Procesos como las revoluciones mexicana, cubana, sandinista, y
liderazgos nacionalistas como los mencionados, fueron difícilmente asimilables
por la izquierda tradicional, y por sus improntas eurocentristas. Lo mismo
ocurre, de cierta forma, con las características de la izquierda
latinoamericana del siglo XXI, con la cual la izquierda tradicional europea
tiene dificultades para comprender su carácter y sus luchas.
La izquierda occidental tuvo siempre un fuerte acento eurocentrista.
Las mismas definiciones de izquierda y de derecha en Europa se han difundido
por todo el mundo. La izquierda europea fue básicamente socialista –o
socialdemócrata– y comunista. Tenía como sus componentes esenciales a
sindicatos y a partidos políticos con representación parlamentaria, disputando
elecciones, aliados entre sí. Y grupos más radicales, en general trotskistas,
que eran parte del mismo escenario político e ideológico.
Como uno de sus componentes –que se volvería un problema–, el
nacionalismo fue clasificado como una ideología de derecha, por su modalidad
chauvinista en Europa. La responsabilidad atribuida a los nacionalismos en las
dos guerras mundiales ha consolidado esa clasificación. En otros continentes,
especialmente en América latina, esa clasificación aparecía como esquemática,
mecánica. La inadecuación de ese esquema se fue volviendo cada vez más clara,
conforme surgían fuerzas y liderazgos nacionalistas. Ocurre que en Europa la
ideología de la burguesía ascendente fue el liberalismo, oponiéndose a las
trabas feudales para la libre circulación del capital y de la mano de obra. El
nacionalismo se ubicó a la derecha del espectro político e ideológico,
exaltando los valores nacionales de cada país en oposición a los de los otros
países y, más recientemente, a la unificación europea, porque debilita a los
Estados nacionales.
Mientras que en la periferia del capitalismo, el nacionalismo y el
liberalismo tienen rasgos distintos, hasta opuestos a los que tienen en Europa.
El liberalismo fue la ideología de los sectores primarios exportadores, que
vivían del libre comercio, expresando los intereses de las oligarquías
tradicionales, del conjunto de la derecha. El nacionalismo, al contrario de
Europa, siempre tuvo un componente antiimperialista.
La izquierda europea tuvo grandes dificultades con el nacionalismo y
el liberalismo en regiones como América Latina. Como uno de los errores
provenientes de la visión eurocéntrica, líderes como Perón y Vargas fueron
comparados por PC de América latina con dirigentes fascistas europeos –como
Hitler y Mussolini– por su componente nacionalista y antiliberal. A la vez,
varias fuerzas liberales latinoamericanas fueron aceptadas en la Internacional
Socialista porque estarían defendiendo sistemas políticos “democráticos” (en
realidad, liberales) en contra de “dictaduras”, que serían protagonizadas por
líderes nacionalistas con sus carismas y su supuesta ideología “populista” y
autoritaria.
Procesos como las revoluciones mexicana, cubana, sandinista, y
liderazgos nacionalistas como los mencionados, fueron difícilmente asimilables
por la izquierda tradicional, y por sus improntas eurocentristas. Lo mismo
ocurre, de cierta forma, con las características de la izquierda
latinoamericana del siglo XXI, con la cual la izquierda tradicional europea
tiene dificultades para comprender su carácter y sus luchas. Esas mismas
limitaciones afectan a la intelectualidad de izquierda europea, que ha heredado
el eurocentrismo y lo ha adaptado a sus visiones de América Latina. Por una
parte están los intelectuales socialdemócratas que, conforme esa corriente ha
asumido el neoliberalismo, han perdido cualquier posibilidad de comprender a
América Latina y la izquierda posneoliberal de nuestra región.
Pero hay también intelectuales vinculados con corrientes de
ultraizquierda europea, que lanzan sus análisis críticos sobre los gobiernos
progresistas latinoamericanos, con gran desenvoltura, diciendo en qué esos
gobiernos se equivocan, lo que deberían hacer, lo que no deberían hacer, etc.,
etc. Hablan como si sus tesis hubieran sido confirmadas en algún lugar, sin
poder presentar ningún ejemplo concreto de que sus ideas hayan cuajado y
demostrando que se adecuarían mejor a la realidad que los caminos que siguen
esos gobiernos. Se preocupan de las tendencias “caudillistas”, “populistas”, de
líderes latinoamericanos, juzgan a esos procesos a partir de lo que dicen que
serían los intereses de tal o cual movimiento social o de una u otra temática.
Tienen dificultad para comprender el carácter nacionalista, antiimperialista,
popular, de los gobiernos posneoliberales, sus procesos concretos de
construcción de una hegemonía alternativa en un mundo todavía muy conservador.
Sobrevuelan las realidades como pájaros, elogian algo, luego critican, sin
identificarse profundamente con el conjunto de esos movimientos, que son la
izquierda del siglo XXI. Se comportan como si fueran “conciencias críticas de
la izquierda latinoamericana” y como si necesitáramos de ellas, como si no
tuviéramos conciencia de las razones de nuestros avances, de los obstáculos que
tenemos por delante y de la dificultades para superarlos.
Mientras que sus voces no sólo no pueden presentar resultados de sus
análisis ni en sus propios países –que pueden ser Francia, Portugal, Inglaterra
u otro país– en que se supone que sus ideas debieran tener resultados, como
tampoco logran explicar –y ni siquiera abordar– las razones por las que en sus
propios países la situación de la izquierda es incomparablemente peor que en
los países latinoamericanos criticados por ellos.
Son actitudes que cargan todavía el paternalismo del eurocentrismo y
que se dirigen hacia América Latina no para aprender sino con una postura de
profesor, como si fueran portadores de un conjunto de conocimiento y de
experiencias victoriosas, a partir de las cuales dictarían cátedra sobre
nuestros procesos. Representa, de hecho, a pesar de las apariencias, formas de
la vieja izquierda, que no ha hecho la autocrítica sobre sus errores, derrotas
y retrocesos. Que no están abiertos a aprender de las nuevas experiencias
latinoamericanas. El aura académica no logra esconder las dificultades que
tienen para comprometerse con los procesos concretos y, a partir de ellos,
participar de la construcción de las alternativas.
Las posturas críticas permanecen en el plano de teorías
intrascendentes, sin ninguna capacidad de adueñarse de la realidad concreta,
menos todavía de transformarla. Para retomar el viejo y siempre actual esquema:
sus ideas jamás se transforman en fuerza material, porque nunca penetran en las
masas.
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