Sólo una democracia
plena, participativa, solidaria y equitativa en la que los pueblos dejen de ser
objeto para transformarse en sujeto de la política puede producir los cambios
necesarios. Cuando las posibilidades económicas no lo permiten, la conciencia consentirá comprender las dificultades, de manera que pueblo y gobierno sean uno sólo en la búsqueda de las soluciones. Ello, únicamente es posible en socialismo.
Sergio Rodríguez Gelfenstein /
Especial para Con Nuestra América
Desde Caracas, Venezuela
Al examinar
los últimos 50 años de la historia, tal como opinan los teóricos
norteamericanos James Rosenau y Mary Durfee, se puede observar que la Guerra
Fría no estimuló el cambio, sino que lo enmascaró y que al finalizar el mundo
bipolar, apareció la globalización como paradigma que trata de expresar una
visión del orbe, un marco conceptual, ideológico e interpretativo, el cual ha
sido aceptado sobre todo por aquellas sociedades que no tienen un modelo propio
para enfrentar desde sus perspectivas un futuro que sea posible y que no repita
las concepciones impuestas desde el exterior.
Este marco
de referencia trata de mostrar una visión particular de la democracia y la
libertad de mercado que no siempre responde a los intereses de nuestros
pueblos, ya que como fuerza dominante desde la última década del siglo XX, la
globalización ha estado marcada por los aspectos económicos y por la expansión
de los mercados, limitando el desarrollo humano y provocando beneficios para
algunos y marginación para la mayoría.
En un ámbito ideal, desde la visión
reformista, este proceso podría
llegar a tener un rostro humano si se lograra una nueva aproximación desde los
gobiernos, si es que ella preserva las “ventajas ofrecidas por los mercados
globales y la competencia”, pero que permita al mismo tiempo que los
recursos humanos, comunitarios y
ambientales aseguren que la globalización trabaja para los pueblos y no para las ganancias. Es la visión social
demócrata que trata de conciliar los intereses del mercado con los intereses de
los pueblos. Con Juan Pablo II rechazan el neoliberalismo salvaje, pero no
hacen nada por cambiar el estado de la situación.
Por otro
lado, la política juega un papel trascendente, al igual que la cultura, lo cual
se debe tener en cuenta si le queremos dar coherencia a un mundo donde los
nacionalismos, los conflictos étnicos y la religión han adquirido relevancia en
la agenda actual, todo lo cual es contradictorio con la globalización abarcante
que pretende hegemonizar costumbres, tradiciones y hábitos, a fin de hacer de
los pueblos, meros objetos de uso. Dicho en palabras del presidente Rafael
Correa, “…una globalización que no busca crear sociedades planetarias, sino tan
solo mercados planetarios; que no busca crear ciudadanos del mundo sino tan
solo consumidores del mundo”.
Hoy,
quienes hacen política tienen que ocuparse de temas como la corrupción, el
narcotráfico, la protección del ambiente, las minorías, la pobreza y la
exclusión. Además, la presión del mercado para que el Estado limite su accionar
a áreas estrictamente administrativas, ha obligado al primero a iniciar un
proceso de modernización que le permita mantenerse como actor importante,
cuando el mercado no ha podido legitimarse como referente valorativo- normativo
de las sociedades.
En este
contexto, se ha empezado a vivir un nuevo ambiente cultural donde pugnan por un
lado, las tendencias por imponer formas de actuación y de consumo ajenos a las
culturas tradicionales y por otro, aquellas que en medio de la vorágine
mass-mediática trata de mantener un espacio que le dé sentido a la política y
que le permita actuar en sociedad.
Este es el
marco para que la democracia cobre su
verdadero valor, poniendo al ser humano en el centro de su interés y de su
acción. La democracia no debe ser entendida como un punto de llegada, sino como
un camino a ser transitado, en el cual, asumir las transformaciones de la
política permitirán que ese recorrido sea más provechoso, garantizando el
espacio para el libre desarrollo de la actividad de los hombres.
En América
Latina, la situación de extrema pobreza afecta a la tercera parte de la
población, que subsiste con ingresos inferiores a un dólar por día por persona.
El 20% más pobre de la población recibe menos del 4% del ingreso en tanto que
el 10% más rico recibe más del 30%.
Por ello,
uno de los grandes retos que enfrentan los países latinoamericanos radica,
precisamente, en lanzar la justicia social, para lo cual es indispensable crear
riqueza y que ésta sea bien y equitativamente distribuida.
En algunos
países de la región, a la crisis económica y la complicación social
corresponden deformaciones y carencias culturales y tendencias a la
anarquización política; patrones de tipo pragmático o utilitarista,
sobrevaloran el dinero, el éxito y el poder económicos logrados con cualquier método y a cualquier precio.
Recurrir al autoritarismo, a la coerción, la violencia y el menosprecio a la
democracia y el imperio del derecho son preferidos tanto por grupos que
pretenden conservar el status quo como por los que buscan destruirlo y reemplazarlo.
Asimismo, en varios países de Latinoamérica existe una crisis de los partidos
políticos y los parlamentos, que a su vez se integran en la constelación de
factores y procesos con efectos negativos para el sistema y la vida de la
democracia. Así, el reordenamiento de las fuerzas y sectores políticos, ya no
obedece solamente a las prioridades del desarrollo, sino también y de manera
fundamental a la estructuración del poder estatal en torno al proyecto
democrático. De modo tal que las nuevas alianzas que se realizan bajo el signo
de la democracia, deben hacerse siempre sobre la base del máximo consenso. En
todo caso, el llamado a la participación resulta por demás imperativo para la
consolidación del proyecto democrático, sin embargo, no hay que obviar que las
tendencias en contra de la organización de la política de ese modo se revelan
en nuestros días muy persistentes, obligándonos a permanecer siempre atentos a
las repercusiones que esto pueda tener.
Esta
situación obliga a que el discurso democrático actual en América Latina
conlleve signos forzados que expresen la voluntad de apertura hacia la
participación popular, como muestra real de la voluntad política de hacer
cambios; esto es, practicar y reconocer la política democrática como un vínculo
permanente entre los ciudadanos y el gobierno. Este se establece y reconoce las
libertades civiles, los derechos políticos básicos, el principio de la mayoría
y los derechos de las minorías, elecciones libres y el respeto total a los
derechos humanos, para la regeneración de la vida ciudadana, el fortalecimiento
de las organizaciones intermedias entre las que destacan los partidos
políticos, pero también los sindicatos, las cooperativas y otros grupos de
interés organizados en la sociedad.
No se puede
negar que la democracia ha ampliado los espacios de libertad, la actuación de
la sociedad, la responsabilidad política, el control civil de las fuerzas
armadas y ha dado lugar a una preocupación veraz por la equidad social y una
distribución más justa de las riquezas, sin embargo, es evidente también que
persisten los enclaves autoritarios, precariedad de las instituciones
representativas y de los derechos de los ciudadanos, así como niveles
intolerables de exclusión y pobreza.
Este
contexto de realizaciones no obsta para decir que hoy, todo ello es
insuficiente. Muchos se preguntan por qué en un país como Brasil con un
gobierno de izquierda, se han producido las multitudinarias manifestaciones
populares de protesta. Son las mismas que se han realizado en años recientes en
países como Túnez, Egipto, Grecia, España, Chile o Estados Unidos. Los
participantes no luchan por la revolución ni por el socialismo. Sólo exigen
democracia, participación, justicia y equidad. Todas podrían ser consideradas
demandas liberales que están consagradas constitucionalmente y que seguro
fueron objetivos de campaña de los partidos en el gobierno sean estos de
izquierda o derecha. El problema no pasa por ahí. Es mucho más profundo. Es el
de un sistema en crisis que no es capaz de
dar respuestas a las demandas populares. Es cierto que los gobiernos del
PT han sacado de la pobreza a 30 millones de brasileños y nadie puede poner en
duda que esa es una acción revolucionaria, pero no basta. Varios millones
continúan aún excluidos. Ni hablar de
aquellos países gobernados por la derecha donde la respuesta es más represión y
más medidas neoliberales.
Sólo una
democracia plena, participativa, solidaria y equitativa en la que los pueblos
dejen de ser objeto para transformarse en sujeto de la política puede producir
los cambios necesarios. Cuando las posibilidades económicas no lo permiten, la
conciencia consentirá comprender las dificultades, de manera que pueblo y
gobierno sean uno sólo en la búsqueda de las soluciones. Ello, únicamente es
posible en socialismo.
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