Monseñor Romero es un mártir, no sólo del pueblo salvadoreño, sino del pueblo latinoamericano, de sus resistencias, luchas y esperanzas.
“Sabemos que el Evangelio es hiriente, pero nos lo hemos acomodado”. Luis Espinal.
Abner Barrera Rivera / AUNA-Costa Rica
El 24 de marzo de 1980 fue asesinado el arzobispo Oscar A. Romero, en el momento de oficiar una misa en la capilla del hospital de La Divina Providencia en la colonia Miramonte de San Salvador. Romero fue asesinado porque a diferencia de la iglesia católica oficial, decidió defender los derechos humanos del pueblo salvadoreño.
En los años siguientes, sectores responsables y cómplices de su asesinato (la ultraderecha conformada por civiles y militares, el partido ARENA e importantes sectores conservadores de la Iglesia) hicieron todo lo posible para que su memoria fuera olvidada, pero no lo lograron. Por el contrario otros sectores eclesiales se movilizaron para seguir el proceso de solicitud de canonización de Romero. Si esa solicitud se hiciera realidad, entonces estaríamos asistiendo a un caso sui géneris en la oficialidad de la Iglesia.
Pero la posible aceptación de la canonización de Romero puede interpretarse también como una forma de querer desdibujar su compromiso ético con los obreros, los campesinos y el pueblo oprimido de El Salvador. Romero opuso resistencia contra la Junta de Gobierno, por los hechos violentos como los asesinatos ejecutados por escuadrones de la muerte y la desaparición forzada de personas, cometida por los cuerpos de seguridad.
El intento por quitarle a Romero el compromiso que asumió con el pueblo oprimido y ultrajado lo vemos en las conclusiones del estudio realizado por la Santa Sede en el 2005 a la solicitud para su canonización, que dice: “Romero no era un obispo revolucionario, sino un hombre de la Iglesia, del Evangelio y de los pobres”. Así el Vaticano aceptó seguir con el proceso. Recuérdese que fue la Congregación para la Doctrina de la Fe, dirigida entonces, por Joseph Ratzinger, la encargada de analizar los escritos y homilías de monseñor Romero. Ratzinger, defensor del conservadorismo católico, caracterizado por criticar y combatir iniciativas como el sacerdocio femenino, los derechos civiles de los homosexuales y la Teología de la Liberación, no podía dejar de dar su “aporte” en el caso de Romero
Reducir a Romero a “un hombre de la Iglesia” es desfigurar su verdadera imagen, es invisibilizar su compromiso con la defensa de los derechos humanos y es negar su clara participación en la política salvadoreña, cuando denunció las atrocidades cometidas por las fuerzas de seguridad contra la población civil. En sus homilías, monseñor Romero nunca dejó de manifestar su solidaridad hacia las víctimas de la violencia política y denunciar las violaciones a manos de las autoridades de turno.
Ya hubiera querido Ratzinger que Romero fuera un sacerdote más, de aquellos que abundan enclaustrados en sus templos, distrayendo las necesidades reales de la gente con falsas promesas.
Las denuncias de Monseñor Romero no dejan dudas de lado de quién estuvo él y, que su participación fue decididamente política. Algunas de ellas son: "La violencia, el asesinato, la tortura, donde se quedan tantos muertos, el machetear y tirar al mar, el botar gente: esto es el imperio del infierno" (1 de julio, 1979). "Éste es el gran mal de El Salvador: la riqueza, la propiedad privada, como un absoluto intocable. ¡Y ay del que toque ese alambre de alta tensión! Se quema" (2 de agosto, 1979). "Se sigue masacrando al sector organizado del pueblo sólo por el hecho de salir ordenadamente a la calle" (27 de enero, 1980).
Ratzinger, hoy en el trono papal, puede decir todo lo que se le ocurra para desvirtuar la imagen de Monseñor, pero el pueblo latinoamericano sabe realmente quién fue él y por qué fue asesinado. Romero es un mártir, no sólo del pueblo salvadoreño, sino del pueblo latinoamericano, de sus resistencias, luchas y esperanzas.
Y como si la actitud de la derecha religiosa contra San Romero de América no fuera suficiente, el pasado 22 de marzo, la derecha política representada en Barack Obama también se hizo presente; cínicamente encendió una vela en la tumba de Oscar A. Romero en San Salvador.
¿Acaso no sabe Obama que el imperio que él representa ahora, a través de la extrema derecha salvadoreña y la CIA fueron los principales responsables del asesinato de Monseñor? ¿Acaso ignora el Premio Nobel de la Paz que en los años ochenta, cuando había guerra en El Salvador, Estados Unidos financió al ejército nacional y avaló desapariciones, asesinatos y torturas? ¿No sabe Obama que la ola de asesinatos en contra del pueblo, los dirigentes sociales y los militantes de izquierda en el país fue apoyada desde los Estados Unidos?
Para los pueblos latinoamericanos Óscar Arnulfo Romero es un ícono de la libertad y de la defensa de los derechos humanos, por eso, la actitud de Obama de encender una vela en su tumba es una forma de ensombrecer su memoria.
En una ocasión el obispo Pedro Casaldáliga dijo que “un pueblo que olvida a sus mártires no merece la pena vivir”. Mártires como Romero hay muchos en América Latina y la memoria de ellos alimenta la resistencia y las esperanzas de nuestros pueblos. Se han cumplido treinta y un años del crimen contra Romero, pero los que lo mataron nunca entendieron que lo asesinaron para dejarlo siempre vivo entre su pueblo.
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