Creo que aquellos que
somos críticos del estancamiento regresivo de la iglesia católica debemos
esperar un tiempo. Acaso el Papa nos dé la sorpresa. Pero no confundamos formas
campechanas con cambios revolucionarios.
Carlos Figueroa Ibarra / Especial para Con Nuestra América
Desde Puebla, México
Cinco meses es muy poco
tiempo para hacer un juicio definitivo
sobre el rumbo de la iglesia católica
con el Papa Francisco. La crisis
es muy profunda y sería poco serio
pensar que los problemas graves que tiene se resolverán en corto
tiempo. Así pues, pese a mi escepticismo con respecto a la personalidad
de Jorge Mario Bergoglio, puedo pensar que en efecto, hay que darle al papa
Francisco el beneficio de la duda. Pero
darle el beneficio de la duda es muy distinto a la conducta de los grandes
medios de comunicación, y aún de teólogos críticos y progresistas como Leonardo
Boff, cuando magnifican algunos cambios
en el protocolo papal que observa el nuevo pontífice.
El Papa Francisco ha
proyectado una imagen mediática de un hombre campechano, sencillo, un poco como
la que en su momento tuvo Juan XXIII. No se fue a vivir al apartamento
pontificio sino reside de manera austera
en la residencia de Santa Martha. Es un Papa que se acerca a la gente y la
trata sin la distancia sagrada que los Papas suelen proyectar. Se le vio
viajando portando un maletín como cualquier hombre común y corriente. Y en la
conferencia de prensa que dio en el avión que lo conducía de regreso después de
su visita a Brasil, podemos ver a un hombre afable, recostado en sus brazos sobre el respaldo de una de las
butacas de dicho avión. Acaso las esperanzas de millones de católicos en una
reforma de la iglesia católica que la
saque de la mentalidad medieval que aún mantiene, haga que se vean en los
gestos de sencillez del Papa Francisco, una luz de esperanza. Pero una cosa es
hacerse ilusiones (el “wishful thinking”) y otra es lo que en estos cinco meses hemos observado. Más
allá de un cambio en las formas, en la entrevista antes mencionada (publicada
por Pablo Ordaz en El País, 29/7/2013), la posición de Francisco con respecto a una eventual
carrera sacerdotal de las mujeres es
inequívoca: “En cuanto a la ordenación de las mujeres, la Iglesia ha hablado y
dice no. Lo dijo Juan Pablo II, pero con una formulación definitiva. Esa puerta
está cerrada”.
En lo que se refiere a
la homosexualidad y al matrimonio homosexual, el antaño prelado furibundamente
homofóbico, ahora es ambiguo: “¿Quién soy yo para juzgar a los gays?”. A
insistencia de los periodistas, el Papa Francisco va abandonando dicha
ambigüedad: “La Iglesia se ha expresado ya perfectamente sobre eso, no
era necesario volver sobre eso, como tampoco hablé sobre la estafa, la mentira
u otras cosas sobre las cuales la Iglesia tiene una doctrina clara”.
¿Homosexualidad igual a la mentira y la estafa? Y ante la nueva insistencia de
la prensa sobre un pronunciamiento sobre homosexualidad y matrimonio
homosexual, el Papa nos revela que tenemos más de lo mismo: Su postura es “la de la Iglesia, soy hijo de la Iglesia”.
El avance es que no hay en sus labios las anteriores condenas feroces sino solamente la condena a que los gays se
organicen en un lobby para hacer prevalecer sus derechos. En pocas palabras: un
gay calladito se ve más bonito. Igual ambigüedad hay en lo que se refiere a la
administración de los sacramentos a los divorciados y vueltos a casar: “En cuanto al problema de la comunión a las
personas en segunda unión -porque los divorciados sí pueden hacer la comunión-,
creo que esto es necesario mirarlo en la totalidad de la pastoral matrimonial”.
Creo que aquellos que
somos críticos del estancamiento regresivo de la iglesia católica debemos
esperar un tiempo. Acaso el Papa nos dé la sorpresa. Pero no confundamos formas
campechanas con cambios revolucionarios.
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