Esa rebeldía con
memoria y su ejemplo emancipador, su empecinada búsqueda del camino propio y
del ejercicio de la autodeterminación -“¡Nuestro pueblo no ha hecho otra cosa
que romper las cadenas!”, dijo Fidel Castro en setiembre de 1960, al proclamar
la primera Declaración de La Habana- es la medida de la grandeza de la
Revolución Cubana a lo largo de estos 60 años, en los que acertó y erró, caminó
y tropezó, para volver a levantarse.
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica
"Rosas y estrellas", de Raúl Martínez. |
Cuba celebró este 1 de
enero un año más del triunfo de la Revolución sobre la tiranía de Fulgencio
Batista y la ruptura del régimen neocolonial impuesto por los Estados Unidos
tras el desenlace de la guerra hispano-cubana-estadounidense en 1898. Este aniversario, el número sesenta,
encuentra al gobierno de la isla por enésima vez en medio de un momento
delicado -y con toda seguridad crucial- de la historia latinoamericana y
caribeña. Y es verdad que decirlo parece ya un lugar común, pero esa ha sido la
constante durante décadas: Cuba y su Revolución ocupando el centro de la escena
geopolítica continental, mientras los pueblos de nuestra América buscan pero no
encuentran los caminos de su liberación. De la segunda y definitiva
independencia.
En perspectiva
histórica, ni siquiera sus más furiosos enemigos podrían negar la importancia y
la influencia de la Revolución Cubana en el devenir nuestroamericano de la
segunda mitad del siglo XX, en el que entretejió vínculos con otros movimientos
y proyectos revolucionarios en Centro y Suramérica; insufló un poderoso y
renovador aliento a la cultura latinoamericana; levantó las banderas del
antiimperialismo y llevó su espíritu internacionalista en misiones en los
campos de la salud y la educación por todos los rincones del mundo, forjando
una alianza de solidaridad con los oprimidos y explotados que pervivirá en el
recuerdo de muchas generaciones.
Este camino que asumió
la Revolución como un imperativo ético y humanista hunde sus raíces en las
experiencias y luchas independentistas iniciadas en el último tercio del siglo
XIX. Algo que José Martí destacó en 1894, con su habitual precisión y agudeza
crítica, al situar a Cuba en “el fiel de América” y advertir que su libertad
frente a los poderosos apetitos que ya se lanzaba contra ella sería el
principal obstáculo para detener la guerra de la “república imperial contra el
mundo”, y al mismo tiempo, una garantía del equilibrio e independencia de nuestra
América. En la visión martiana, el objetivo superior de esa batalla, cuyos ecos
llegan hasta nuestros días, era “evitar, con la vida libre de las Antillas
prósperas, el conflicto innecesario entre un pueblo tiranizador de América y el
mundo coaligado contra su ambición”[1].
Esa rebeldía con
memoria y su ejemplo emancipador, su empecinada búsqueda del camino propio y
del ejercicio de la autodeterminación -“¡Nuestro pueblo no ha hecho otra cosa
que romper las cadenas!”[2], dijo Fidel Castro en
setiembre de 1960, al proclamar la primera Declaración de La Habana- es la
medida de la grandeza de la Revolución Cubana a lo largo de estos 60 años, en
los que acertó y erró, caminó y tropezó, para volver a levantarse. Pero ese
talante combativo, templado en la resistencia y las adversidades, también
determinó la magnitud de su castigo por parte del imperialismo estadounidense,
como lo atestigua el inhumano bloqueo que sufre la isla desde 1960.
Más allá de la
distensión alcanzada entre La Habana y Washington hacia el final de la segunda
administración de Barack Obama, es poco probable que en el futuro cercano las
relaciones entre Cuba y Estados Unidos experimenten un salto cualitativo. Hoy,
ni siquiera parece posible un diálogo civilizado entre iguales, basado en el
respeto y el reconocimiento de principios elementales de la diplomacia y el
derecho internacional. El presidente Donald Trump, como todos sus predecesores,
quiere acabar con la Revolución y ofrecer ese trofeo de guerra en las próximas
elecciones presidenciales de 2020. Y en esa tarea, ha encontrado en el nuevo
presidente de Brasil un aliado útil a su causa: recién instalado en el Palacio
de Planalto, el capitán Jair Bolsonaro propuso abiertamente la creación de un
frente de derechas, con Argentina, Chile y Colombia, y prometió trabajar junto
con Estados Unidos para derrocar los gobiernos de Cuba, Venezuela y Nicaragua.
No en vano el expresidente Raúl Castro, en un discurso pronunciado en la
oriental ciudad de Santiago el pasado 1 de enero (el mismo día de la toma de
posesión de Bolsonaro), exhortó al pueblo cubano a prepararse “meticulosamente para
todos los escenarios, incluyendo los peores”, dado el nuevo clima de
confrontación que se cierne sobre el país.
Que todo este odio
perviva en el siglo XXI, y que sea capaz de agitar turbulencias y tambores de
guerra en una región que, hace apenas unos años, anunció al mundo su intención
de convertirse en una zona de paz, confirma que las realidades de opresión y
los factores de poder regional y mundial ante los que se levantó la Revolución
Cubana siguen vigentes en lo esencial; que la batalla está lejos de terminar;
que el desafío mayor de los revolucionarios de nuestra América consiste en
comprender las nuevas condiciones de lucha y actuar en consecuencia, con
audacia y unidad de esfuerzos. “Es un mundo lo que estamos equilibrando”,
escribió Martí en su discurso del tercer año del Partido Revolucionario Cubano,
y advirtió: “¡Los flojos, respeten: los grandes, adelante! Esta es tarea de
grandes”. Que así sea, hasta la victoria final.
[1] Martí, José (1894). El
tercer año del Partido Revolucionario Cubano. En: Hart-Dávalos, Armando (comp.)
(2000). José Martí y el equilibrio del
mundo. México D.F.: Fondo de Cultura Económica. Pp. 240-241.
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