El
siglo XXI augura una crisis en tanto la racionalidad occidental se resista a
perder el poder que ostenta desde hace dos milenios y medio, a favor de otros
pensamientos que impondrán nuevos comportamientos y verdades que delinearán la
acción de los ciudadanos, los pueblos y los países, y que por tanto provocarán
indudables transformaciones en las relaciones internacionales.
Sergio
Rodríguez Gelfenstein / Especial para Con Nuestra América
Desde Caracas, Venezuela
Insertos
en la globalización y en las transformaciones que de ella se derivan, nos
resulta muy difícil darnos cuenta que nos hallamos inmersos simultáneamente en
tres procesos que organizan y estructuran el comportamiento de los países y de
los pueblos al comenzar el siglo XXI.
Son
ellos, el fin del mundo unipolar, la mutación del orden westfaliano que dio
origen a los estados nacionales y la crisis de la “idea de mundo” que generó el occidente judeo-cristiano para
imponérselo al resto de la humanidad y que lo colocó como “centro” del planeta.
Es lo que algunos han llamado el fin de la modernidad y el inicio de la
post-modernidad. Trataremos de explicar
cada uno de ellos.
Como
ha sido siempre, el sistema internacional responde a los intereses de poder de
las potencias. Hoy, la globalización se concibe como un sistema de reglas mediante el cual los países poderosos
protegen sus esferas de influencia y limitan las de los demás. Eso incluye los
mercados, el tránsito de personas, la propiedad intelectual, el comercio y la
inversión. Desde el punto de vista político la estructura organizacional del
mundo debería responder a eso. El problema es que, por un lado el peso del
poder económico es infinitamente mayor que el del poder político por lo cual el
papel de los Estados en la regulación del funcionamiento internacional está
subordinado al de las empresas transnacionales y de los grandes capitales
financieros. Muchos dirán que eso siempre ha sido así, y están en la razón. La
diferencia es que hoy, los entes económicos son actores internacionales que
inciden de manera determinante en la toma de decisiones en la esfera mundial.
Por otro lado el instrumento creado para ordenar el funcionamiento
internacional, la Organización de las Naciones Unidas tiene una estructura
obsoleta que responde a la realidad del fin de la 2da. Guerra Mundial y no a la
actual. La crisis económica y financiera mundial ha debilitado la capacidad de
Estados Unidos de sostener la unipolaridad y el mundo comienza a buscar
alternativas. Sin embargo, el sistema
internacional no ha tomado nota de esta situación toda vez que el Consejo de
Seguridad, verdadero espacio de toma de las decisiones estratégicas sigue
organizado como si el mundo bipolar que le dio origen estuviera presente.
Mientras esa situación no se normalice,
la crisis seguirá rondando porque un instrumento del mundo bipolar no puede
conducir las acciones del sistema que hoy existe, mucho menos el del futuro que
tiende a la desaparición de la unipolaridad
En
otro orden, el sistema internacional como
lo concebimos en la actualidad sigue siendo estructuralmente estado
céntrico. Así ha sido desde que se empezaron a configurar los estados-nación en
el siglo XV. Todavía durante el siglo pasado, la creación de la Sociedad de
Naciones primero, y de la ONU después respondió a esa realidad. La primera
aunque se llamó de “naciones” en realidad fue una organización de estados
centrales, y la segunda tuvo su origen en 1945 fundada por 51 representaciones
estatales. El inconveniente ha surgido cuando el espacio internacional se ha
ensanchado a partir de la creación del sistema de Naciones Unidas incluyendo
sus agencias, el cual responde a una lógica supra estatal que aún hoy, no
termina de engranar con el funcionamiento de los Estados. Posteriormente han
engrosado la esfera de lo internacional, organizaciones no gubernamentales,
empresas transnacionales, gobiernos locales, fundaciones e instituciones
humanitarias, organizaciones populares y sociales u otras que se han creado
para luchar por determinado tema como el ambiente, la igualdad de género, contra
el racismo, el reconocimiento a las minorías, por mencionar sólo algunas. La
complicación es que el mundo sigue sin que, -desde el punto de vista
organizacional- las decisiones
consideren la opinión de estos nuevos actores que tienen una presencia
creciente en la representación de los ciudadanos, por el contrario se ha
profundizado el monopolio de los Estados como si aún fueran los únicos protagonistas en el siglo XXI. Esto configura
una situación anti democrática que no tiene viabilidad en el mediano y largo
plazo.
Finalmente,
el mundo se ha estructurado a través de
un centro político que siempre estuvo en Europa, aunque en el siglo XX se haya
desplazado hacia Washington y Moscú. Sin embargo, siguió prevaleciendo el
Occidente de las potencias como el que
establecía y promovía los patrones de comportamiento, y los valores que
deberían imperar en el mundo. Esto ha sido así en un proceso aún más antiguo.
Se inició desde que Grecia y Roma fijaran las pautas unos 5 siglos antes de
nuestra era, es decir, hace alrededor de 2500 años. Sin embargo, el siglo XXI
visualiza la idea de que las potencias dominantes serán China e India y que el
mundo musulmán, además de América Latina y el Caribe tendrán un papel
importante en el futuro.
Esto
nos lleva a una discusión que ha tenido gran realce en lo cultural y artístico,
también en lo filosófico, pero no en el ámbito
de las relaciones internacionales. La modernidad se presentó en su
momento como un proceso emancipador de la sociedad con sus implicaciones en lo
político, en lo social, lo ideológico y lo económico. Posiciones antagónicas
como la liberal burguesa y la marxista coincidieron en este análisis. Este
asunto se sustentaba en la preeminencia de la “razón ilustrada”, es decir de la
racionalidad que establecía la libertad y la igualdad por encima de la
opresión. Así, se estructuró el mundo moderno y así se organizaron las
relaciones internacionales. La razón que predominó fue la de las potencias
vencedoras, ello permitió transformarla en razón universal que establecía lo
correcto y lo incorrecto, lo bueno y lo malo.
Todavía
hace muy poco, en el año 2001 el presidente de Estados Unidos expresó que había
un imperio del mal y que para luchar contra él la disyuntiva era estar “con
nosotros o con el terrorismo” asumiéndose ese país como el “bien”. De esta
manera se le impuso al mundo una escala de valores que partía de una razón
única que niega la posibilidad de que existan otras racionalidades en países
que tienen una historia, una cultura y una filosofía mucho más antigua y
arraigada en su población que la que se tiene en el Occidente capitalista y
desarrollado. El siglo XXI augura una crisis en tanto la racionalidad
occidental se resista a perder el poder que ostenta desde hace dos milenios y
medio, a favor de otros pensamientos que impondrán nuevos comportamientos y
verdades que delinearán la acción de los ciudadanos, los pueblos y los países,
y que por tanto provocarán indudables transformaciones en las relaciones
internacionales.
Cuando
analizamos estos tres fenómenos en su conjunto y estudiamos estos tres
escenarios de crisis de manera simultánea sólo podemos concluir que muchos de
los problemas contemporáneos surgen de la aceptación de que vivimos en un mundo
en profunda transformación, que aún
falta un largo proceso de lucha en la que lo viejo debe dar paso a lo nuevo y
se establezca una sociedad para vivir bien y en la que todos tengamos un
espacio para participar libremente. Por todo ello vale la pena luchar por lo
que luchamos y sostener con nuestra convicción y nuestros votos lo que hemos
conquistado hasta ahora.
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