La derecha se une
porque tiene mucho que perder. La izquierda no. Y ahí aparece la soberbia. Lo
que está en disputa no es la tenencia de los mejores y más costosos bienes (el
automóvil Ferrari, el reloj Rolex de oro, el whisky escocés añejo, las bolsas
Louis Vuitton) sino quién sabe más. El mito del saber absoluto funciona como el
objeto preciado.
Marcelo Colussi / Para Con Nuestra América
Desde Ciudad de
Guatemala
El título del presente
texto puede llevar a equívocos: ¿acaso la soberbia tiene ideología? En un
sentido, como todo concepto perteneciente a un marco determinado de valores:
sí. Pero en tanto acción humana común a todos los mortales, por supuesto que
no, pues no es ni de izquierda ni de derecha en términos políticos. Es, según
el Diccionario de la Real Academia Española, la “Altivez y apetito desordenado de ser preferido a otros”. Está en el
mismo ámbito semántico que la petulancia, la altanería, la jactancia; en otros
términos: el menosprecio del otro a partir de la supervaloración de sí mismo.
Ahora bien: el hecho de
presentarla a través de esa provocativa pregunta tiene una finalidad muy
precisa: abrir el debate en torno al porqué de su marcada persistencia en el
campo amplio de lo que llamamos izquierda (entendiendo por tal aquella postura
que es crítica, en mayor o menor medida, con lo establecido, que intenta
construir algo novedoso y superador a partir de lo dado).
Tradicionalmente, para
la cosmovisión cristiana dominante en Occidente, la soberbia es considerada un
valor negativo, un vicio, un puente con lo demoníaco (el diablo no se somete a
dios –al poder– por soberbio). Incluso, constituye un pecado mortal, según la
Iglesia Católica. De hecho: el primero y principal. Una conducta correcta, en
tal sentido, debe alejarse de una postura soberbia, la cual sirve, sin más,
como puerta de acceso a todos los otros pecados capitales: lujuria, pereza,
gula, ira, envidia y avaricia, aquellos promulgados por el Papa Gregorio Magno
en el siglo VI. La antítesis de este ignominioso proceder sería la humildad. En
esa lógica, los humanos debemos ser humildes, porque somos finitos, creados,
limitados; sentirse soberbio (agrandado, ilimitado, omnipotente) es creerse
como el Sumo Creador, lo cual constituye un pecado, acercándonos a Lucifer. (De
acuerdo a esa teología, somos polvo –“Polvo
eres y en polvo te convertirás”– y para recordarlo humildemente, cada año
los católicos marcan sus frentes con ceniza en Semana Santa).
Para una visión
psicoanalítica del fenómeno humano, podría decirse que la soberbia es un efecto
del narcisismo que a todos nos constituye y nos habita, en tanto amor a sí
mismo. El reconocimiento de la Ley, de los códigos socialmente establecidos que
nos humanizan y nos permiten acceder a un mundo donde no solo existo yo, es lo
que nos salva de la locura, de creernos realmente soberbios. La soberbia es el
exceso de ese narcisismo, que nos pone más en el ámbito de la locura (psicosis),
alejándonos del reconocimiento del otro como un igual (para la soberbia el otro
siempre es un estúpido, equivocado, inferior a mí, y por tanto despreciable,
pues vale menos).
La soberbia, en
definitiva, anida en todos nosotros, y según los vericuetos de nuestra siempre
dificultosa y problemática humanización, de nuestra entrada en los códigos
sociales que nos hacen uno más de la serie, tendrá más o menos preeminencia en
nuestra estructura de personalidad.
La izquierda, en
general con una posición bastante voluntarista, propia del sentido común
dominante –aún aristotélico-tomista–, posición que en estos aspectos de lo
humano no se ha apropiado enteramente todavía de los avances de las ciencias
sociales, especialmente del Psicoanálisis, sigue viendo en la voluntad una
prominente virtud descollante. Es por la “buena voluntad” y apelando a un
llamado a la humildad –según ese esquema explicativo– que podemos superar la
soberbia. Pareciera, sin embargo, que la dinámica es más compleja, puesto que
ese llamado no produce mecánicamente la reducción de la soberbia en cada cuadro
de izquierda; y si es un cuadro intelectual –con mayor acceso a información que
otros, por tanto, con mayor cuota de poder social– esa soberbia puede ser
realmente insoportable a veces.
Si el poder fascina
(siempre, en todo contexto, sea de derecha o de izquierda), es porque remite a
esa condición de ilimitado. Y ser ilimitados (sin falla, absolutos, sin ninguna
carencia), nos torna dioses. La soberbia implica ese “ser más que otro”, y no
un simple eslabón más de la cadena. Pero eso tiene costo: si no hay límites a
la soberbia, entramos al campo de la locura (por eso Freud llamó a las psicosis
“neurosis narcisistas”).
Quizá la buena voluntad
no alcanza para “corregir” conductas criticables, lo cual abre una discusión
que no es pertinente en este breve texto (¿hasta qué punto hay voluntad, libre
albedrío? ¿Qué antropología se nos abre con la idea de inconsciente?). Pero sin
dudas, la soberbia “cae mal”, porque quien es objeto de una actitud soberbia
inmediatamente se siente disminuido, cosificado, denigrado. El soberbio se
siente dios, y actúa como tal; quien recibe esa mirada, es ¿despreciable? Por
supuesto, nadie quiere sentirse despreciado, empequeñecido, denostado. Por eso
el soberbio –de izquierda o de derecha– es insufrible.
En la derecha, o más
aún: en la ideología capitalista dominante, que pone su acento en el “triunfo
individual” y entroniza el tener sobre el ser (tener objetos, muchos objetos;
léase: consumismo desaforado), la soberbia no deja de ser un “vicio”…, pero
vicio tolerado (o aplaudido incluso, quizá por lo bajo, pero aplaudido al fin).
Más aún: el ideal capitalista, su ramplona y mediocre moral, ve en el
“triunfador”, el que “es más que el otro”, un valor encomiable. La solidaridad,
la humildad, la auténtica fraternidad, más allá de las pomposas declaraciones
de algún discurso insulso, no son precisamente las notas distintivas de su
ideario, de su tabla axiológica. La ética del tener (tener mucho, y cuanto más
se tenga: mejor, porque evidencia que se es “más” triunfador) es un punto de
llegada deseado.
Ahora bien: ¿qué pasa
en la izquierda con todo esto? Los militantes de las fuerzas de izquierda,
antes de abrazar los ideales socialistas y solidarios, son seres humanos
construidos en la lógica dominante. Por tanto, la fascinación por lo ilimitado
(digámoslo claramente: por el poder, por la ausencia de carencia, por la
sensación oceánica de eternidad y omnipotencia) sigue estando presente. Y
ninguna “buena voluntad” la quita. En todo caso, la restringe, pero siempre en
una dinámica de equilibrio inestable.
Si así no fuera, no
reaparecería con tanta frecuencia. ¿Por qué en la izquierda no es raro –o por
el contrario: es bastante común– esa falta de humildad, ese despliegue de
soberbia? Aclárese rápidamente: la soberbia en la ética capitalista es exhibir
que “se es más que el otro” porque se dispone de mayor cuota de poder
cuantificable en bienes, en cosas materiales, en dinero (mercancía universal
que compra todas las cosas). En esa lógica, el portero de la empresa es “menos”
que el gerente; y ese gerente es “menos” que Donald Trump, que tiene un capital
de mil millones de dólares; y Trump es “menos” que Rockefeller, que tiene un
patrimonio de 600,000 millones de dólares… ¿Quién está más cerca de dios? O,
dicho de otra manera, ¿quién es “más”? Pues el que más tiene.
En la izquierda hay
otra ética, puesto que no está en juego el tener (el apropiarse) de cosas, de
bienes materiales, de dinero. Pero no deja de haber soberbia. Allí cuenta el
saber. ¿El que más sabe es el “más” revolucionario?
“El socialismo clásico fue prepotente y arrogante. Siempre nos enviaba a
ver tal página para encontrar verdades y soluciones. Nos dieron catecismos. Y
eso es un grave error”, formuló a modo de crítica el ex presidente de
Ecuador Rafael Correa. Apreciación correcta, pertinente. En buena medida la
teoría revolucionaria se transformó en “verdad revelada”; los expertos del
cenáculo profetizaban. Se pontifica en las iglesias, pero ¿qué pasa cuando se
pontifica en el campo popular, en el ámbito donde se quiere inventar un mundo
nuevo?
Visto desde la ética de
la derecha, en el mundo hay mucho que perder: para la clase dominante,
justamente su dominio y todo el sinfín de cosas que esa privilegiada posición
le permite acumular. Por eso, como clase, más allá de las diferencias
existentes –que las hay, obviamente, a veces enormes– en los momentos en que
puede peligrar su situación de dominio, se une monolíticamente. Está más que
claro cuál es su enemigo: la clase explotada. Para el individuo aislado,
siguiendo esa ideología, el peligro es perder cualquier propiedad privada (su
mísera casa, o su automóvil, o la licuadora que tanto esfuerzo produjo para
comprarla).
Pero en el campo
popular, representado por la ideología de izquierda, “no hay nada que perder, más que las cadenas” de la esclavitud
asalariada. Esto puede explicar que aquí se asista a una división casi
interminable de grupos, pequeños grupos, partidos, división de partidos,
células, mini-células, etc., etc. La fragmentación parece perpetua, inagotable.
¿Quién es el más revolucionario? ¿Quién recita mejor el catecismo? La relación
con el saber, endiosado como bien supremo en una visión racionalista, funciona
como “el” objeto lujoso, el punto de llegada. El “más” revolucionario, al menos
eso pareciera en las interminables discusiones, es el que “más” sabe.
Es patético, pero es
una cruel realidad. La derecha se une porque tiene mucho que perder. La
izquierda no. Y ahí aparece la soberbia. Lo que está en disputa no es la
tenencia de los mejores y más costosos bienes (el automóvil Ferrari, el reloj
Rolex de oro, el whisky escocés añejo, las bolsas Louis Vuitton) sino quién
sabe más. El mito del saber absoluto funciona como el objeto preciado. La
descripción hecha por Rafael Correa es precisa.
Esta es una
característica sumamente arraigada en la izquierda, que no siempre se ve con
facilidad, y mucho menos se está dispuesto a autocriticar. Pero es
imprescindible insistir sobre estos puntos, pues si no se están repitiendo
modelos que solo servirán para repetir errores (¿otra vez el Comité Central
plenipotenciario y el Gulag para quien equivoca una coma en el catecismo?)
Nadie está libre de la soberbia, pues eso anida en nuestra humana constitución.
Solo sabiéndolo podremos buscar los antídotos, que no serán solo acciones
voluntarias de “buena fe” sino, seguramente, procesos más complejos.
“Fue la soberbia la que convirtió a los ángeles en demonios” pudo
decir San Agustín en el siglo IV. Algo similar, en otro contexto, nos enseña el
refrán: “De lo sublime a lo ridículo no
hay más que un paso”. Nadie lo sabe todo; creérnoslo es altamente
peligroso, y sin autocrítica podemos ser fácilmente demonios… o ridículos. ¡Y
la izquierda no puede ser ridícula! La izquierda no debe pontificar, pues si
no, deja de ser izquierda.
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