Todo, o muy buena parte, de lo que sucede en términos político-sociales
a las poblaciones, son producto de elaborados planes de “ingeniería social”, o
“ingeniería humana”. Pero, por suerte, los seres humanos somos algo más
complejo que materiales que se pueden procesar y manipular como hace la
ingeniería. Tenemos capacidad de reacción. Por eso la historia no está
terminada.
Marcelo
Colussi / Para Con Nuestra América
Desde Ciudad de Guatemala
El título del presente
texto es una frase del pensador argentino Raúl Scalabrini Ortiz. Genial
formulación, sin dudas. Genial, por cuanto presenta las cosas tal como son: en
términos sociales, vistos los acontecimientos humanos como fenómenos históricos
omniabarcativos, no queda ninguna duda que nuestra forma de actuar como masa
responde a una planificación que realizan algunos, muy pocos. Parafraseando lo
dicho por Scalabrini Ortiz entonces: lo que no sabemos nosotros (nuestra
ignorancia) lo saben los que deciden que no lo sepamos (los grandes grupos de
poder, los que manejan los hilos de los títeres).
Esas estructuras de
poder (económico, político, militar, científico, cultural), cada vez más
pequeñas y poderosas, deciden el futuro de inconmensurables cantidades de
personas sobre la faz del planeta. Ellas son las que le ponen precio a cada
cosa que consumimos, las que deciden las guerras o el tipo de gobierno que debe
tener cada país, las modas, lo que se come y no se come, cuánta agua puede
beber cada mortal y lo que se debe pensar “correctamente”. Se podría retrucar
rápidamente que hay en esta consideración un talante paranoico, un sabor a
visión conspirativa que encuentra fantasmas allí donde no los hay. El sentido
de este texto, en todo caso, es mostrar con ejemplos evidentes y concretos que
no hay tal “teoría de la persecución” de por medio, sino crudas y descarnadas
verdades, para lo que presentaremos algunos casos esclarecedores.
Por supuesto que hay
innumerables procesos en las dinámicas políticas y sociales de los seres
humanos que siguen cursos ingobernables, que no se pueden predecir, que no
responden necesariamente a lo que poderosos grupos selectos pergeñan; pero
aunque todo eso sucede y siempre los imponderables emergen, hay líneas maestras
que marcan (condicionan, ¿determinan?) lo que nos pasa. Poderes, incluso, que
van más allá de las autoridades formales de los Estados. Tenemos ahí capitales
monumentales que fijan las líneas de acción que, acompasadamente, siguen las
enormes masas de ciudadanos del mundo, y que los gobernantes se encargan de
hacer cumplir.
¿Por qué, por ejemplo,
las ciudades están cada vez más atestadas de vehículos automotores personales,
siendo que eso es absolutamente contraproducente, tanto en términos sanitarios
–la contaminación que producen los motores de combustión interna son los principales
responsables del calentamiento global– como urbanísticos –ya se hace
literalmente imposible circulas con tanto automóvil–? ¿Quién decide eso: los
ciudadanos de a pie? Definitivamente no. Capitales enormes que mueven cifras
descomunales hacen que se sigan produciendo vehículos que queman derivados del
petróleo, y otros capitales más monumentales aún negocian con el oro negro, aún
a sabiendas de los insolubles problemas de polución que ello trae.
Y las guerras que la
búsqueda desenfrenada de ese petróleo trae aparejadas, ¿la deciden acaso los
mortales que viven de un salario? ¿Quién determina los países que tienen que
entrar en guerra: sus pobladores, sus gobiernos acaso?
Veamos estos casos, por
demás de esclarecedores.
Argentina, entre las
diez primeras economías del mundo al terminar la Segunda Guerra Mundial, con un
proceso de industrialización propio que la hacía autosuficiente, aportando la
mitad de todo el producto bruto de Latinoamérica para la década del 60 en el
siglo pasado, años después cayó en picada. En “el país de las vacas”, hoy día
la mitad de su población está bajo la línea de pobreza y pasa hambre. Buscar
comida en los tarros de basura, para muchos argentinos ya es algo común (y se
llegaron a matar animales en zoológicos para comer algo de carne roja). ¿Por
qué? ¿Haraganería e indolencia de sus pobladores? ¿Malas políticas de sus
gobernantes? “No dejemos que la Argentina
sea una potencia, pues arrastrará tras de sí a toda América Latina… La
estrategia es debilitar y corromper por dentro a la Argentina. Destruir sus
industrias, sus fuerzas armadas, fomentar divisiones internas apoyando a bandos
de derecha e izquierda, atacar su cultura en todos los medios, imponer
dirigentes políticos que respondan a nuestro Imperio. Esto se logrará gracias a
la apatía de su pueblo y a una democracia controlable, donde sus representantes
levantarán sus manos en masa en servil sumisión. Hay que humillar a la
Argentina”, decía Winston Churchill en Yalta en 1945. Evidentemente lo que
sucedió a partir de 1976 con los planes de ajuste neoliberal impulsados por los
organismos crediticios de Breton Woods (Fondo Monetario Internacional y Banco
Mundial), llevados adelante por una sangrienta dictadura militar, hundió al
país sudamericano, dejándolo en un estado de postración del que, muy
probablemente, ya no podrá salir.
En
Guatemala, en el año 2015 se vivió una “primavera” anticorrupción
particularmente llamativa: un país marcado por la impunidad y corrupción a
través de toda su historia, con niveles de ambas características de las más
altas de todo el continente, ¿por qué de buenas a primeras pareció acometer
esta cruzada contra la corrupción? ¿Por qué esa repentina indignación
ciudadana? Indignación
llamativa: a partir de misteriosas convocatorias hechas en las redes sociales
(después se supo que desde perfiles que resultaron ser todos falsos), población
capitalina –clasemediera en lo fundamental– comenzó a asistir a la plaza en
algo que luego fue ritualizándose: llegar los sábados por la tarde a sonar
vuvuzelas y a cantar el himno nacional. Terminado que fuera ese ritual, todos a
su casa, sin consigna política transformadora más allá de una indignación ante
los hechos de corrupción que se iban conociendo a partir del trabajo del
Ministerio Público y la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala
–CICIG–. De esa cuenta, con esa “presión” popular, se vieron forzados a
renunciar los por entonces presidente y vicepresidenta: Otto Pérez Molina y
Roxana Baldetti. La sensación que pudo haber quedado es que la movilización
popular los depuso. Ahora, fríamente analizados los hechos a la distancia,
puede verse que se trató fundamentalmente de un bien pergeñado plan de
psicología militar. Una vez más Guatemala fue utilizada por el gobierno de
Estados Unidos como laboratorio de pruebas para un ensayo de manejo social:
disparar la vena anticorrupción para lograr una protesta cívica (pacífica, sin
la más mínima intención de modificar algo sustancial; lo que en otros contextos
comenzó a llamarse “revolución de colores”). Con esa táctica ya probada, logró
desplazar a los “molestos” gobiernos de Argentina y Brasil.
Lo interesante es que a
principios de 2015, antes de abril en que comenzaron las protestas cívicas,
fuentes oficiosas de la Embajada de Estados Unidos filtraron la noticia –nunca
difundida en forma masiva– que el binomio presidencial no iba a terminar su
período, pues iría preso, y muy probablemente deportado a Miami con cargos de
narcoactividad. Meses después, “casualmente” la información extraoficial se
confirmó en los hechos.
En la República Bolivariana de Venezuela –la mayor reserva de
petróleo del mundo: 300,000 millones de barriles, botín apetecido por las
grandes multinacionales petroleras, estadounidenses en lo fundamental– cursa
hoy una agresión fenomenal por parte de Washington y una serie de países que lo
secundan. Claramente y sin empacho lo expresó el Asesor
de Seguridad Nacional John Bolton: “Haría
una gran diferencia para Estados Unidos económicamente si pudiéramos tener
compañías petroleras estadounidenses invirtiendo y produciendo petróleo en
Venezuela”. Es por ello que hoy el país caribeño atraviesa la situación
terrible que debe soportar, con penurias y amenaza de invasión, más un
autoproclamado presidente paralelo que complica tremendamente las cosas.
Analizando
el panorama, brillantemente lo expone Simón Andrés Zúñiga en su texto “Los buitres y el reparto del botín”: “Antes de cerrar la semana, el ingeniero
venezolano Ricardo Hausman, escribe en su cuenta
Twitter:
“President Guaidó has an economic plan
to start the recovery of Venezuela (…)”. Es decir, Hausman anuncia que
Guaidó cuenta con un plan económico para iniciar la recuperación de Venezuela.
El profesor de Harvard, a principios del 2018 ya había adelantado el escenario
que ahora se está ejecutando. En ese momento, escribió un artículo donde justificaba una intervención militar y
una operación de rescate (económico) por parte de Estados Unidos y algunos
países latinoamericanos. Es impresionante como un año antes, detalló parte del
guión estadounidense que ahora están leyendo (e interpretando) Bolton y Guaidó”.
Los ejemplos citados son por demás de aleccionadores respecto a lo
que se quiere transmitir: todo, o muy buena parte, de lo que sucede en términos
político-sociales a las poblaciones, son producto de elaborados planes de
“ingeniería social”, o “ingeniería humana”. Pero, por suerte, los seres humanos
somos algo más complejo que materiales que se pueden procesar y manipular como
hace la ingeniería. Tenemos capacidad de reacción. Por eso la historia no está
terminada.
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