La universidad debe ser
ese lugar donde se conjuguen los cuatro roles, sin menoscabo de ninguno y sin
falsas dicotomías: que se formen recursos humanos, se investigue, se promueva
la participación comprometida y se abra el debate no en clave competitiva sino
orientado a dotar de sentido un término que tanto nos ha movilizado y que aún
es para América Latina una tarea pendiente.
Fabio J. Quetglas * / Página12
Es recurrente en el mundo
de la reflexión económica y social establecer vínculos entre las prestaciones
universitarias (y su calidad) y los resultados en términos de desarrollo. Se
trata de una derivación razonable de la idea crecientemente extendida que
asocia el desarrollo a una economía compleja, sofisticada y diversificada, para
cuya gestión se necesita una provisión suficiente de recursos humanos de
múltiples capacidades, aptos para dotar a las organizaciones públicas y
privadas de crecientes tasas de eficiencia, sostenibilidad e innovación.
Esa función de la
universidad, con ser importante, no es la única destacable en lo que refiere a
las políticas de desarrollo. Por supuesto que, además de aquel rol formativo, a
la universidad –y en especial a la universidad pública– le corresponde asumir
otros tres roles: a) el de búsqueda de “nuevo conocimiento” en materia de
desarrollo; b) el de la constitución de un modo de implicación cívico por parte
de los actores universitarios; c) ser la plataforma calificada de un debate
abierto en torno del desarrollo y los problemas de índole política y ética que
pone en juego ese concepto.
Corresponde señalar que
no hay una perspectiva pacífica sobre el “desarrollo” que pueda ser transmitida
como un credo y que en estos momentos de fuertes transformaciones en la base
tecnológica de producción, las ideas en torno de los resultados sociales y al
control de dichos procesos, tanto como la gobernabilidad sobre las tensiones
que generan y el modo de repartir beneficios y problemas, están siendo
revisados permanentemente en el plano político y en el debate académico. Esas
circunstancias, tan abiertas y diversas, constituyen un estímulo inigualable
para impulsar nuevas investigaciones y formular re-preguntas sobre múltiples
aspectos de nuestra realidad (por ejemplo: ¿es la especialización
agroalimentaria un límite al desarrollo argentino?).
Del mismo modo, a los
actores universitarios nos compete devolver en términos sociales aportaciones a
un debate racional, facilitar lecturas diversas de los conflictos, hacer un
esfuerzo para que movimientos sociales, actores públicos y también privados
puedan relacionarse de un modo sinérgico, contribuir a superar las visiones
excluyentes, valorizar el rol del aprendizaje en los procesos sociales. Si con
algo se vincula el desarrollo, es con el aprovechamiento adecuado de las
oportunidades de aprendizaje en la formación de capital social, y es allí donde
alumnos y profesores deben incidir.
Pero, con todo, el rol
más relevante es el de ser una plataforma para el debate público calificado, un
debate con escucha, liberado de prejuicios, un debate no dogmático, que
aproveche la generosidad del espacio pedagógico, que sea exigente y tolerante
al mismo tiempo.
La universidad debe ser
ese lugar donde se conjuguen los cuatro roles, sin menoscabo de ninguno y sin
falsas dicotomías: que se formen recursos humanos, se investigue, se promueva
la participación comprometida y se abra el debate no en clave competitiva sino
orientado a dotar de sentido un término que tanto nos ha movilizado y que aún
es para América Latina una tarea pendiente.
* Profesor titular de Políticas Públicas de Desarrollo Local, Ciencia
Política (UBA).
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