El ámbito de las drogas ilegales tiene una muy singular
lógica propia: por un lado se automantiene y se autoperpetúa como negocio; por
otro se sostiene de fabulosas fuerzas económico-políticas que no pueden ni quieren
prescindir de él, en tanto coartada y ámbito que facilita el ejercicio del
poder.
Marcelo
Colussi / Para Con Nuestra América
Desde Ciudad de Guatemala
Los seres humanos siempre, en cualquier contexto
histórico, se pueden angustiar. Y siempre, a lo largo de la historia, han
buscado salidas a ese estado de sufrimiento. El uso de sustancias que permiten
alejarse/evadirse un poco de la crudeza de la realidad, es una constante. En
tal sentido, las sustancias psicoactivas (alcohol etílico, plantas alucinógenas,
etc.) no son nada nuevo. Pero hoy algo sucede con esas sustancias (ahora
producidas industrialmente con criterios mercadológicos) que pasaron a ser
dominadoras de la escena, transformándose en un verdadero problema de salud
pública a escala planetaria.
En la actualidad, la narcoactividad no es algo
marginal, del ámbito de lo esotérico, de la travesura a escondidas; por el
contrario, es una de las principales actividades humanas, moviendo cantidades
de dinero fabulosas, habiéndose convertido en un tema de debate nacional e
internacional, con implicancias políticas, e incluso militares.
Curiosamente, aunque se reconoce que la toxicomanía
es un poderoso factor de inestabilidad a nivel global, la magnitud del problema
en vez de ir aminorando, por el contrario, crece. El uso y abuso de narcóticos
es una de las pocas cosas que está expandida como problema (epidemiológico, por
tanto: psicológico, social, político, legal) por todos los estratos sociales,
golpeando con similar fuerza a niños de la calle y a multimillonarios, en
países pobres y en países ricos. Si esto verdaderamente constituye un problema
de salud pública, un problema con aristas políticas, si tanto preocupa a las
autoridades, ¿por qué no se ve una tendencia a la baja en la problemática? ¿Será
que hay grandes poderes que no desean que esto termine? Todo indica que sí.
Existen drogas legales que ayudan a mitigar ese
dolor, esa angustia de que hablábamos: el alcohol etílico en todas sus
modalidades, los psicofármacos (valga decir que el segundo medicamento más
vendido en el mundo son las benzodiacepinas, es decir: los ansiolíticos, los
tranquilizantes menores). Pero lo que hoy se conoce como drogas ilegales (desde marihuana hasta las
sustancias más fuertes y adictivas, las químicas, las más peligrosas como la sal de baño, etc.) es un complejísimo
entrecruzamiento de discursos y prácticas sociales de las más variadas; por lo
que admite diversos abordajes. Es, sin dudas -en eso todos coincidimos- una
herida abierta. La cuestión estriba en cómo y por dónde actuar: ¿prevención,
represión? ¿Se debe poner el acento en la oferta o en la demanda? ¿Dónde
actuar: en el consumidor final o en el campesino productor de la materia prima?
Vista la magnitud fabulosa del negocio de las drogas
ilícitas, se comienza a tener una dimensión distinta del problema, y no solo
moralista. Todo el circuito de los estupefacientes mueve unos 400 mil millones
de dólares anuales -uno de los negocios más redituables de las actividades
humanas, casi tanto como el de las armas o el del petróleo-. Obviamente eso es
más, mucho más que un problema sanitario. Sabemos que esa monumental cifra de
dinero se traduce en poder; y por tanto en influencia política, incluyendo en
ello corrupción y muerte. Las secuelas físicas y psicológicas del consumo de
tóxicos se articulan así con las consecuencias de esta faceta mercantil del
fenómeno, que pasó a ser un hecho de seguridad nacional de envergadura.
Ante todo ello, el camino más racional que se
presenta para atacar el problema es la legalización. La experiencia así lo deja
ver, porque la punición militar no consigue mayores resultados. Pero el hecho
de vetar el acceso legal a las sustancias psicoactivas, en vez de promover su
rechazo lo alienta (irrefutable verdad de la psicología humana: lo prohibido
atrae, fascina, es la fruta del pecado que
nos llama). Entonces surge la pregunta de por qué no se procede a su
legalización. Los poderes que se benefician de las drogas ilegales (enormes, de
peso global) no lo permiten.
Hoy día mucho se hace en torno al combate del
consumo de drogas ilícitas; pero llamativamente el consumo no baja. Ello huele
a sospechoso. No pareciera que a los factores de poder realmente les interesa
la desaparición de este flagelo. ¿Por qué no se despenaliza entonces el consumo?
Esto, sin dudas, traería aparejado el fin de innumerables penurias que se dan
en torno a este ámbito: bajaría la criminalidad, la violencia que acompaña a
cualquier actividad prohibida; incluso hasta podría bajar el volumen mismo de
consumo, al dejar de presentar el atractivo de lo vedado, de la fruta
inalcanzable. En los pocos lugares donde ello se ha hecho, refutando el
prejuicio moralista de que se dispararían las adicciones, sucedió exactamente
lo contrario: no bajó tanto el consumo, pero sí todos los problemas conexos
(violencia, transmisión de enfermedades sexuales, VIH, horas de trabajo y/o
estudio perdidas, delincuencia callejera). Es, sin duda, una medida positiva,
exitosa.
Ahora bien: contrariando las tendencias más
racionales y lo que nos debería indicar una planificación seria, estamos lejos
de ver una despenalización. Por el contrario, cada vez más crece el perfil de
lo punitivo: el combate al narcotráfico pasó a ser prioridad de las agendas
políticas de los Estados. Eso se anota hoy como uno de los grandes problemas de
la humanidad; y ahí están a la orden ejércitos completos para intervenir en su
contra. Los gastos bélicos ligados al combate contra las drogas ilegales van en
aumento, y ello no termina con el problema sanitario. (El Plan Colombia gastó
más de 10 mil millones de dólares en armas, y la producción y trasiego de
cocaína no terminaron).
Todo lo anterior permite abrir algunos curiosos
interrogantes. ¿No será que la anterior Guerra Fría se ha trocado ahora en
persecución a estos nuevos “demonios”? Definitivamente el interés de los
poderes hegemónicos, liderados por Washington, ha encontrado en este nuevo
campo de batalla un campo fértil para prolongar/readecuar su estrategia de
control universal, y para seguir manteniendo los fabulosos gastos del complejo
militar-industrial que vertebra la economía norteamericana. El supuesto combate
al narcotráfico, salvando las distancias, funciona como el combate al
terrorismo: es, en verdad, una estrategia de control militar de las
poblaciones, y un buen negocio para los fabricantes de armas.
El ámbito de las drogas ilegales tiene una muy
singular lógica propia: por un lado se automantiene y se autoperpetúa como
negocio; por otro se sostiene de fabulosas fuerzas económico-políticas que no
pueden ni quieren prescindir de él, en tanto coartada y ámbito que facilita el
ejercicio del poder. Al mismo tiempo existen dinámicas psicosociales
(consumismo, modas, valores de la sociedad competitiva y materialista, angustia
individual entronizada en forma exponencial por el neoliberalismo) que llevan a
enormes cantidades de personas, jóvenes fundamentalmente, a la búsqueda de
identidades y reafirmaciones personales a través del acceso a los tóxicos
prohibidos, lo cual se enlaza y articula con los factores anteriores. Es, en
otros términos, síntoma de los tiempos: el capitalismo hiperconsumista centrado
en la máquina y en el fetiche de la mercancía, que ha dejado de lado lo humano
en tanto tal, no puede dar otro resultado que un negocio sucio pero tolerado
-¿alentado?- que, bajo cierto control, sigue haciendo mover el aparato de la
sociedad. El costo: algunos sujetos quedan en el camino (solo 1% de quienes
prueban drogas ilegales se convierte en drogodependiente), pero eso no
desestabiliza tanto el orden instituido; y ahí están las comunidades de
rehabilitación para dar respuestas a esos casos puntuales.
Ante esta perspectiva las posibilidades reales de
cambiar la situación no se ven fáciles: sabiendo que a partir de las flaquezas
humanas muy probablemente se seguirán buscando evasivos, lo mejor será buscar
la despenalización de lo que hoy son drogas ilegales. Así, a muchos se les
terminará el negocio (no sólo a las bandas de narcotraficantes, sino a los
bancos lavadores, los fabricantes de armas, los partidos políticos que reciben
recursos de dudosa procedencia, incluso a honestos civiles que son empleados
legales de toda esta economía), pero no hay otra alternativa para solucionar un
problema que hoy ya es flagelo, y sigue creciendo. Definitivamente quemar sembradíos
en el Tercer Mundo o militarizar las sociedades no está solucionando mucho, ni
podrá solucionar.
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1 comentario:
La marihuana quizás se pueda legalizar, a ver como va la cosa. Sobre las otras más duras no lo tengo nada claro. Eso si, de legalizarlas tendría que ser una decisión internacional, de muchos países, no de unos pocos.
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