La crisis nos enfrenta a la disyuntiva entre persistir en un modelo global de desarrollo desigual y combinado, o empezar a trabajar en la construcción de uno de desarrollo interdependiente y equitativo.
Guillermo Castro H. / Especial para CON NUESTRA AMERICA
Desde Ciudad de Panamá
En lo más visible, la crisis que aqueja al sistema mundial se expresa en la combinación de tres procesos distintos, íntimamente vinculados entre sí. En lo económico, el sobreconsumo de recursos; en lo social, el subconsumo de medios de vida y, en lo ambiental, el deterioro de la capacidad de la biosfera para garantizar tanto la sostenibilidad del crecimiento de la economía que conocemos, como la sustentabilidad del desarrollo que ese tipo de crecimiento estimula.
Esto singulariza el significado de esta crisis en este momento del desarrollo de ese sistema. En lo que hace a las interacciones entre sistemas naturales y sociales mediante el trabajo organizado de los humanos – esto es, en el plano ambiental – las crisis que afectaron a sistemas anteriores tuvieron un carácter esencialmente local, específico en cuanto al tipo de sociedades afectadas y gradual en su despliegue, y no dieron lugar a modificaciones sustantivas de la biosfera. Esta, sin embargo, tiene un carácter glocal, afecta a todas las sociedades del planeta, se despliega con una intensidad creciente, y está asociada a transformaciones en los sistemas naturales, sea por alteraciones en sus estructuras o por la contribución humana a la intensificación de los procesos inherentes a su funcionamiento, como ocurre en el caso del cambio climático.
En lo político, por otra parte, la crisis ha hecho ya inocultable la pérdida de capacidad del sistema internacional para la generación de consensos globales. Así, el tipo de consenso que ese sistema pudo generar en torno a la aspiración al desarrollo – entendido como crecimiento económico capaz de traducirse en bienestar social y participación política crecientes - entre las décadas de 1950 y1970 no pudo sobrevivir a las consecuencias ambientales que resultaron de ello, como se aprecia en lo que va de las esperanzas surgidas de la Conferencia Mundial del Ambiente realizada en Rio de Janeiro en 1992, al fracaso de la Conferencia de las Partes sobre Cambio Climático realizada en Copenhague en 2009, y en Cancún en 2010.
No cabe discutir aquí los logros de la civilización creada por el sistema mundial, del siglo XVI a nuestros días, en lo que hace al desarrollo de las fuerzas productivas, el crecimiento demográfico y la ampliación de las libertades y derechos para enormes contingentes de seres humanos. Esos logros, sin embargo, desembocan hoy en una situación en la que Immanuel Wallerstein, por ejemplo, destaca el alcance de tres factores que el sistema así forjado no puede ya encarar. Uno se relaciona con lo que llama el proceso de “desruralización del mundo”, que estimula el incremento del precio del trabajo; otra, con la ampliación de las demandas políticas y sociales de grandes masas de población crecientemente urbanizadas, mejor educadas y más informadas, que deben ser atendidas mediante incrementos en los ingresos estatales, y el tercero se expresa en un deterioro ambiental que incrementa sin cesar los costos de la producción de recursos, la disposición de desechos, y la ampliación y mantenimiento de las infraestructuras que demanda el crecimiento sostenido.
Esta combinación de situaciones acentúa la tendencia a potenciar las ventajas competitivas de las regiones más prósperas del sistema mediante el aprovechamiento extensivo de las ventajas comparativas de las más atrasadas. Esto genera una distribución desigual de los costos y los beneficios del desarrollo así organizado, que da lugar a una concentración creciente de la industria y las poblaciones urbanas, y a la transformación de cantidades cada vez mayores de desechos en contaminación peligrosa, que tiende a concentrarse en áreas y regiones pobres, en las que acelera la degradación ambiental. Así, la huella ecológica global expresa las consecuencias ambientales del desarrollo desigual y combinado inherente al sistema mundial.
Ante la situación descrita, la crisis nos enfrenta a la disyuntiva entre persistir en un modelo global de desarrollo desigual y combinado, o empezar a trabajar en la construcción de uno de desarrollo interdependiente y equitativo. El programa mínimo de esta segunda opción incluye iniciativas como el fomento de la riqueza natural mediante el fomento de las capacidades sociales para aprovecharla, de un modo que permita alcanzar dos objetivos que no tienen cabida en el sistema mundial vigente: pasar de la explotación extensiva de ventajas comparativas espurias al fomento de ventajas competitivas virtuosas, y garantizar el interés general mediante el control social de la gestión pública.
Se trata, en suma, de escoger entre un mundo mejor, de desarrollo sustentado en relaciones más armónicas de los seres humanos entre sí y con su entorno natural, y otro cada vez peor, de crecimiento sostenido por la acentuación de desigualdades y conflictos de los seres humanos entre sí y con su entorno natural. El problema medular, aquí, consiste en que sólo llegaremos a un ambiente distinto a través de la creación de una sociedad diferente. Esto ya está ocurriendo cada día ante nuestros ojos y, a menudo, con nuestra participación. Lo que realmente importa es que el ambiente que resulte de ello puede ser mucho mejor o mucho peor que el que está en crisis hoy. Entender esto, asumirlo y ejercerlo, es el principal desafío cultural y moral que nos plantea la crisis de civilización en la que ya estamos inmersos.
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