¿Por qué será que cada vez que le creemos, el gobierno de Santos
cambia de discurso, como si le complaciera desconcertar a la opinión pública,
como si tuviera una agenda secreta, o como si no estuviera muy seguro de las
cosas que afirma?
William Ospina / El Espectador
Lo primero que se aplicó a demostrar es que no está con
Uribe, de quien parecía ser el heredero. Para que no quedaran dudas, se
reconcilió con Chávez, con Correa y con Ortega, supuestos enemigos, y convocó a
las Farc a un proceso de paz, reconociendo la existencia de un conflicto armado
de cincuenta años, y reconociendo que sólo en una mesa de diálogo será posible
poner fin a esa maldición.
Sin embargo, como si escuchara demasiado a los enemigos
de la paz, cada vez que da un paso que hace avanzar el diálogo, lanza enseguida
una carga de profundidad contra el proceso.
El presidente Mujica de Uruguay propone hablar con las
Naciones Unidas para que se pronuncien sobre la paz de Colombia, y el
presidente Santos, que habla de la necesidad de avanzar hacia la
reconciliación, ordena al ejército dar de baja al jefe de las guerrillas cuando
lo encuentren en su camino.
Claro que están en guerra, claro que los combates siguen,
claro que no han firmado un acuerdo. Pero el presidente de un país donde no
existe legalmente la pena de muerte tiene que decirle a su ejército que combata
a la guerrilla, que capture a sus jefes, y que si se resisten los elimine en
combate. Pero no puede dictar altisonantes sentencias de muerte y seguir tan
campante con el diálogo.
Es más, en bien de la democracia, el presidente de la
República no puede desear la muerte de ningún colombiano. Debería estar
llamando a todos, incluso a Timochenko, a cerrar filas en torno a la paz y a la
vida. Pero el presidente se parece a esas figuras de los dibujos animados que
dicen una cosa y de pronto se les sale de adentro el adversario diciendo la
contraria.
Anunció que se emprendería la restitución de los predios
despojados y la reparación de las víctimas. Pero a mitad de su mandato, sin que
hubieran echado a andar los procesos de restitución y de reparación, empezaron
a salir los funcionarios que tenían en sus manos las responsabilidades, el
gerente del Incoder y el ministro de Agricultura, sin que podamos decir que
salieron porque el proyecto estaba cumplido, o al menos en marcha. Todo lo que
queda es una extraña sensación de vacío.
Santos anunció que haría depender nuestra economía de
tres grandes fuerzas, la minería, la industria y la agricultura, declarando que
no estaba de acuerdo con el atraso del campo, que estaba a favor de una audaz
modernización que aprovechara realmente las posibilidades de un país riquísimo
en recursos y lleno de habilidad laboral.
Nos dijo que quería hacer de Colombia un país integrado a
Latinoamérica, a la cuenca del Pacífico, a la economía mundial, al club de los
países emergentes. Pero la industria decrece, la minería decrece, la
agricultura no arranca, y el Gobierno sigue firmando tratados de libre comercio
sin preparar al país para el choque con esas economías más fuertes, sin blindar
a la industria y sin modernizar la agricultura, como si dirigir la economía
fuera firmar alegremente tratados sin porvenir.
Entonces crece el paro agrario y comprobamos que todas
las cosas que sembraron los gobiernos del TLC ahora se están cosechando. Los
grandes sembradores de vientos, Gaviria, Pastrana y Uribe, ni siquiera piensan
en reconocer que tengan alguna responsabilidad en esta reacción de campesinos
que se levantan por todas partes. Después de arruinar el campo y la industria
quieren seguir diseñando el futuro.
Menos mal que el Gobierno no ha salido todavía a decir
que esos miles y miles de campesinos que marchan por las carreteras, que
protestan contra el TLC y que piden un futuro para el campo, son guerrilleros,
porque eso equivaldría a decir que las Farc son el campo colombiano: y eso no
es verdad.
Con su extraordinario sentido de la oportunidad, radica
entonces un proyecto de ley en el Congreso, para que sea por medio de un
referendo que se refrenden los pactos de La Habana, aunque la guerrilla no está
de acuerdo con ese mecanismo. Y lo único que logra, justo cuando el país está
en vilo, es que la guerrilla amenace con levantarse de la mesa.
Es como si el presidente fuera el doctor Sí en el día,
afirmando con entusiasmo sus convicciones, y por la noche descubriera que en
realidad es el doctor No, y se revolcara en la necesidad de echar para atrás
todas las cosas.
O tal vez es que la realidad colombiana, vista desde la
perspectiva de un gobierno sin convicciones, es un nudo de paradojas, en el que
no se puede decir sí a nada sin decirle inmediatamente sí a lo contrario. Hay
que decirles sí a los campesinos, pero hay que decirles sí a los tratados de
libre comercio: el resultado es no a la agricultura. Hay que decirle sí al
diálogo, pero hay que decirle sí a la guerra: el resultado es no a la paz. Hay
que decirle sí al futuro, pero hay que decirle sí al pasado: el resultado fatal
es no al presente.
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