Con el nuevo milenio, el último imperio de Occidente, los Estados Unidos, da muestras inequívocas de que ha entrado en el círculo irreversible de su decadencia.
Arnoldo Mora Rodríguez / Para Con Nuestra América
Los efectos políticos de estos eventos son efectivamente irreversibles; ya que la política se asemeja al amor en una pareja, que se basa en la confianza. Contrario a la guerra que se funda en la fuerza bruta, la política se nutre del poder de la razón y la palabra; por ello, la confianza es la base del entendimiento, particularmente entre potencias que tradicionalmente se han considerados amigos más que aliados. En los casos mencionados, el enfriamiento en los lazos de amistad se dio, no sólo con los Estados Unidos, como nación individual, frente a los otros miembros de la OTAN al no poder detener la huida de Afganistán, sino que también en el acre conflicto con Francia, todos sus aliados de la Unión Europea de inmediato le dieron su apoyo mostrando con ello la poca, por no decir nula, confianza que les merece la política norteamericana.
Todo lo cual nos hace pensar que estamos ante el mayor y más trascendente cambio en la historia de la humanidad desde que Occidente accediera a la cúspide de la historia desde que en el siglo VI antes de nuestra era, la Liga de Atenas derrotara al último gran imperio de Oriente liderado, en este caso, por los persas. Con ello no quiero decir que Occidente como potencia cultural haya decaído; los valores culturales occidentales, en el más amplio sentido de la palabra, conservan todo su vigor y su vigencia, pero no así su hegemonía política, pues ya no posee el control de poder centralizado para regir los destinos de la humanidad; sus contradicciones internas, al volverse irreversibles, demuestran fehacientemente su grado de descomposición y decadencia. Lo cual ha traído como consecuencia, la consolidación del liderazgo en la escena mundial del eje Rusia-China, cuyos regímenes han surgido de las más importantes revoluciones político-sociales del siglo XX, inspiradas ambas en la ideología marxista-leninista; pero desempeñando una y otra roles diferentes: Rusia como máxima potencia militar, como lo demostró en Siria y China como potencia financiera como se hizo patente luego de la crisis de 2008 y se ha confirmado en el actual período de pandemia; la potencia asiática pronto dominará también en el ámbito de las tecnologías de punta, único espacio en donde, hasta el momento, Occidente domina, a pesar de que China, en las tecnologías de la comunicación, tan sensibles en sus implicaciones y aplicaciones en el ámbito de la política, da signos de haber adquirido un dominio incontenible.
Ahora bien, si partimos de la premisa de que lo que acaece en el presente sólo se entiende si indagamos sus antecedentes históricos, nos lleva a hurgar el pasado de la humanidad. En concreto, hay que remontar a las causas políticas que provocaron la expansión planetaria de Occidente, mediante el recurso a una estructura de poder centralizado que le dio el dominio imperial. El Estado como poder imperial es obra de Roma. Pero ese dominio imperial romano se centró en el ámbito geográfico del Mar Mediterráneo, si bien fue mucho más lejos, pues le permitió llegar en el Norte hasta Escocia, a las riberas del Danubio en el Este europeo y a Persia en el Este asiático; a pesar de ello, Roma, en lo substancial no pasó de ser un imperio regional que giraba en torno al Mar Mediterráneo.
La expansión del Occidente imperial se dio a partir de las Cruzadas (1089) teniendo como ideología una visión religiosa de raíces cristianas hegemonizada por el papado romano. Es con la mentalidad de Cruzadas que nace el primer imperio absolutamente planetario y que fuera hegemonizado por la corona de Castilla. La conquista de América constituye el inicio de la expansión imperial de Europa como centro de poder mundial, que dio como resultado “la acumulación primitiva de capital” al decir de Carlos Marx. Con ello se daba inicio a la hegemonía de una nueva clase social, la burguesía, que asumía el poder al derrotar, gracias a las revoluciones liberal-democráticas, al feudalismo representado en las monarquías absolutistas. Con ello se ponían las bases políticas para que en una nueva etapa histórica, se diera el surgimiento del capitalismo moderno basado en la revolución industrial. Pero las potencias industriales requerirán del resto del mundo, considerado como su periferia colonial, para explotar la mano de obra esclava y los recursos de las materias primas; para lograr lo cual, se requiere controlar un más amplio espacio geográfico que posibilite la expansión del comercio.
Ese espacio lo suministrará el Océano Atlántico, lo que acarreará la conquista colonial por parte de la corona inglesa de América del Norte en el siglo XVII y, al expandir su poderío imperial, de la India en el siglo XVIII. Consolidada la revolución industrial en los países de Europa Central, éstos se repartirán en el siglo XIX, como si fuera una torta de cumpleaños, el África Subsahariana y el Cercano Oriente; valga hacer notar que sólo el más longevo de los imperios, China, escapará al dominio imperial de Occidente. Pero Europa entra en crisis en el siglo XX, provocando la Ira. Guerra Mundial debido a las disputas en torno a la explotación de los recursos extraídos de las colonias. La gran derrotada y humillada de esa guerra fue la Alemania hegemonizada por la familia imperial de Prusia; lo cual provoca el colapso mayor de la cultura occidental: el nazifascismo, cuyo desenlace es la II Guerra Mundial. Una Europa desangrada y en ruinas pierde los últimos resabios de dominio mundial; en sus dos extremos geográficos surgen las nuevas potencias que se dividirán el mundo: en el Este la Unión Soviética y en Oeste los Estados Unidos, como último heredero del imperialismo occidental. Incapaz de mantener el ritmo de la revolución científico-tecnológica en la que se basa el poderío de Occidente, la Unión Soviética se hunde en 1990, dejando al imperio yanqui en solitario en el último decenio del siglo pasado. Pero con el nuevo milenio, el último imperio de Occidente, los Estados Unidos, da muestras inequívocas de que ha entrado en el círculo irreversible de su decadencia.
Lo que ahora sigue no es el surgimiento de un nuevo imperio sino el nacimiento de un nuevo sujeto, que escribirá los próximos capítulos de una historia esta vez sí de la humanidad entera, un ciudadano no occidental ni oriental, sino un ciudadano planetario, pues se enfrentará al desafío inédito de salvar la especie, amenazada de extinción total por el abuso del poder que ha logrado gracias a la moderna revolución científico-tecnológica. Estas amenazas de extinción se hacen patentes por tres causas: una política, cuya consecuencia sería la destrucción provocada por una guerra termonuclear, la otra por el desarrollo desenfrenado con fines lucro inmediato, que sería causada por la destrucción masiva de todos los recursos del planeta, especialmente de las especies vivientes y, finalmente, el surgimiento de nuevas y más mortíferas pandemias.
Hoy la humanidad debe construir una sociedad con conciencia planetaria si quiere sobrevivir, basada en el amor a la Madre Naturaleza y en la igualdad social y cultural de todos los pueblos. La decadencia del último imperio de Occidente, tema con el cual hemos dado inicio a estas reflexiones, no significan el fin de la humanidad siempre y cuando seamos capaces de forjar un nuevo sujeto histórico: el ciudadano planetario, que ha tomado conciencia de los límites del poder y es capaz de reconocer en el otro a un hermano y en la Naturaleza a su madre nutricia. De lo contrario, éste será el último siglo del homo sapiens. Ahora el primer paso es marchar hacia un mundo multipolar, cuyo poder radique en la configuración de bloques geopolíticos que dialogan a través de instituciones creadas para esos fines, pero cuyo fin sea hacer de las Naciones Unidas no sólo un foro de discusión y de entendimiento, sino también el núcleo de lo que deberá ser en un no largo plazo un poder centralizado que dirima los grandes desafíos de la humanidad como un todo. De esta manera, la política adquirirá su mejor y más noble sentido: será la capacidad del homo sapiens de poder convertir el futuro de un destino ciego en un ámbito de libertad creadora concebida como horizonte de posibilidades infinitas. En breve, hemos de concluir que la humanidad está ante la alternativa hamletiana del ser o no ser.
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