijas. Se despertaba, asegurando que tenía que salir a un
congreso para debatir sobre derechos humanos, que lo esperaban en tal pueblo de
la Pampa para hablar del cambio de nombre de la calle principal que llamaban
por el genocida de indios innombrable, o que lo convocaran de una escuelita en
la Puna jujeña por la que nunca había pasado nadie, pero el no podía faltar
para hablar sobre los derechos de los pueblos originarios. Al mismo tiempo lo
esperaban en la Universidad en Berlín y en la asamblea de un sindicato
patagónico. Tenía que estar.”[1]
Hace unos meses visité
el Museo de Armas del Círculo Militar en el Palacio Paz en la coqueta Avenida
Santa Fé, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, donde el General Roca, dos veces
presidente es figura central, artífice de la campaña del desierto. Enemigo
declarado de Bayer, quien promovió el conocimiento del gran genocidio de indígenas
cometido por el militar como también la esclavitud de los sobrevivientes cuando
había sido abolida en 1813. Una matanza celebrada y pagada por la oligarquía
vacuna que fue la destinataria de los inmensos terrenos usurpados a los pueblos
originarios, conocida como “conquista del desierto”.
La institución se jacta
de ser la mayor exposición de armas de América Latina, contando con cañones,
carabinas, tercerolas, arcabuces antiguos, de las invasiones inglesas, las
luchas de la Independencia y, desde luego cañones Krupp y fusiles máuser de la
conquista del desierto.
No podían faltar y
desde luego, como símbolo de civilización y barbarie, las chuzas pampas y las
boleadoras con lo que las valientes guerreros de Pinzén y Catriel, Calfulcurá y
Namuncurá hicieron frente a las armas de la modernidad.
Me llamó la atención
que el militar a cargo de las instalaciones lo primero que expuso a modo de
queja cuando nos recibió, fue “cómo era que se pusiera en duda actualmente la
figura del General Roca y su obra civilizatoria”. Dejando en claro la deuda que
la Nación tenía con el militar y estadista.
Evidentemente, cuando
uno observa los gigantescos monumentos emplazados en las principales ciudades
argentinas, la cantidad de escuelas, establecimientos que lucen su nombre y el
homenaje que le rinde la historia oficial al constructor del Estado moderno,
aquel del lema: “Paz y Administración”, advierte el tamaño de la lucha
emprendida por Osvaldo Bayer que semeja a David enfrentando a Goliat.
Sin embargo, después de
su larga prédica, muchos han vuelto a mirar críticamente los billetes de cien
pesos donde sale el retrato del calvo General tucumano de un lado y el famoso
cuadro pintado rememorando la llegada al Río Negro, nueva frontera erradicados
los indios, con toda la plana mayor del Ejército de la campaña.
Tampoco se ha podido
olvidar a Facón Grande ni al Gallego Soto ni a los demás dirigentes de las
huelgas de los obreros patagónicos muertos por el Coronel Varela enviado a
reprimirlos durante el gobierno de Hipólito Yrigoyen en 1921 a pedido de los
grandes ganaderos extranjeros, donde murieron más de 1.500 hombres, que Bayer
denunció en su libro Los vengadores de la Patagonia trágica, el que pasó al
cine como La Patagonia Rebelde.
Soto tiene un monumento
en El Calafate, donde hay un esclarecedor museo que narra los aberrantes hechos
de tortura y aniquilación de los antiguos habitantes del lugar como también las
matanzas obreras. De hecho ponen el acento en la Estancia La Anita y en la
familia Braun Menéndez que se quedó con los terrenos y es dueña ahora de la
cadena de supermercados La Anónima que se extiendo por toda la Patagonia,
familia a la que pertenece el actual Jefe de Gabinete de Macri.
Bayer se autodefinía
como anarquista y pacifista a ultranza, un imprescindible dirían los luchadores
de siempre. Como dice su hijo en su carta de despedida, “siempre estaba con la
valija y el pasaporte listo para ir donde las circunstancias lo requirieran”.
Nos quedan sus
invalorables obras escritas con una prosa hermosa, los recordados films en los
que aportó libros y guiones y, sobre todo, su ejemplo de lucha como bandera de
lucha en defensa de los derechos humanos de todos los tiempos, bandera que en
los negros momentos flamea en lo más alto marcándonos el camino a seguir.
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