Como nunca, la pandemia ha desnudado nuestro secundario lugar en el mundo, el desamparo en el que vivimos, lo prescindibles que son nuestras vidas, más aún si se pertenece a esos estratos de la población que a muchos estorban porque pareciera que solo roban el oxígeno que otros se sienten con más derecho de respirar.
Rafael Cuevas Molina/Presidente AUNA-Costa
Para nosotros, los países de la periferia del sistema, el paraíso está lejos. Hay quienes lo pueden visitar ocasionalmente, y son bienvenidos siempre y cuando vayan a dejar sus divisas como turistas, es decir, como visitantes pasajeros, pero que no se les ocurra querer libar de sus mieles permanentemente (aunque sea de forma marginal y precaria) porque entonces se pone en funcionamiento todo el aparato defensivo que erige murallas que quieren ser infranqueables.
Como no lo podríamos haber imaginado hace poco más de un año, la cotidianeidad, con sus rutinas y placeres acostumbrados, se esfumó en poco menos de un año. Viajar, aunque fuera hacinado en un autobús, caminar por la calle o, ya no digamos, juntarse a departir con amigos o parientes se transformó en un anhelo cuya realización parece alejarse día a día.
La solución parecen ser las vacunas que van llegando a cuentagotas hasta nosotros, que se nos prometen para algún momento que vemos nebuloso en el futuro, siempre y cuando antes en Estados Unidos y Europa llenen todas sus necesidades y queden bien asegurados. El paraíso no puede quedar desguarnecido, la vida de sus habitantes parece valer más que las nuestras, la de los nadies, las de los descartables que solo valemos en la medida en que seamos utilizados como fuerza de trabajo para extraer los recursos naturales que necesita su industria, o como ávidos consumidores de sus productos manufacturados.
Como nunca, la pandemia ha desnudado nuestro secundario lugar en el mundo, el desamparo en el que vivimos, lo prescindibles que son nuestras vidas, más aún si se pertenece a esos estratos de la población que a muchos estorban porque pareciera que solo roban el oxígeno que otros se sienten con más derecho de respirar. Ha quedado claro que ser viejo en la periferia del sistema es estar en un círculo del infierno que Dante no imaginó.
La pandemia también ha dejado desnudas otras verdades: los escandalosos perritos falderos, que se llenan la boca con improperios contra quienes han escogido la vía de la autodeterminación, no pueden tapar el éxito que significa tener una vacuna propia que ni siquiera gigantes como Brasil, México o Argentina están en capacidad de producir. Atrás de toda la retórica están las verdades que el tiempo saca a la luz: brigadas médicas recorriendo el mundo solidariamente, vacunas producidas con manos propias para ser ofrecidas fraternalmente.
Son rincones que anuncian nuestro posible paraíso, que se construyen a pesar de los pesares, en medio del más terrible acecho, que no responden a los esquemas que propagandea la sociedad del consumo, que sobreviven precariamente, pero que se sustentan y apoyan en lo mejor de lo humano, en lo que la vorágine de lo superficial empaña y denigra. La vacuna, aquí, es encarnación de un futuro posible, apenas un destello que de pronto y fugazmente nos alumbra. Cada destello de esos lleva detrás un inmenso esfuerzo colectivo, tesonero, perseverante, humilde, callado, que en el momento en el que cristaliza evidencia que todo se está construyendo, levantando poco a poco aún contra viento y marea.
Ahí están los variados paraísos que nos ofrece la humanidad contemporánea, y cada uno tiene su portaestandarte que lo describen de pies a cabeza: los que permiten ver de lejos el bazar de las bagatelas pero sin tocar nada, y los que nos incluyen, que reclaman esfuerzo, perseverancia y lucidez, los que nos invitan al vino agrio que, algún día, no lo será más.
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