La actual crisis de la
OEA, el fracaso de su reciente asamblea en Bolivia y sus limitaciones para actuar realmente por la democracia y no solo para
los intereses hegemónicos, dan cuenta también de la construcción de un nuevo
equilibrio de fuerzas, de nuevas realidades que se van perfilando en nuestra América.
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica
Evo Morales y Rafael Correa criticaron el sistema interamericano en la Asamblea de la OEA. |
Creada en la Novena
Conferencia Internacional Americana de 1948, en una Bogotá que sufría las
convulsiones sociales del asesinato del líder liberal Jorge Eliécer Gaitán y la
sangrienta represión del movimiento popular –el Bogotazo-, al que se acusó de participar en una conspiración del
comunismo internacional, la Organización de Estados Americanos (OEA) nació hace
64 años “manchada con la sangre del
pueblo colombiano”[1],
como sostiene el politólogo y filósofo cubano Luis Suárez Salazar. “La OEA –escribió el historiador mexicano Pablo González Casanova- se fundó haciendo detonar una crisis
social para disponer de las pruebas artificiales de una “guerra justa”. El
imperialismo aportó las “pruebas” atizando el fuego del motín popular, e
interpretó su significado. (…) en el continente se apretaron las tenazas del
poder imperial”[2].
Durante más de seis décadas desde su fundación, la sangre de muchos otros pueblos de nuestra América
también fue derramada al amparo de las acciones y omisiones de esta
organización, surgida de las entrañas del panamericanismo y del anticomunismo
de aquellos terribles años. Muy pronto, la OEA se convirtió en la instancia
visible utilizada por los imperialistas y sus aliados para legitimar lo que,
por impresentable y perverso, debía mantenerse en lo invisible.
Esto es lo que resulta
más difícil de comprender en las posiciones de unos pocos gobiernos, de las
élites político-económicas y los intelectuales latinoamericanos que todavía hoy
se aferran a la precaria existencia de la OEA como espacio de encuentro y
arbitraje de las relaciones interamericanas: niegan en forma deliberada –porque
no pueden alegar desconocimiento- el origen turbio de este organismo, la
naturaleza de las fuerzas políticas que impulsaron su creación y que, desde el
principio, la ungieron como intrumento articulador de la dominación estadounidense
en América Latina por medio de pactos militares (el TIAR) y declaraciones
maniqueas que resolvían la cuestión del bien y el mal en la tierra (como la
Declaración de Punta del Este, que expulsó a Cuba del foro continental en
1962).
Esa confluencia de
intereses espurios explican por qué los que podrían considerarse los principales
aportes de la OEA, a saber, el desarrollo del llamado sistema de derecho
interamericano y su correspondiente doctrina y jurisprudencia, en la práctica,
se convirtieron en una contradicción insalvable: ninguno de los instrumentos
del derecho interamericano, ni siquiera su estandarte, la Convención Americana
de Derechos Humanos (el Pacto de San José de 1969), se aplicó nunca ni se podrá
aplicar para juzgar y protegerse de las atrocidades cometidas por los Estados
Unidos: el único de los miembros de la organización que invadió, conspiró,
asesinó y bloqueó a gobiernos elegidos democráticamente en nuestra América, y
que todavía hoy, en el siglo XXI, no renuncia al ejercicio de tales prácticas
para imponer su hegemonía por la fuerza.
De ahí que la idea de que
un organismo, que se pretende serio, tolere semejante anacronismo, disfrazado
de un discurso falaz de defensa de la democracia, y legitime así la desigualdad
de derechos entre los Estados miembros como si se tratase de algo “natural”,
simplemente resulta inaceptable en estos tiempos; especialmente ahora, cuando
el consenso nuestroamericano de
pueblos y gobiernos –el consenso sin Washington- ha conquistado importantes
cuotas de soberanía y autodeterminación, que se expresan en los nuevos espacios
de integración y unidad regional como ALBA, UNASUR y CELAC.
Precisamente por esto,
la 42 Asamblea General de la OEA, celebrada hace pocos días en Cochabamba,
Bolivia, sumó un nuevo fracaso a la historia reciente de la organización, que
terminó esta cita agobiada por su crisis de legitimidad, por la dificultad de
alcanzar acuerdos sobre las reformas que proponen varios países, por su cada
vez menor capacidad de maniobra para gestionar los conflictos bilaterales y, en
definitiva, por el debilitamiento del sistema de alianzas entre las élites
regionales y el gobierno de los Estados Unidos que, hasta hace poco, era la
fuente de su poder político.
Más importante aún es
el hecho de que la actual crisis de la OEA, y sus limitaciones para actuar
realmente por la democracia, y no solo para los intereses hegemónicos, dan cuenta también de la construcción de un nuevo equilibrio de fuerzas, de nuevas
realidades que se van perfilando en nuestra América. No es un lugar común: vivimos un cambio de época, una etapa de
nuestra historia regional en la que van quedando atrás décadas de sumisión y
humillación de los pueblos y gobiernos latinoamericanos que no se plegaron al
dictum imperial. Es un camino largo, con peligros y sobresaltos, pero cada vez
más cierto, que se van abriendo en la
espesura de los tiempos.
NOTAS
[1] Suárez Salazar, Luis y
García Lorenzo, Tania (2008). Las
relaciones interamericanas: continuidades y cambios. - 1a ed. - Buenos
Aires : Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales - CLACSO (Campus virtual
de CLACSO). Pág. 91.
[2] González Casanova,
Pablo (1991). Imperialismo y liberación.
Una introducción a la historia contemporánea de América Latina. - 9a ed. –
México DF: Siglo XXI Editores. Pág. 205.
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