La vida no está
destinada a desaparecer con la muerte sino a transfigurarse alquímicamente a través
de la muerte. Oscar Niemeyer solamente ha pasado al otro lado de la vida, al
lado invisible. Pero lo invisible forma parte de lo visible.
Leonardo Boff / Servicios Koinonia
No tuve muchos
encuentros con Oscar Niemeyer, pero los que tuve fueron largos y densos. ¿De
qué iba a hablar un arquitecto con un teólogo sino sobre Dios, sobre religión,
sobre la injusticia de los pobres y sobre el sentido de la vida?
En nuestras
conversaciones sentía a alguien con una profunda saudade de Dios. Me envidiaba
porque, considerado por él una persona inteligente, aun así creía en Dios, cosa
que él no conseguía. Pero yo lo tranquilizaba diciéndole: lo importante no es
creer o no creer en Dios, sino vivir con ética, amor, solidaridad y compasión
por los que más sufren. Pues al atardecer de la vida, lo que cuenta son esas cosas.
Y en este punto él estaba muy bien situado. Su mirada se perdía a lo lejos con
un leve brillo.
Una vez se impresionó
sobremanera cuando le dije esta frase de un teólogo medieval: «Si Dios existe
como existen las cosas, entonces Dios no existe». Y él replicó: «¿qué significa
eso?» Le respondí: «Dios no es un objeto que puede ser encontrado por ahí; si
fuese así, sería una parte del mundo y no Dios». Pero entonces, preguntó él:
«¿y qué es ese Dios?» Y yo casi susurrando le dije: «Es una especie de Energía
poderosa y amorosa que crea las condiciones para que las cosas puedan existir;
es más o menos como el ojo: ve todo pero no puede verse a sí mismo; o como el
pensamiento: la fuerza por la cual el pensamiento piensa, no puede ser
pensada». Él se quedó pensativo, pero continuó: «¿la teología cristiana dice
eso?» Y respondí: «lo dice, pero tiene vergüenza de decirlo, porque entonces
debería callar más que hablar: y se pasa la vida hablando, especialmente los
papas». Pero le consolé con una frase atribuida a Jorge Luis Borges, el gran
argentino: «La teología es una ciencia curiosa: en ella todo es verdadero,
porque todo es inventado». Le hizo mucha gracia. Y más gracia encontró en una
bonita trouvaille de un barrendero de
Río, el famoso Gari Sorriso: «Dios es el viento y la luna; es la dinámica del
crecer; es aplaudir a quien sube y ayudar a quien baja». Sospecho que Oscar no
tendría dificultad en aceptar a ese Dios tan humano y tan próximo a nosotros.
Sonrió suavemente y yo
aproveché para decir: «¿No es lo mismo con su arquitectura? En ella todo es
bonito y sencillo, no porque sea racionalismo sino porque todo es inventado y
fruto de la imaginación». En esto estuvo de acuerdo, añadiendo que para la
arquitectura se inspiraba más leyendo poesía, novela y ficción que entregándose
a elucubraciones intelectuales. Y le dije: «en la religión es más o menos lo
mismo: la grandeza de la religión es la fantasía, la capacidad utópica de
proyectar reinos de justicia y cielos de felicidad. Y grandes pensadores
modernos de la religión como Bloch, Goldman, Durkheim, Rubem Alves y otros no
dicen otra cosa: nuestro error fue colocar la religión en la razón cuando su
nicho natural se encuentra en el imaginario y en el principio de la esperanza.
Ahí ella muestra su verdad y nos puede inspirar un sentido de vida».
Para mí la grandeza de
Oscar Niemeyer no está solamente en su genialidad, reconocida y alabada en el
mundo entero, sino en su concepción de la vida y en la profundidad de su
comunismo. Para él «la vida es un soplo», leve y pasajero, pero un soplo vivido
con total entereza. Ante todo, la vida para él no era puro disfrute, sino
creatividad y trabajo. Trabajó hasta el final, como Picasso, produciendo más de
600 obras. Y, como era un ser completo, cultivaba las artes, la literatura y
las ciencias. Últimamente se había puesto a estudiar cosmología y física
cuántica. Se llenaba de admiración y de asombro ante la grandeza del universo.
Pero más que nada
cultivó la amistad, la solidaridad y el aprecio a todos. «Lo importante no es
la arquitectura» repetía muchas veces, «lo importante es la vida». Pero no
cualquier vida; la vida vivida en busca de la transformación necesaria que
supere las injusticias contra los pobres, que mejore este mundo perverso, vida
que se traduzca en solidaridad y amistad. En el Jornal do Brasil del 21/04/2007 confesaba: «Lo fundamental es
reconocer que la vida es injusta y solo dándonos las manos, como hermanos y
hermanas, podemos vivirla mejor».
Su comunismo está muy
próximo al de los primeros cristianos, referido en los Hechos de los Apóstoles
en los capítulos 2 y 4. Ahí se dice que “los cristianos todo lo ponían en común
y no había pobres entre ellos”. Por lo tanto, no era un comunismo ideológico
sino ético y humanitario: compartir, vivir con sobriedad, como siempre vivió,
despojarse del dinero y ayudar a quien lo necesitase. Todo debería ser común. A
un periodista que le preguntó si aceptaría la píldora de la eterna juventud, le
respondió coherentemente: «la aceptaría si fuese para todo el mundo; no quiero
la inmortalidad sólo para mí».
Un hecho, que se me
quedó grabado, ocurrió a principios de los años 80 del siglo pasado. Estando
Oscar en Petrópolis, me invitó a almorzar con él. Yo había llegado ese mismo
día de Cuba donde junto con Frei Betto dialogábamos desde hacía años, a
petición de Fidel Castro, con distintos escalones del gobierno (siempre
vigilados por el SNI) para ver si los sacábamos de la concepción dogmática y
rígida del marxismo soviético. Eran tiempos tranquilos en Cuba que, con el
apoyo de la Unión Soviética, podía llevar adelante sus espléndidos proyectos de
salud, de educación y de cultura. Le conté que, por todos los lados por donde
había ido en Cuba, nunca encontré favelas sino una pobreza digna y laboriosa.
Le conté mil cosas de Cuba que, según Frei Betto, en esa época era «una Bahía
que había resultado». Sus ojos brillaban. Casi no comía. Se llenaba de
entusiasmo al ver que, en algún lugar del mundo, su sueño de comunismo podría,
al menos en parte, ganar cuerpo y ser bueno para las mayorías.
Cuál no sería mi
sorpresa cuando, dos días después, apareció en la Folha de São Paulo, un artículo suyo con un bello dibujo de tres
montañas con una cruz encima. A cierta altura decía: «Bajando la sierra de
Petrópolis a Río, yo que soy ateo, rezaba al Dios de Frei Boff para que esa
situación del pueblo cubano pudiese un día ser realidad en Brasil». Esa era la
generosidad cálida, suave y radicalmente humana de Oscar Niemeyer.
Guardo un recuerdo
perenne de él. Adquirí de Darcy Ribeiro, de quien Oscar era amigo-hermano, un
pequeño apartamento en el barrio Alto de Boa-Vista, en el Valle Encantado.
Desde allí se avista toda la Barra de Tijuca hasta el final del Recreio de los
Bandeirantes. Oscar reformó aquel apartamento para su amigo, de tal forma que,
desde cualquier lugar, Darcy (que era pequeño de estatura) pudiese ver siempre
el mar. Hizo un estrado de unos 50 centímetros de altura y, como no podía ser
de otro modo, con una bella curva de esquina, como ola de mar sobre el cuerpo
de la mujer amada. Allí me recojo cuando quiero escribir y meditar un poco,
pues un teólogo debe también cuidar de salvar su alma.
En dos ocasiones se
ofreció a diseñar la maqueta de una iglesita para el lugar donde vivo, Araras
en Petrópolis. Lo rechacé pues consideraba injusto revalorizar mi propiedad con
la obra de un genio como Niemeyer. A fin y al cabo, Dios no está ni en el cielo
ni en la tierra sino allí donde las puertas están abiertas.
La vida no está
destinada a desaparecer con la muerte sino a transfigurarse alquímicamente a través
de la muerte. Oscar Niemeyer solamente ha pasado al otro lado de la vida, al
lado invisible. Pero lo invisible forma parte de lo visible. Por eso no está
ausente, sino presente, aunque invisible. Pero siempre con la misma dulzura,
suavidad, amistad, solidaridad y amorosidad que permanentemente lo caracterizó.
Y ahí donde esté estará fantaseando, proyectando y creando mundos bellos,
curvos y llenos de levedad.
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