De mantenerse el actual
divorcio entre Universidad y proyecto nacional, no solo corremos el riesgo de
anquilosar la educación en esa obsolecencia administrada tan característica de
las burocracias clientelistas latinoamericanas: también podríamos terminar por
ahogar en las aguas del mercantilismo educativo, egoísta y desnacionalizante,
todo lo que de original y creativo queda en nuestros pueblos y culturas como
reserva moral y esperanza de estas repúblicas amenazadas.
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa
Rica
La universidad del futuro es un reto para el pensamiento crítico y creativo latinoamericano. |
En un reciente artículo
(La universidad de que se trata), el Dr. Guillermo
Castro Herrera plantea una idea clave para pensar los desafíos actuales de la
universidad en nuestra América: “El
problema de la universidad en nuestros tiempos no consiste en administrar su
propia obsolescencia, sino en transitar con claridad de miras y entorno hacia
una relación nueva entre la economía, la sociedad y la gestión del conocimiento
en una circunstancia histórica inédita”.
En el contexto de las
reformas educativas impulsadas en nuestros países por los organismos financieros
internacionales desde los años noventa del pasado siglo, que lograron descentrar el
rumbo de la universidad como institución crítica y transformadora de la
sociedad, para lanzarla a la órbita ideológica neoliberal y someterla, así, a
los condicionamientos del mercado (con el apoyo cómplice de no pocas
autoridades y académicos que mudaron sus principios y se arroparon en los
discursos del fin de la historia y la
muerte de las utopías), el planteamiento del intelectual panameño emplaza a
todos los que, de una u otra forma, estamos vinculados a los centros de
educación superior en América Latina.
Y lo hace porque nos
obliga a ponderar nuestra situación en el campo académico, nuestras actuaciones
y el aporte que damos –o dejamos de dar- a las luchas y reivindicaciones por
una universidad otra, distinta a esa universidad que hoy, especialmente allí donde el neoliberalismo todavía campea a sus
anchas, y ante la ausencia de un proyecto nacional fuerte y orientado
hacia el bien común, transita tristemente por los caminos de la privatización,
el elitismo, los recortes presupuestarios y la seducción de entes como el Banco
Mundial, que ofrecen empréstitos a cambio de cuotas de influencia en la toma de
decisiones sobre la organización curricular, las líneas de investigación y las
prioridades académicas.
Construir esa relación
nueva entre economía, sociedad y gestión del conocimiento, a la que hace referencia Castro Herrera, no sería posible sin
repensar, al mismo tiempo, el lugar del ser humano y la cultura en esa
ecuación. En la actual coyuntura, el deber de la universidad latinoamericana no
pueder ser otro sino el de fortalecer la democracia social, antes que favorecer
–por acción y por omisión- los dogmas
económicos e ideológicos del eficientismo y el individualismo.
Acometer esa tarea ha
sido una constante en el pensamiento latinoamericano. Por ejemplo, ya en la
década de los años setenta el filósofo argentino Arturo Roig, a cuyos textos e
ideas hemos vuelto en estos días, sostenía que:
“La
universidad no es una isla dentro del país, como el país no es una isla dentro
del mundo. El saber ha de ser universal, pero al servicio de lo nacional. La
‘ciencia pura’ es un mito, como lo es también el ‘saber objetivo’, cuando estos
términos encubren un desentenderse de los problemas sociales concretos. (…)
Recuperar la universidad para ponerla al servicio del hombre del país, en el
sentido pleno, supone recuperar el país y recuperar ese hombre”[1].
Y en los albores del siglo XXI, en una Argentina
destrozada económica y moralmente por el neoliberalismo, situación que con mayor o menor intensidad se
había vivido también en toda América Latina –y que en muchos países ya estaba
siendo revertida por el ascenso de revoluciones y gobiernos de signo
nacional-popular-, Arturo Roig describía así las tareas pendientes en el ámbito
de la cultura, la educación y el conocimiento en nuestra región, y ante las
cuales la Universidad no puede permanecer impasible:
“Se hace
urgente abrir un frente de lucha por el rescate de la independencia perdida y
poner en marcha una segunda independencia, así como es necesario y urgente
promover una emancipación mental, no sólo ante los modos de pensar y obrar de
las minorías comprometidas con el capital trasnacional y las políticas
imperiales, enfrentados a los intereses de la nación, sino ante la contaminación
ideológica generada por las prácticas de una cultura de mercado en las que se
subordinan las necesidades (needs) a las satisfacciones (wants). Una vez más
debemos hablar aquí de “contaminación” y definir la emancipación mental como
lucha contra la misma, hasta reducirla, de ser posible hasta una mínima
burbuja. Así, pues, ya no se habla de un “pueblo ignorante” que ha de ser
educado a efectos de que el país pudiera ingresar en el torrente del progreso,
objeto en el que fijaron la emancipación mental las minorías del siglo XIX y
buena parte del XX, sino de limpiarnos todos de aquella “contaminación” que en
algunos ha alcanzado grados de inmoralidad profunda”[2].
Separados por el tiempo lineal, pero unidos por una
preocupación común frente a nuestro tiempo
histórico (el del ocaso de toda una forma de mirar y organizar el mundo que
influyó de un modo determinante en la historia del último cuarto del siglo XX
latinoamericano y lo que va del presente), e inscritas en el marco mayor de la
crisis civilizatoria, las ideas y palabras de Castro Herrera y de Roig nos
recuerdan el imperativo ético de
trabajar por la construcción de una
auténtica cultura emancipadora, que se proyecte desde las aulas y los centros de
investigación de nuestras universidades hacia el resto de la sociedad.
Es que de no hacerlo
así, y de mantenerse el actual divorcio entre Universidad y proyecto nacional,
no solo corremos el riesgo de anquilosar la educación en esa obsolecencia administrada tan
característica de las burocracias clientelistas latinoamericanas: también
podríamos terminar por ahogar en las aguas del mercantilismo educativo,
egoísta y desnacionalizante, todo lo que de original y creativo queda en
nuestros pueblos y culturas como reserva moral y esperanza de estas repúblicas
amenazadas.
NOTAS
[1] Roig, A.A. (1998). La
universidad hacia la democracia. Bases doctrinarias e históricas para la
constitución de una pedagogía participativa. Mendoza: EDIUNC. Pp. 37-38.
[2] Roig, A.A. (2002). “Necesidad de
una segunda independencia”, Millcayac,
Anuario de Ciencias Políticas y Sociales,
1 (1). Pág. 38.
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