El discurso de los derechos humanos es universal; pero por
ello mismo es tan amplio que da lugar a todo. Es el Estado quien debe, en
principio, garantizar su cumplimiento. Pero si las políticas impuestas por la
globalización del capital van contra el Estado: ¿a quién se lo exigimos entonces?
Marcelo Colussi /
Para Con Nuestra América
Desde Ciudad de Guatemala
“Nunca tuvimos tantos
derechos como ahora, pero tampoco nunca tuvimos tanta hambre como ahora”.
Rosalina Tuyuc, dirigente indígena guatemalteca
El escenario
actual
En estas últimas casi tres décadas, caído el muro de
Berlín y reconfigurados los poderes globales, el mundo ha cambiado mucho.
Cambios, de todos modos, que en absoluto han sido para beneficio de las grandes
mayorías. Se han perdido conquistas históricas en el campo popular en lo
tocante a aspectos laborales, se acentuaron más aún las diferencias Sur-Norte,
se remilitarizó el planeta, siguió creciendo la catástrofe medioambiental. Hoy
día, incluso, asistimos a un endurecimiento de las posiciones de derecha,
rayanas ya en el neofascismo, con planteos racistas y supremacistas, dando como
resultado una sucesión de pueblos que democráticamente optan por presidentes
extremistas, neonazis, que mantienen furiosos discursos xenófobos y moralistas.
Dicho de otro modo: poblaciones que alegremente eligen a sus verdugos. Si a
ello se suma que los embates de la crisis financiera desatada en 2008 aún no
han revertido, siendo ya tan aguda como la de 1930, todo indica que tenemos un
escenario prebélico similar al que desató la Segunda Guerra Mundial. La
diferencia es que ahora los “juguetes” militares tienen un poderío
infernalmente superior a los de aquel entonces, y una aventura bélica puede
degenerar en el fin de la humanidad completa.
En otros términos: hoy por hoy, caídos –que no extinguidos–
los ideales socialistas que condujeron las luchas populares durante buena parte
del siglo XX, triunfaron ampliamente las fuerzas del capital en su versión más
ultraconservadora. Todo indica, sin dudas, que ese triunfo cambió las cosas
para largo. No “terminó la historia”, como se pretendió algunos años atrás
(Francis Fukuyama tuvo la desfachatez de proponerlo); pero la naturaleza del
cambio en juego es, definitivamente, muy profunda, y revertirla se ve como algo
muy lejano en estos momentos. La revolución socialista, tal como están hoy las
cosas, está aún en espera (larga espera).
Como parte de ese triunfo, en estos momentos inapelable, se da un
proceso muy particular consistente en la apropiación, por parte de las fuerzas
vencedoras, del discurso que unos años atrás fuera patrimonio de las izquierdas
políticas. Pero de ninguna manera esto tiene lugar por una evolución
progresista de la situación internacional, por un mejoramiento de las
condiciones humanas generales. Este cambio, sutilmente, puede terminar
funcionando como una mordaza contra cualquier forma de descontento, de
protesta. Los discursos de género y étnico, por ejemplo –sin con esto quitarles
en absoluto su inestimable valor transformador– en buena medida pasaron a ser
“moda” aceptada por el establishment.
Hablar de derechos humanos no es peligroso; al contrario, es “políticamente
correcto”.
Cultura de
derechos humanos
Los derechos humanos,
en tanto forma de reivindicación de los principios que fundamentan la igualdad
entre todos los miembros de la especie humana, tienen ya una larga historia, y
no son, en realidad, patrimonio del pensamiento de izquierda, del socialismo en
ninguna de sus versiones. Surgieron con la burguesía moderna. El mundo moderno,
la concepción política y social de la industria capitalista, tiene como punto
de partida justamente los derechos humanos. Claro que –valga la
salvedad– estos derechos (los llamados “de
primera generación”) son de carácter individual, atañen al
ciudadano, a la figura de un ente personal. Los ideólogos de ese momento tan
fecundo en la historia –los iluministas franceses (Rousseau, Montesquieu,
Voltaire, Diderot), los padres fundadores norteamericanos (Washington,
Jefferson, Franklin), ubicados todos en los finales del siglo XVIII– concibieron
un mundo de las libertades del individuo, superando así los lastres todavía
feudales, monárquicos y teocéntricos con que se movían las sociedades europeas
de ese entonces, y sus respectivas colonias al otro lado del Atlántico (lastres
que, en muchos casos, persisten aún en algunos países, no los llamados
“centrales” sino en los “periféricos”, en el Tercer Mundo, donde la idea de
derechos humanos sigue siendo vista como una bandera de la izquierda).
Pero de ninguna manera estos derechos, la formulación teórica de
esos principios, su visión fundamentalmente jurídica, pueden conectarse con lo
que, un siglo más tarde estaría proponiendo el materialismo histórico y la
profunda revolución teórica impulsada por sus fundadores, Marx y Engels. En
ellos no se trata de “mejorar la sociedad
existente” sino de “construir una
nueva” aboliendo la preexistente. El socialismo no es “políticamente
correcto”: es revolucionario, lo cual es muy distinto.
La Declaración Universal de
los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, surgida en la Revolución
Francesa (machista, ni siquiera se menciona a la mujer, de ahí que dos años más
tarde de su aparición Olympe de Gouges proclamó la Declaración de los Derechos de la Mujer y
la Ciudadana), no contempla como un eje
fundamental la estructura económico-social. El acento estaba puesto totalmente
en el ciudadano como ente político: libertad de expresión, de asociación, de
locomoción. Debieron pasar años –y correr mucha sangre, con interminables
listas de mártires que dieron su vida por cambiar esa sociedad– para que las
diferencias económicas fueran consideradas igualmente como algo atinente al
ámbito de los derechos humanos generales (los llamados derechos colectivos, derechos “de segunda generación”); y mucho más aún para que se consideraran
los llamados universales (“de
tercera generación”): derecho a
la paz, a un medio ambiente sano. En la Declaración
Universal de los Derechos Humanos de 1948, la Organización de Naciones
Unidas contempla todas esas “generaciones”, agregándose luego una cuarta: los derechos de las minorías, indicando el
respeto debido a los “diferentes” del colectivo, pero en todos los casos, lo
económico-social es siempre visto en una perspectiva de “corrección política”
(por ejemplo: derecho al trabajo, o a un salario justo), presuponiendo
“natural” la explotación, es decir: la confrontación de clases sociales).
De todos modos, por su nacimiento, por cómo fue tejiéndose su
historia, el campo de los derechos humanos sigue estando asociado
fundamentalmente a la esfera político-civil. Si bien no es una especialidad
jurídica, todo apunta a esa identificación. En una aproximación rápida –y sin
dudas superficial– puede llegar a identificárselos con democracia –hoy
día palabra ya muy desgastada, que a base de tanto manoseo significa todo y no
significa nada. En su nombre, por ejemplo, puede invadirse otro país y matarse
seres humanos–. Estados Unidos y la OTAN han invadido numerosas veces a
naciones soberanas para “restablecer la democracia”. Incomprensible para un
extraterrestre, pero esa es la dura realidad humana, con la que se nos
bombardea a diario desde los medios masivos de comunicación con los que se
moldea la opinión pública.
Derechos humanos e izquierda
Si bien en los
países latinoamericanos ha ido tomando en los años recientes un cariz de
denuncia, el tema de los derechos humanos no necesariamente está ligado a los
proyectos políticos de izquierda. De todos modos, su formulación puede
conllevar algo de contestatario, en tanto abre una crítica contra una situación
dada (cualquiera fuere, sin incluir allí forzosamente una lectura de la
sociedad en términos de luchas de clases: denuncia cualquier tipo de
discriminación, de injusticia). De acuerdo al contexto en que se haga, levantar
la voz contra el Estado como violador de derechos humanos puede tener un
sentido de profunda acusación, y por tanto, de proyecto de transformación. En
Latinoamérica, más aún en las pasadas décadas cuando los Estados
contrainsurgentes se constituyeron en los peores violadores de derechos humanos
(Estados contrainsurgentes y terroristas en el marco de la Guerra Fría y la
Doctrina de Seguridad Nacional), violadores del derecho básico y primordial del
derecho a la vida incluso, con masacres y desaparición forzada de personas,
levantar la voz contra esas tropelías era profundamente subversivo. En esas
latitudes los poderes dominantes criminalizaron los derechos humanos, y hoy no
es infrecuente ver que se los liga –interesadamente, por supuesto– a la idea de
“defensa de los delincuentes”, así como años atrás se los ligaba a “defensa de
guerrilleros subversivos”. Pero los derechos humanos no tienen forzosamente el
color de la izquierda.
Protestar, o
incluso demandar al Estado porque permitió, por ejemplo, la construcción de un
aeropuerto muy cerca de una ciudad dado que eso hace molesta la vida cotidiana
de sus habitantes por el ruido excesivo (escenario posible en un país
escandinavo, digamos), no conlleva ninguna semilla de transformación social.
Es, simplemente, una protesta respecto a algo que atenta contra la calidad de
vida. Como vemos, entonces, el campo de los derechos humanos es tremendamente
amplio y puede dar para un enorme abanico de posibilidades. Más aún: en países
como los escandinavos donde las necesidades primarias están totalmente
resueltas, tiene pleno sentido preocuparse por la calidad de vida y atacar esos
excesos del Estado; en la mayoría del mundo, el Sur, el Tercer Mundo, donde “la vida no vale nada”, seguir vivo cada
día ya es un logro. Dada la pobreza crónica y la violencia demencial que les
inunda, la calidad de vida (protestar por la cercanía de un aeropuerto, o por
el no maltrato a los osos panda, por ejemplo) suena a chiste de mal gusto.
Plantear cambios
profundos, o incluso plantear cualquier cambio, ha sido hasta ahora una afrenta
intolerable para los poderes constituidos, que son siempre conservadores, en
cualquier parte del mundo. Sin embargo hoy, en esta fase de triunfo absoluto
del capital, se da este fenómeno del avance de un pensamiento que recoge
la idea de derechos humanos; es posible decir en voz alta todo aquello por lo
que hace algunas décadas se masacraban poblaciones completas. En ese sentido
podríamos estar tentados de considerar que ha habido un progreso
político, cultural. Tenemos el derecho a exigir respeto a la vida tanto como
condiciones dignas de vida; por tanto todos podemos expresar abiertamente tener
derecho a vivir en paz, a no ser discriminados por ningún motivo, a expresar
sin temor nuestra opción sexual o nuestra preferencia religiosa. Cosas quizá
impensable en el marco de la Guerra Fría, donde una visión maniquea de la
realidad no permitía estos matices, importantísimos sin duda, y donde todo se
reducía al modelo económico en juego: o se estaba con un bloque ideológico
(derecha capitalista, liderado por Estados Unidos) o con el otro (izquierda
socialista, comandado por la Unión Soviética). Lo demás no contaba.
Sobre el “progreso” ético
Insistamos con la
idea: podemos estar tentados de considerar que hay una sustantiva mejoría en la
condición humana. Hoy, en medio de una ya extendida cultura de derechos
humanos, no se podría linchar impunemente a una persona negra –como pocas
décadas atrás todavía hacía el Ku Klux Klan en el sur de Estados Unidos–, y
hasta, por el contrario, un afrodescendiente puede ocupar la Casa Blanca
(Barack Obama); o nadie agrediría públicamente a un homosexual por su condición
de tal –al menos en Occidente– sin consecuencias legales. Aunque se los siga
explotando de manera inmisericorde, nadie se atrevería a mencionar en público
algo insultante contra los pueblos originarios del continente americano, y en
cualquier país de Latinoamérica ya no sorprende que su presidente sea una
mujer, pese al machismo patriarcal todavía reinante. No hay dudas que se ha
dado un paso adelante, por lo menos en lo declarado. Lo “políticamente
correcto”, siempre de la mano de la idea de derechos humanos, se ha impuesto en
forma universal.
Sin embargo –y
esto es lo que debe puntualizarse con preocupación– en nombre de los derechos
humanos (asimilándolos al discurso de la democracia) se pueden esconder
situaciones de la mayor injusticia. En su nombre se puede hacer cualquier cosa.
Sólo para ejemplificarlo con algo que ya hemos olvidado, pero que sigue siendo
una herida abierta: en Kosovo, en plena Europa, hace apenas unos años se
masacró a población civil llegándose a hablar con toda tranquilidad de “bombardeos
humanitarios” (sic) en nombre de
los derechos humanos. O en su nombre, por ejemplo, se puede llamar a la “resolución
pacífica de conflictos” (un conflicto gremial, digamos) allí donde en
realidad no hay conflictos sino reivindicaciones legítimas.
El discurso de
los derechos humanos es universal; pero por ello mismo es tan amplio que da
lugar a todo. Es el Estado quien debe, en principio, garantizar su
cumplimiento. Pero si las políticas impuestas por la globalización del capital
van contra el Estado: ¿a quién se lo exigimos entonces? Si se toma al pie de la
letra lo que los derechos humanos nos confieren como facultades para la
población, y se exige en consecuencia –aunque no sepamos claramente a quién
exigirle–, si se los pone en práctica, por fuerza se abren confrontaciones: si
todos tenemos derechos a una vida digna, sin dudas alguien demasiado
“afortunado” en la distribución de las riquezas tendrá que renunciar a sus
derechos a la propiedad (pocas manos detentan el 50% de la riqueza total del
mundo); si todos tenemos derecho a la paz, hay que terminar con la industria
bélica y la hegemonía militarista estadounidense, que gasta 35,000 dólares por
segundo en aprovisionamientos para la guerra (¿alguien sabe cómo hacerlo?); si
todos tenemos derecho a un medio ambiente sano, ¿cómo cambiamos el modelo de
desarrollo insostenible en curso que inexorablemente nos lleva a una catástrofe
medioambiental global?, ¿a quién se le exige ese cambio?
Con todo esto, en
definitiva, queremos decir que en la forma en que se concibe todo el campo de
los derechos humanos existe el riesgo (insistamos: existe el riesgo, lo cual no
significa que ello pase siempre) de quedarse en un discurso vacío, sin
incidencia en la realidad. El epígrafe del presente texto lo dice de un modo
tragicómico: el socialismo científico de Marx y Engels nos dan la pista de cómo
es una sociedad y por dónde van las cosas para cambiarla. Los llamados derechos
humanos son una pátina prometedora, pero que se queda inexorablemente en la
promesa.
Mucho de las
agendas de la izquierda de hace un par décadas es asumido hoy como plataforma
de los grandes factores de poder, incluidos los derechos humanos. ¿No es, como
mínimo, llamativo este corrimiento? La izquierda global, definitivamente, hoy
está huérfana de propuesta. Eso no significa que el conflicto inmanente que
denuncia el socialismo (lucha de clases) esté resuelto: significa que la pícara
y oportunista derecha sabe muy bien qué hace, y le ha tapado la boca al
discurso de izquierda. Lo cual lleva a plantearse urgentemente y con necesidad
imperiosa por qué el campo popular y el ideario socialista están tan golpeados,
y cómo hacer para rehabilitarlos en su genuino y justo poder transformador.
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