Hay un mundo subterráneo al que alimentamos sin querer, que nos lanza carnadas con anzuelos a cada momento, confites que nos endulzan la vida a cambio de que abramos las puertas de nuestra intimidad más íntima, la que, incluso, pueden no conocer nuestros congéneres más cercanos.
Rafael Cuevas Molina/Presidente AUNA-Costa Rica
Es una mera casualidad que haya encontrado esas notas justo en la semana en la que Facebook, WhattsApp e Instagram sufrieran un colapso que las sacó del espacio cibernético por varias horas, y causó un shock a millones de usuarios.
Vi entrevistas en la televisión en las que jóvenes de entre 15 y 30 años compartían con los televidentes su desconcierto, y mostraban con toda frescura e ingenuidad cómo se habían sentido perdidos en el mundo e, incluso, algunos habían tenido accesos de pánico.
Una experiencia asociada, aunque de un signo distinto, la tuve unas semanas antes. Deseando enviar unos libros de autoría colectiva a los coautores, pedí la dirección postal para enviarlos por correo, y me llevé la sorpresa que los más jóvenes, digamos gente menor de 40 años, no sabían cómo consignarla porque, seguramente, nunca en su vida la habían necesitado, y se han comunicado siempre por correo electrónico y el resto de artilugios que ofrece la red.
Las transformaciones que han traído las redes sociales y todos los artilugios cibernéticos a nuestras vidas han sido verdaderamente revolucionarios. Cuando pienso en la forma como, hace 40 años, escribí mi trabajo de graduación de la universidad, con visitas cotidianas a la biblioteca, largas sesiones de consulta y discusión con mis profesores en cubículos atiborrados de libros y documentos, y tecleando en una máquina de escribir Remington de los años 50 que despertaba a mi hija recién nacida, me doy cuenta que estamos a años luz, y que hemos trascurrido por ese camino sin que apenas nos hayamos dado cuenta, incorporando, como buenos seres humanos adaptables que somos, todas esas novedades para que, luego, nos parezca que no podemos vivir sin ellas cuando nos faltan.
Pero el problema es que quienes tienen el control de todo esto son enormes compañías privadas que, aunque los gobiernos intenten limitarlas, tienen, como cualquier empresa privada, al lucro como objetivo primordial. Se aprovechan de la dependencia que hemos desarrollado y nos engatusan para husmear en nuestro mundo privado y vender la información que nos sonsacan sin que apenas nos demos cuenta.
Hay un mundo subterráneo al que alimentamos sin querer, que nos lanza carnadas con anzuelos a cada momento, confites que nos endulzan la vida a cambio de que abramos las puertas de nuestra intimidad más íntima, la que, incluso, pueden no conocer nuestros congéneres más cercanos.
Vivimos en una época en la que ya nada sorprende o, mejor dicho, en la que la sorpresa ha pasado a ser un dato más de la vida cotidiana, en la que todo cambia vertiginosamente, y nos hemos acostumbrado a un mundo en el que en el ciberespacio ha cambiado toda nuestra vida. Ya quedaron en la prehistoria los años en que partir hacia un país lejano significaba perder la comunicación por años con amigos queridos, en el que una carta necesitaba 15 días para atravesar el océano, y una noticia urgente debía enviarse por un telegrama ahorrando palabras.
Este mundo, producto de la revolución científico tecnológica de las telecomunicaciones, nos ha cambiado a todos sin excepción, pero debemos saber administrarlo porque, así como puede ser un eficaz y maravilloso instrumento de conocimiento y comunicación, también puede ser herramienta de dominación y opresión.
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