Lo sorprendente es que el mismo Gobierno que hace tres años prometía
con desvelo soluciones para los campesinos, haya dado a lo largo de varias
semanas una ejemplar muestra de firmeza ante los clamores de los pobres, haya
mostrado un carácter indoblegable en su negativa a aceptar los reclamos de los
campesinos del Catatumbo.
William Ospina / El Espectador
(Colombia)
Los campesinos no tienen las influencias, ni el derecho de
argumentación, ni la intensidad sonora para que su clamor alcance los oídos de
los príncipes. Y si, exasperados por la distancia extrema, llega a ocurrírseles
gritar, ello bastará para que algo en el tejido sensible del poder se crispe y
los declare peligrosos.
Una noticia de la revista Semana
del 29 de septiembre de 2010 mencionaba las zonas de reserva campesina como una
fórmula posible para restituir las tierras arrebatadas a los campesinos, y para
convertir a éstos en “prósperos propietarios”.
Juan Manuel Santos acababa de posesionarse como presidente de la
República, y el 5 de septiembre, un mes después de su posesión, al presentar la
sonora “política integral de tierras” había dicho: “Tenemos un ambicioso
programa de formalización de la pequeña propiedad agraria, que les permitirá a
los campesinos convertir en patrimonio la tierra que ocupan y trabajan”.
Ya en esa noticia se decía que según los académicos, el conflicto
había arrebatado a los campesinos 5,5 millones de hectáreas. Debido al
conflicto, había crecido la concentración de la tierra para proyectos
agroindustriales de grandes propietarios y cada vez había menos soluciones para
la pequeña agricultura y para los campesinos desplazados.
De esas zonas de reserva campesina, consagradas hace casi 20 años por
la Ley 160 de 1994, cinco ya existían: en Calamar (Guaviare), en Cabrera
(Cundinamarca), en El Pato (Caquetá), en el sur de Bolívar, y en el alto Cuembí
y Comandante (Putumayo), y una más, la del valle del río Cimitarra, había sido
suspendida por el gobierno de Álvaro Uribe.
¡Qué prometedor parecía el gobierno de Juan Manuel Santos! ¡Qué
preocupado se mostraba, cuando la locomotora minera prometía ser la fuerza que
traería prosperidad al país, en resolver el problema agrario, en diseñar un
nuevo mapa de productividad, de justicia y de equilibrio para el campo
colombiano devastado por la guerra, para los campesinos ninguneados por la
dirigencia y por su burocracia!
Aquí, en los primeros tiempos de los gobiernos, todo se ve iluminado
con un resplandor milenarista. Brotan ideas nuevas, propósitos, soluciones.
Pero tres años bastan para que los colores de la aurora se cambien por los
tintes dramáticos del atardecer, y las promesas van al cesto como flores
marchitas.
Al parecer los gobiernos dedican el primer año a descubrir, viendo las
radiografías y los exámenes de laboratorio, qué clase de país les dejó el gobierno
anterior; los dos años siguientes a enderezar el rumbo y echar a andar la
máquina en el sentido que les parece correcto, y el último año a atender los
desafíos de la siguiente campaña electoral.
Es fácil que no logren abrirles camino a muchas iniciativas, pero nada
los inhabilita tanto como el espíritu señorial de su política, las influencias
y los compadrazgos. Con tan poco tiempo para tomar decisiones, con procesos tan
largos y complejos, y forcejeos tan enmarañados con el Legislativo, se entiende
que apenas les alcance el oxígeno para favorecer a sus compadres y perpetuar lo
que existe.
En el mes que acaba de pasar hemos visto dos fenómenos que tenían que
ver con esa ley redentora del campo, que pronto cumplirá 20 años: un movimiento
popular en el Catatumbo, que clama por la aprobación gubernamental de una zona
de reserva campesina como esas otras que ya existen, con acompañamiento del
Estado y con un importante esfuerzo de inversión pública; y una maniobra de los
industriales de Riopaila que violando la ley y escudándose en sus supuestas
imprecisiones, se ha hecho a 40.000 hectáreas de baldíos, aunque nadie tiene el
derecho a acumularlos de ese modo.
Lo sorprendente es que el mismo Gobierno que hace tres años prometía
con desvelo soluciones para los campesinos, haya dado a lo largo de varias
semanas una ejemplar muestra de firmeza ante los clamores de los pobres, haya
mostrado un carácter indoblegable en su negativa a aceptar los reclamos de los
campesinos, y al mismo tiempo haya dedicado todos sus desvelos a encontrar una
solución para que los inversionistas de Riopaila puedan conservar sus 40.000
hectáreas mal habidas.
La revista Semana hace tres
años concluía: “La sugerencia es que los retornos se hagan en terrenos donde se
pueda hacer comercio fácilmente y, ojalá, con campesinos organizados y con
planes de desarrollo que conformen zonas de reserva campesinas. Esto, para los
proponentes, debe contener también ‘el fortalecimiento de la economía campesina
y no el enfoque agroempresarial’ que consiste en gigantescos cultivos de
productos de exportación que, la mayoría de las veces, aporta poco alimento
para el consumo interno”.
La misma revista, tres años después, nos dice que la decisión de
legitimar el predio de Riopaila es una solución salomónica. Por fortuna, en
otros artículos la revista Semana ha
cumplido con el deber periodístico de demostrar que la maniobra de Riopaila
violó el espíritu de la Ley 160 de 1994, que era “promover el acceso progresivo
a la propiedad de la tierra de los trabajadores agrarios”.
Porque el desenlace sería mortal: nada para los campesinos, todo para
los empresarios, y Juan Manuel Santos diademado con los legendarios atributos
del rey Salomón.
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