La cuestión no está en
tener que optar entre la política de lo posible y la política de lo imposible.
Está en saber estar siempre a la izquierda de lo posible.
Boaventura de Sousa Santos / Página/12
Históricamente, las izquierdas se dividían a
partir de los modelos de socialismo y las vías para realizarlos. Al no estar el
socialismo, por ahora, en la agenda política –incluso en América Latina pierde
aliento la discusión del “socialismo del siglo XXI”–, las izquierdas parecen
dividirse a partir de los modelos de capitalismo. A primera vista, esta
división tiene poco sentido pues, por un lado, en la actualidad hay un modelo
global del capitalismo, de lejos hegemónico, dominado por la lógica del capital
financiero, basado en la búsqueda del máximo lucro en el menor tiempo posible,
cualesquiera sean los costos sociales o el grado de destrucción de la
naturaleza. Por otro lado, la disputa por los modelos de capitalismo debería
ser más una disputa entre las derechas que entre las izquierdas. Pero no es
así. A pesar de su globalidad, el modelo de capitalismo ahora dominante asume
características distintas en diferentes países y regiones y las izquierdas
tienen un interés vital en debatirlas, no sólo porque están en cuestión las
condiciones de vida, aquí y ahora, de las clases populares, que son el soporte
político de las izquierdas, sino también porque la lucha por horizontes
poscapitalistas –a los que algunas izquierdas todavía no renunciaron– depende
mucho del capitalismo real del que se parta.
Como el capitalismo es global, el análisis de
los diferentes contextos debe tener en cuenta que, a pesar de sus diferencias,
son parte del mismo texto. Siendo así, es perturbadora la actual disyunción
entre las izquierdas europeas y las izquierdas de otros continentes, sobre todo
las izquierdas latinoamericanas. Mientras las izquierdas europeas parecen estar
de acuerdo en que el crecimiento es la solución para los males de Europa, las
izquierdas latinoamericanas están profundamente divididas respecto del
crecimiento y el modelo de desarrollo sobre el que se asienta. Veamos el
contraste. Las izquierdas europeas parecen haber descubierto que la apuesta por
el crecimiento económico es lo que las distingue de las derechas, que apuestan
por la consolidación presupuestaria y la austeridad. El crecimiento significa
empleo y éste, una mejora en las condiciones de vida de las mayorías. Sin
embargo, no problematizarlo implica la idea de que cualquier crecimiento es
bueno. Y eso es un pensamiento suicida para las izquierdas. Por un lado, las
derechas lo aceptan fácilmente (como ya lo están aceptando, porque están
convencidas de que será el crecimiento que ellas proponen el que prevalezca).
Por otro lado, significa un retroceso histórico grave en relación con los
avances en las luchas ecológicas de las últimas décadas, en los que algunas
izquierdas tuvieron un rol determinante. O sea, se omite que el modelo de
crecimiento dominante es insostenible. En pleno período preparatorio de la
Conferencia de la ONU Río+20 no se habla de sustentabilidad, no se cuestiona el
concepto de economía verde, aun cuando más allá del color de los dólares sea
difícil imaginar un capitalismo verde.
En contraste, en América Latina las izquierdas
están polarizadas como nunca con respecto al modelo de crecimiento y
desarrollo. La voracidad de China, el consumo digital sediento de metales raros
y la especulación financiera sobre la tierra, las materias primas y los bienes
alimentarios están provocando una carrera sin precedentes por los recursos
naturales: la exploración y explotación megaminera a cielo abierto, la
exploración petrolífera y la expansión de la frontera agrícola por el
agronegocio. El crecimiento económico que propicia esta carrera choca con el
aumento exponencial de la deuda socioambiental: la apropiación y la
contaminación del agua, la expulsión de muchos miles de campesinos pobres y de
pueblos indígenas de sus tierras ancestrales, la deforestación, la destrucción
de la biodiversidad, la ruina de los modos de vida y las economías que hasta
ahora garantizaron la sustentabilidad. Frente a esta contradicción, una parte
de las izquierdas –que están en la coalición gobernante en varios países– apoya
la oportunidad extractivista, ya que los ingresos que genera se canalizan a
reducir la pobreza y construir infraestructura. Otra parte –que de un modo más
o menos radical se opone las coaliciones gobernantes– ve al nuevo extractivismo
como la fase más reciente de la condena colonial de América latina a ser
exportadora de naturaleza para los centros imperiales que están saqueando
inmensas riquezas y destruyendo los modos de vida y las culturas de los
pueblos. La confrontación es tan intensa que pone en cuestión la estabilidad
política de países como Bolivia o Ecuador.
El contraste entre las izquierdas europeas y
latinoamericanas reside en que sólo las primeras suscribieron
incondicionalmente el “pacto colonial”, según el cual los avances del
capitalismo valen por sí, aunque hayan sido (y continúen siendo) obtenidos a
costa de la opresión colonial de los pueblos no europeos. Nada nuevo en el
frente occidental mientras sea posible la exportación de la miseria humana y la
destrucción de la naturaleza.
Para superar este contraste e iniciar la
construcción de alianzas transcontinentales son necesarias dos condiciones. Las
izquierdas europeas deberían poner en cuestión el consenso del crecimiento, que
o es falso o significa una complicidad repugnante con una injusticia histórica
demasiado larga. Deberían discutir el tema de la insustentabilidad, cuestionar
el mito del crecimiento infinito y la idea de la inagotable disponibilidad de
la naturaleza sobre la que se asienta, asumir que los crecientes costos
socioambientales del capitalismo no se pueden superar con imaginarias economías
verdes, defender que la prosperidad y la felicidad de la sociedad dependen
menos del crecimiento que de la justicia social y la racionalidad ambiental,
tener el coraje de afirmar que la lucha por la reducción de la pobreza es una
burla para encubrir la lucha que no se quiere librar contra la concentración de
la riqueza.
A su vez, las izquierdas latinoamericanas
deberían discutir las antinomias entre el corto y el largo plazo, tener en
mente que el futuro de las rentas diferenciales generadas actualmente por la
explotación de los recursos naturales está en manos de unas pocas empresas
multinacionales y que, al final de este ciclo extractivista, los países pueden
ser más pobres y dependientes que nunca, reconocer que el nacionalismo
extractivista garantiza al Estado ingresos que pueden tener una importante
utilidad social si, en parte por lo menos, son utilizados para financiar una
política de transición, que debe comenzar desde ya, desde el extractivismo
depredador hacia una economía plural en la que esas actividades extractivas
sólo serán útiles en la medida en que sean indispensables.
Las condiciones para desarrollar políticas de
convergencia global son exigentes, pero no inviables, y apuntan a opciones que
no deben ser descartadas bajo el pretexto de ser políticas de lo imposible. La
cuestión no está en tener que optar entre la política de lo posible y la
política de lo imposible. Está en saber estar siempre a la izquierda de lo
posible.
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