Las experiencias
europeas contrastan con las latinoamericanas. La crisis económica sólo empujó
un reforzamiento del recetario de Washington. Acotar cada vez más el espacio del juego político para que no se produzcan desbordes del modelo.
Paula Biglieri / Tiempo Argentino
Manifestantes en la Puerta del Sol, de Madrid, durante la huelga del pasado 29 de marzo. |
La hegemonía del
Consenso de Washington impuso mundialmente dos principios a seguir: economía de
mercado y democracia liberal; que fueron acatados como verdades incuestionables
por todo aquel que apreciara ser considerado como parte de la modernidad
occidental globalizada. Frente a la caída del Muro de Berlín y el concomitante
desmoronamiento del bloque soviético, el triunfo del capitalismo se presentaba
como evidencia incontrastable de lo que era un modelo que funcionaba de manera
racional dentro del orden de las posibilidades dadas. Mientras que la
irracionalidad y la fantasía de una utopía imposible de alcanzar quedaba del
lado del fracaso comunista. Así, quedaba sellada la alianza entre el
neoliberalismo y la democracia representativa, en donde la economía adquirió
absoluta primacía por sobre la política. Es decir, se privilegiaba al mercado
en tanto que se lo consideró un espacio organizado por una serie de reglas
probadamente fundamentadas. Mientras que la política –en tanto espacio siempre
generador de excesos– quedaba relegada a un ámbito de acción limitado de manera
tal que no fuera fuente de demandas e intentos de aplicación de políticas
absurdas que distorsionara el funcionamiento adecuadamente racional del
mercado.
Así, en el plano
económico se dictó disciplina presupuestaria, liberalización financiera y
comercial, apertura a la entrada de inversiones extranjeras directas,
privatizaciones, desregulaciones, garantía de los derechos de propiedad,
etcétera. En el plano político se estableció que la democracia liberal es
solamente un marco de procedimientos para la elección de gobernantes y una
serie de instituciones que limitan, constituyen y hacen efectivo el juego
político, mientras que la creciente complejidad de la economía impone la
necesidad de una tecnocracia, es decir, el gobierno de los expertos con saberes
científicamente garantizados por prestigiosas universidades del primer mundo.
De más está decir que ningún conato de participación directa era bienvenido. En
este sentido es que la aplicación del recetario de Washington a escala mundial
ha traído dos tipos de consecuencias. Una ligada a los supuestos económicos y
otra a los políticos. Respecto del primer tipo, sobradamente conocemos lo que
el neoliberalismo nos dejó: concentración de la economía en manos de unos
pocos, especulación financiera, altas tasas de de-sempleo, empobrecimiento
general de la ciudadanía, ajuste de salarios, jubilaciones y pensiones, recorte
de derechos laborales y sociales, etcétera. Al día de hoy podemos decir que son
una constante a lo largo y ancho del globo, en donde la hegemonía neoliberal
logró imponerse. Respecto del segundo tipo, las consecuencias políticas no han
resultado homogéneas. Por el contrario, frente a la crisis extendida del
neoliberalismo, dos grandes variantes –que además pueden ubicarse
geográficamente– parecen haber surgido como respuestas: por un lado, las
experiencias latinoamericanas y, por otro, las experiencias europeas.
Las experiencias
latinoamericanas han estado signadas por el surgimiento de gobiernos populares
cuyo rasgo fundamental ha sido el retorno de la primacía de la política y se
anclaron en el principio de que en la democracia sólo la participación popular
es fuente legítima desde donde y hacia donde deben emanar las políticas
públicas. Así fue que la figura del pueblo volvió a ocupar el centro de la
escena política y es este el que debe tener el control de la cosa pública. El
ejercicio de la soberanía popular fue lo que permitió romper el corset de la
“objetividad” del Consenso de Washington. Vox populi, vox dei, los plebeyos
desplazaron a los expertos. Este es el espíritu presente, por ejemplo, en la
reformas constitucionales de Ecuador y Bolivia y la estatización de los
hidrocarburos y referéndum, en las expropiaciones y plebiscitos de Venezuela,
en la sanción de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, la
estatización del sistema de las AFJP y la reforma de la carta del Banco Central
en la Argentina, etcétera.
Las experiencias
europeas contrastan con las latinoamericanas. La crisis económica sólo empujó
un reforzamiento del recetario de Washington en el plano político. Acotar cada
vez más el espacio del juego político para que no se produzcan desbordes del
modelo. Delegar cada vez más las decisiones en expertos para que apliquen
medidas “racionales y hagan lo que objetivamente se debe hacer”, no vaya a
suceder que algún político ose responder a alguna demanda “alocada” imposible
de absorber dentro de este esquema. El ejemplo aquí es el griego Papandreu,
quien se atrevió a llamar a un plebiscito para consultar a la ciudadanía
respecto de las políticas de ajuste y no sólo terminó dando marcha atrás con la
medida sino que renunció como primer ministro. No es casual que lo haya
sucedido el experto Papademos (ex vicepresidente del Banco Europeo). También
vale de ejemplo el caso del experto primer ministro Monti de Italia (entre
otras cosas ex asesor de Goldman Sachs). Salirse del modelo establecido resulta
entonces irracional. Pero la única forma de mantenerlo es reduciendo los cotos
de soberanía. Y aquí va el ejemplo de la renuncia a la soberanía monetaria por
parte de los Estados a favor del Banco Europeo. En este contexto de imposible
salida quizás deberíamos comenzar a considerar la hipótesis que Europa ha
entrado en una posdemocracia. ¿En dónde ha quedado el ejercicio de la soberanía
popular en Europa? Los inventores de la democracia parecen ahora estar
ahogándola.
Finalmente cabe
preguntarse: ¿por qué unos han tomado un camino y otros, otro? La respuesta la
podemos encontrar en que en Latinoamérica el descontento generalizado ante la
crisis económica desató una extensión horizontal de demandas que pudieron ser
canalizadas verticalmente en una articulación política. La referencia es el
caso argentino con la crisis de 2001 (extensión horizontal de demandas) y la
llegada de Kirchner a la presidencia (absorción vertical de esas demandas por
la política). En contraste, lo acontecido hasta el momento en Europa ha sido la
proliferación de demandas de manera horizontal sin ninguna articulación
política que les dé una respuesta. Más aun, el problema de los indignados es su
postura antipolítica, su rechazo a disputarle el poder a la hegemonía
instalada. Así las cosas es que hoy en Latinoamérica podemos hablar de
gobiernos populares y en Europa de posdemocracia. Veremos cómo continúa la
historia.
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