Con un espíritu de
horizontalidad, de democracia, es importante seguir creyendo en que otro mundo
es posible, que no todo se reduce a asegurar el propio empleo, tomar Coca-Cola
y olvidarse del vecino.
Marcelo Colussi /
Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad de Guatemala
"La imaginación al poder"
Mayo Francés, 1968
I
La vida cotidiana, en
todo tiempo y lugar, no es fácil. Al contrario: sobran los problemas. Ante esa
dureza de la realidad los seres humanos necesitamos de antídotos que la tornen
más llevadera. He ahí el principio de las religiones. (“La religión es el opio de los pueblos”, afirmó Marx).
Las relaciones
sociales, siempre en esta lógica de lo problemático de todo vínculo interhumano,
no son fáciles. La historia de las sociedades humanas nos muestra un eterno
malestar, al menos hasta ahora, basado en injusticias estructurales, en
diferencias de clases antagónicas donde una subyuga a otra, donde siempre hay
-incluso en la relaciones dentro de esas clases- jerarquías de dominación. Aquí
la posibilidad de buscar paliativos se torna más difícil: aunque también lo
intenten, ya no bastan las religiones. Estas diferencias se dirimen en el campo
de lo político; son, en definitiva, diferencias de poder, luchas de poder.
Por milenios, las
transformaciones políticas se fueron dando en el transcurso de las relaciones
sociales sin teoría académica que las pusiera en marcha, que las avalase o
justificase; simplemente se dieron. Desde hace un par de siglos, sin embargo,
con el desarrollo del pensamiento político occidental, estos cambios se
pretenden matematizables, previsibles; y más aún: se los puede dirigir en un
sentido dado. Aparece en Europa el pensamiento político moderno, y en esa
dinámica nace el materialismo histórico, -popularizado luego como marxismo-,
desde el inicio con la pretensión de saber científico, por tanto, de guía para
la acción.
Fundándose en una
teoría científica de la sociedad, de su estructura y de su historia (pero
faltando, sin dudas, una teoría del sujeto con similar rigurosidad en su
formulación) el pensamiento socialista apareció como propuesta de comprensión
de la realidad humana, y mucho más aún, como propuesta de transformación de la
misma.
Formulada con valor de
teoría, sin ningún lugar a dudas tuvo características de utopía. Es decir:
funcionó como la presentificación de una aspiración, de un deseo puesto como
meta alcanzable. Hoy -más aún luego de la caída del muro de Berlín- la palabra
"utopía" está cargada de connotaciones negativas; es, en todo caso,
sinónimo de quimera, fantasía, mera ilusión. En el socialismo clásico, por el
contrario, era el horizonte de llegada de un proceso racional, estaba plena de
positividad.
"Sociedad sin
clases", "reino de la igualdad", "solidaridad sin fronteras":
sin dudas han sido y siguen siendo utopías. Pero utopías no en el sentido de
sueños vanos, evanescentes fantasías sin asidero. Utopías como aspiración de un
mundo más justo, más equitativo. Utopías -ahí está su fuerza justamente- como
proceso de búsqueda.
Hoy, caídas las
primeras experiencias que transitaron la senda socialista, y con una sumatoria
de hechos criticables en aquellas otras que sobreviven como modelo no capitalista,
es pertinente plantearse en qué medida esas aspiraciones son utopías en sentido
negativo o positivo.
Por lo pronto parece
demostrarse que, en tanto especie humana, necesitamos siempre esta dimensión de
búsqueda de un ideal, de un paraíso que funciona como horizonte que nos llama.
La diferencia que se da con el socialismo científico, con el marxismo, es que
esta construcción pretende tener los pies sobre la tierra. Es la búsqueda de un
ideal, quizá de un paraíso, sobre la base de una formulación matemática y
asentada en una realidad material.
"Utopía, te odio y te quiero. Te odio porque sólo has
existido en la cabeza de los hombres, no en sus manos. Te quiero porque
permaneces en la esperanza de una segunda oportunidad", nos dice Marcos
Winocur. En este sentido el socialismo es una utopía éticamente válida; si sus
primeros pasos no dieron todos los resultados que se esperaba, tampoco puede desvirtuárselos.
De lo que se trata es de revisar por qué no funcionó como se esperaba, por lo
que es necesario entonces una relectura de sus principios y de sus
posibilidades. Dicho en otros términos: ¿son posibles las utopías? ¿Qué valor
tienen las mismas? Podría decirse que son como las estrellas: inalcanzables,
pero marcan el camino.
II
El socialismo es, en
esencia, la aspiración a un mundo más justo. En sus albores hacia el siglo XIX -y
durante las primeras experiencias de su construcción ya en el XX- esa justicia
se interpretó en términos de equidad económica. Hoy día, a partir de la
enseñanza histórica, podríamos ampliar la mira: la justicia tiene que ver además
con la democratización de los poderes,
con su horizontalización. Problemas
como las injusticias de género o la discriminación étnica no fueron
especialmente consideradas en el pensamiento clásico, carencia que en la
actualidad debe revisarse.
"Es necesario recordar que una economía planificada no es
todavía socialismo. Una economía planificada puede estar acompañada de la
completa esclavitud del individuo. La realización del socialismo requiere
solucionar algunos problemas sociopolíticos extremadamente difíciles: ¿cómo es
posible, con una centralización de gran envergadura del poder político y económico,
evitar que la burocracia llegue a ser todopoderosa y arrogante? ¿Cómo pueden
estar protegidos los derechos del individuo y cómo asegurar un contrapeso
democrático al poder de la burocracia?", se preguntaba Einstein, que
además de físico genial era un agudo pensador social -faceta que le es bastante
desconocida por cierto-.
Si algo podemos decir
que debe criticarse severamente de las experiencias socialistas conocidas hasta
la fecha es justamente su falta de democratización del poder. Que su concentración
suceda en las sociedades no-socialistas no debe sorprender; en ellas más allá
de la declamada democracia formal -que encierra básicamente una perversa hipocresía-
el poder absoluto queda en manos de las grandes empresas (hoy transformadas en
monstruos multinacionales con presupuestos mayores al de muchos países pobres,
y con un poder político descomunal, a veces más grande que el de los aparatos
estatales). La cuestión se plantea en el manejo del poder que ha tenido el
socialismo. Algo ahí no funcionó; ¿era una tonta utopía suponer que se iba a
poder horizontalizar el poder?
Poder popular: ese es el gran
desafío. ¿Cómo?
El hecho que posibilitó
pensar en una alternativa real para la construcción del socialismo fue la
Comuna de París, intensa experiencia de poder popular espontáneo de sólo un
breve tiempo de duración ocurrida en el ya lejano 1871. Fue a partir de esta
circunstancia inaugural que los fundadores teóricos del socialismo científico,
Marx y Engels, conciben la "dictadura del proletariado" como
mecanismo para la subversión del poder de la clase actualmente dominante e
inicio de la edificación de una sociedad sin clases.
El espíritu de la
Comuna es lo que ha guiado y sigue guiando este tipo de iniciativas autogestionarias.
Hoy, caídos los modelos de partido único con que se dieron los primeros pasos
del socialismo, es necesario reflexionar sobre aquella experiencia histórica.
La cual, a su vez, se emparienta con otra gesta no menos importante que también
tuvo lugar en París casi un siglo después: el mayo francés de 1968. Y, por
supuesto, con numerosas experiencias de autogestión popular que han tenido y
están teniendo lugar a lo largo y ancho del planeta, de las que se puede
aprender mucho: fábricas recuperadas, cooperativas diversas, colectivos
horizontalizados, movimiento okupa y un largo etcétera.
Definitivamente el
sistema pluripartidista que nos trajo la democracia parlamentaria moderna, si
bien constituye un avance con relación al absolutismo monárquico y las estructuras
feudales, lejos está de ser una auténtica representación de todos los sectores
sociales. En forma disfrazada, no deja de ser una dictadura de la clase
capitalista. Para la gran mayoría de la población mundial ya no es tanto el
látigo el que intimida sino el fantasma de la desocupación (un látigo más
sutil, por cierto. La esclavitud ahora es asalariada).
Ahora bien: ¿puede la
utopía socialista ir más allá de este corrupto sistema de partidos políticos y
generar un auténtico poder popular?
III
Según concibió la teoría
marxista clásica debe ser un partido revolucionario en manos de las fuerzas
sociales más progresistas quien lidera el proceso transformador. Y ahí se abre
un debate hasta ahora nunca saldado. ¿Partido obrero? ¿Movimiento campesino?
¿Vanguardia armada? ¿Frente popular multiclasista? No faltó quien -y no es
chiste- llamara a estrechar vínculos con los extraterrestres, en el entendido
que si estos visitantes tenían un tal grado de desarrollo técnico que les
permitía llegar hasta nuestro planeta, sin dudas también lo tendrían en la
dinámica social, por lo que ya habrían alcanzado la organización superadora de
las clases, y en consecuencia de ellos podíamos nutrirnos entonces.
Como vemos los pasos
que deben llevar a la construcción de un orden nuevo son diversos, debatibles,
incluso cuestionables. La "teoría" de la alianza con los alienígenas,
sin dudas; pero ¿y el partido revolucionario único?
"La libertad sólo para los partidarios del gobierno,
sólo para los miembros de un partido, por numerosos que ellos sean, no es
libertad. La libertad es siempre libertad para el que piensa diferente", decía hace ya casi un siglo Rosa Luxemburgo. Sin dudas la "dictadura
del proletariado" tuvo más de dictadura que de otra cosa. Dicho esto, sabido y sufrido todo esto (yo no me
atrevo a decir que "hasta aquí he llegado" con respecto a alguna revolución,
pero me quedan profundas dudas respecto a cómo se estructura el poder en todas
ellas: ¿por qué nunca hay mujeres comandantes?, ¿por qué los comandantes
comandan tan longevamente, siempre hasta que se mueren?) debemos abrir la
autocrítica.
Sin dudas no es una quimera, una utopía en sentido despectivo, la
intención de cambiar las relaciones entre los seres humanos. Es, si se quiere,
un imperativo ético: la sociedad de clases es un atentado contra la especie
humana, y el capitalismo desarrollado lo es también contra el planeta. Por
tanto no es un sueño infantil el aspirar a su modificación. De hecho, además,
de forma lenta pero sin pausa, la humanidad va cambiando, va buscando mayores
cuotas de justicia, de participación popular (las monarquías no están en
ascenso y la esclavitud física, aunque no desapareció totalmente, tampoco está
en crecimiento). Lo que se visualiza como utopía -en el sentido que prefiramos-
es el camino a seguirse para conseguir el fin. Dicho en otros términos: ¿cuál
es el instrumento que posibilita cambiar la sociedad a favor de las mayorías explotadas?
La Comuna de París y el mayo francés se proponen como referentes: el
"pobrerío" al poder, la imaginación al poder. Podemos estar de
acuerdo con que otro mundo es posible; la cuestión es cómo construirlo. Es decir: ¿cómo se afianzan y tornan
sustentables las experiencias autogestionarias? Más allá de la reacción, la
protesta, la lucha contestataria (momentos imprescindibles en esta
construcción), a la luz de lo que fueron esos intentos de edificación de algo
nuevo, las preguntas siguen abiertas.
¿Habrá que convencerse que el poder popular, el poder horizontalizado,
es una pura quimera, una utopía en sentido negativo? La figura del Amo y del
Esclavo que Hegel inmortalizara en el capítulo IV de su Fenomenología del
Espíritu como modelo de la dialéctica definitoria de la relación interhumana
¿no se equivoca entonces? Con lo que tenemos de ejemplo hasta ahora, con todo
lo que las experiencias humanas nos han aportado a lo largo y ancho de la
superficie de nuestro planeta y en lo que llevamos de historia como especie (al
menos lo que conocemos desde que existe propiedad privada, no más de 10.000
atrás), en principio todo ello nos autoriza a decir que sí, efectivamente,
Hegel no parecía muy equivocado.
IV
El poder fascina. Esto, parece, es válido
universalmente. Cualquier experiencia de ejercicio de poder nos confronta con
la dificultad tan grande de lograr evitar caer en similares tentaciones, desde
el Gengis Khan a Ceauscescu, del poder que confiere manejar un automóvil respecto
al peatón al hecho que un sirviente nos abra la puerta del ascensor, del
profesor en su cátedra a Idi Amin con todo su despliegue de abusos impunes.
Renunciamientos al halo mágico del poder, aunque de hecho puedan darse, no son
fáciles. Por otro lado, ¿por qué habrían de serlo?, si justamente lo humano es
tal en torno a esa dialéctica, se constituye sobre ese paradigma amo-esclavo.
Si el Che Guevara
renunció a su puesto en la Revolución Cubana, ¿fue realmente para seguir con la
causa universal de la lucha revolucionaria, o porque no había lugar para dos
grandes en la isla? Eva Perón, en la década de los 50 del siglo pasado en
Argentina, ¿renunció a la vicepresidencia por lealtad con su pueblo, o porque
la oligarquía vernácula y la embajada estadounidense la obligaron?
En la tradición
socialista nunca se ha debatido seriamente el tema del poder, de la fascinación
del poder. La sola mención de "poder popular" como fórmula mágica no
excusa -la historia lo constata- de la necesidad de mantenerse alertas ante las
recaídas en las mismas repeticiones de siempre. ¿Por qué siempre las
revoluciones socialistas estuvieron ligadas a la figura de un gran líder? (por
cierto, siempre varón). ¿Por qué estos líderes se permiten legar herederos
políticos? ¿Por qué siempre los mismos errores? Se podría haber pensado que en
la construcción del mundo nuevo las purgas en masa de Stalin quedaban en la
historia estigmatizadas como lo que nunca debería repetirse, y que ya nunca
volvería a verse un abuso de autoridad por parte de un dirigente revolucionario.
Pero no: el verticalismo y las decisiones autoritarias aún persisten como
práctica en buena parte de las organizaciones de izquierda.
Cuando se ha pensado en
transformar el mundo (utopía en el sentido literal que el inventor de la
palabra -Tomás Moro- le dio: "lugar
que no está en ningún lugar"), cuando la tradición socialista apuesta
por la construcción de una cosa nueva, ahí es donde surgen los problemas.
Los problemas son de
dos tipos: por un lado -esto no es ninguna novedad obviamente- la reacción de
las fuerzas conservadoras, de aquellos que perderían con un cambio. Obstáculo
de enormes proporciones a vencer, mucho más grande que hace un siglo, cuando se
comenzaba a hablar de poder popular, de la comuna de París. Obstáculos que hoy,
con un poder militar inconmensurable por parte del capitalismo desarrollado, y
más aún de su potencia hegemónica, son de una naturaleza casi insalvable (hoy
quizá sea más fácil molestar a la lógica capitalista por medio de un hacker que
con un llamado a la toma de las armas por parte del pueblo unido).
"Todos sabemos lo que hay que hacer, pero no hay
voluntad política de hacerlo", dijo recientemente, en una reunión
del Foro Mundial Económico de Davos, Suiza, la por ese entonces ministra de
finanzas de Nigeria Okonjo-Iweala. Es decir, si bien las fuerzas conservadoras
no quieren en lo absoluto cambiar nada, desde las izquierdas se sabe por dónde
empezar; y también desde la derecha se sabe qué cosa no se desea cambiar. La
cuestión por así decir "técnica" de una transformación es más que
sabida: tocar el gran capital a favor de las masas paupérrimas (expropiaciones,
reforma agraria, políticas sociales a favor de las mayorías). Pero esto lleva
al segundo tipo de problemas: ¿cómo se logra?
Descartando -al menos
en principio- que los extraterrestres puedan sernos de provecho en la
edificación de nuestra utopía terrena, ¿qué hacer? La pregunta que se formulara
Lenin en 1902 dándole título a una de sus más connotadas obras y pensando la
situación de la Rusia de ese entonces, sigue vigente en nuestros días,
¡radicalmente vigente!
Por cierto la
naturaleza en la dificultad de los dos problemas es diversa; sin dudas el
primero de ellos es más acuciante. ¿Cómo enfrentarse al Fondo Monetario
Internacional, a las bombas inteligentes, a los satélites de espionaje, al
fantasma de la desocupación? El mundo de hoy, luego de la caída del muro de Berlín,
está inclinado de modo escandalosamente unipolar hacia el lado del gran
capital, y por cierto que no se ve muy fácil cómo golpearlo. La derecha ha
aprendido de sus errores más rápido y mejor que la izquierda, y hoy día ya no
son concebibles ni una comuna de París ni un mayo francés, sencillamente porque
el poder dominante lo puede controlar con relativa suficiencia.
Pero si eventualmente
la correlación de fuerzas permitiera -concédasenos jugar un momento a las
utopías- realizar los cambios pertinentes, surge con no menos fuerza el otro
problema: confiscadas las empresas industriales, repartidas las tierras,
promovido el estado de bienestar por medio de iniciativas populares (salud y
educación públicas y de calidad, créditos hipotecarios, arte y cultura para
todos), ¿cómo organizamos el poder popular? ¿Cómo evitar que se repitan las
purgas stalinistas o el machismo y la impunidad de "un comandante"?
(que también, a veces, son todo eso).
V
Quizá no haya antídoto
contra mucho de lo que conocemos como experiencia humana. Si el poder fascina a
todos por igual, si el sujeto se constituye contra
la imagen del otro, parece que es utópico buscar una "bondad natural"
entre los seres humanos. Pero más aún: quizá sea desubicado, tonto,
inconducente, mantener un maniqueísmo de buenos y malos, de carácter más bien
religioso, donde el poder y los poderosos son intrínsecamente "malos"
y los desposeídos son los "buenos". El "hombre nuevo" -que
por definición tiene que ser "bueno"- no está cerca de prosperar.
¿Hay ya "hombres nuevos" por algún lado? ¿Puede haberlos?
¿"Nuevos" en qué sentido: que ya no se fascinan con el poder? No
debemos olvidar que el Che, por ir a luchar al África en nombre de la
revolución universal, dejó abandonada su familia en Cuba. ¿Qué decir de eso
desde una lectura crítica con perspectiva de género? Además, ya que hablamos de
"hombre nuevo", ¿no se filtra ahí un prejuicio machista?: "hombre"
como sinónimo de Humanidad. Sin dudas, hay cosas que revisar, y la distribución
de poderes sigue siendo una agenda pendiente en el campo de la izquierda.
Quizá lo que podemos
plantear, con mayor simpleza, sin aspirar a algo tan monumental como un
"hombre nuevo", es la necesidad de la participación popular como un
camino importante, tal vez de la más vital
importancia para la construcción de un mundo distinto.
Que "otro mundo es
posible" está fuera de discusión; posible e imperiosamente necesario.
Sobre lo que debemos seguir profundizando es en el cómo lograrlo. Participación
popular, poder popular, son conceptos que van más allá de la concurrencia a las
urnas cada tanto tiempo, o la participación en un acto público el 1º de mayo. La
experiencia de los intentos socialistas habidos nos va demostrando que la
construcción del partido revolucionario presenta significativas
contradicciones. La supuesta pluralidad partidaria de las democracias burguesas
no tiene absolutamente nada que ver ni con la participación ni mucho menos con
el poder popular. Autogobierno local, autogestión obrera de la producción, movimientos
cooperativos -y en esa línea también: comuna de París y mayo del 68- son hitos
que ya existen y deben potenciarse. He ahí donde debemos nutrirnos para ver por
dónde caminar. Alimentando el debate sobre el tema del partido revolucionario,
decía Rosa Luxemburgo en 1904: "El
ultracentralismo preconizado por Lenin no nos parece impregnado de un espíritu
positivo y creador, sino del espíritu estéril del vigilante nocturno. Toda su
atención se concentra en el control de la actividad del partido y no en su
fecundación, en su restricción antes que en su despliegue, en el recelo y no en
la puesta en marcha del movimiento". Debate que, un siglo
después, probablemente haya que seguir dando.
Entiendo que para
quienes damos por supuesto que hay que seguir buscando modelos más justos de
vida, el problema se nos plantea al abordar cómo impulsar ese poder popular. Debemos
estar conscientes que cada individuo es, ante todo, parte de una masa; y que la
masa tiende a ser conservadora, no crítica, fácilmente exaltable. La idea de
"hombre nuevo" es casi la antípoda del hombre-masa. En algún sentido
todos somos masa, y la organización de una sociedad tiene mucho que ver con ese
fenómeno. De todos modos el capitalismo desarrollado llevó esa formación a
niveles jamás vistos anteriormente en la historia; no puede haber sistema
capitalista eficiente si no hay masa, tanto como productora como consumidora.
La masa, preciso es reconocerlo, difícilmente pueda proponer, sopesar, decidir
con sutileza. La masa es amorfa, sigue a un líder, prefiere el inmediatismo. De
eso se aprovechan hoy las técnicas de manipulación del capitalismo, y ahí están
la publicidad omnipotente y los espectaculares manejos de masas (hoy la
política es básicamente un espectáculo mediático, igual que el llamado deporte
profesional, o las religiones de los telepredicadores). Hay que reconocerlo:
¡se aprovechan muy bien!
Ahí está el reto
justamente: ¿cómo lograr que ese conjunto incordiando y manipulable como es la
masa pueda ejercer el poder? ¿Cómo puede gobernarse a sí misma? "Las masas" -como decía una
pintada callejera durante la guerra civil española- "no son revolucionarias sino que, a veces, se ponen
revolucionarias". Insistamos con el interrogante: ¿es posible perpetuar
ese espíritu revolucionario de la masa? ¿Es posible construir una sociedad a
partir de ese espíritu? ¿Cómo hacer para que en realidad la imaginación tome, conserve y ejerza productivamente el poder? Resolver
esto es el desafío que nos espera.
La dictadura del
proletariado, es decir: un gobierno revolucionario sin jefes dispuesto a
cambiar el curso de la historia, fue lo que hizo pensar a Marx un siglo y medio
atrás en la pertinencia de ese mecanismo luego de entusiasmarse con los hechos
de París de 1871. Las contadas ocasiones en la historia del siglo XX en que
esas masas dejaron de acatar las reglas establecidas y derrocaron regímenes que
las agobiaban (Rusia, China, Cuba, Nicaragua), se pusieron en marcha procesos
que significaron mejoras. Claro que siempre esos movimientos tuvieron una
figura fuerte (masculina) que terminó poniéndose al frente. ¿Es posible
prescindir de los líderes acaso? Si no lo es en un primer momento (en
Venezuela, por ejemplo, toda la revolución depende de la carismática figura de
Hugo Chávez, vivo o ahora muerto), ¿cuándo dejan de ser pieza clave? ¿Cómo y en
qué momento el poder popular sigue adelante, más allá de una burocracia ya
constituida?
Hecho el balance de lo
que significaron tales experiencias sociales, está claro que hubo grandes
avances populares (se redujo o extinguió el hambre crónica, creció el bienestar
cotidiano, la población tuvo acceso a salud, educación, tierras y viviendas,
aumentó la producción y la investigación científica, hubo acceso para todos al
arte, la cultura y el deporte), definitivamente más que retrocesos. Aunque se
pueda criticar la burocracia y la falta de derechos individuales en China, por
ejemplo, ¿quién podría negar que las grandes masas tienen hoy un mejor nivel de
vida que con los mandarines? Aunque no falten cubanos que abandonan la isla
hastiados de la monocromía del partido único y la crónica escasez buscando el presunto
paraíso adorado de Miami, ¿quién podría negar que la situación socioeconómica y
cultural de la población de Cuba es hoy absolutamente más digna que la de
cualquier país latinoamericano?
De todos modos la
pregunta sigue en pie: ¿y el poder popular?
VI
Quizá debemos poner un
especial énfasis en la pequeña célula de autogestión, en el pequeño grupo que
se organiza y se autogobierna, y no tanto en la idea de gran proyecto universal
que cambia el mundo y abre las puertas del nuevo paraíso. Eso, por lo que
vemos, no funcionó en ese sentido.
Ante esos experimentos
fallidos -no sé si decir fracasos, pero sí tanteos a revisar- está claro que
hay que presentar otras alternativas. Lo que podemos extraer como primeras
conclusiones es que si de cambios se trata, la masa debe ser crítica, acompañar
e involucrarse en los procesos sociopolíticos, ser un contralor riguroso. Tal
vez a principios del siglo XX, en Rusia, un campesinado casi feudal, muy poco
desarrollado educativa y políticamente, lejos de la cultura industrial urbana,
no estaba en condiciones de ser el garante de un proceso autogestionario
genuino; por eso, más allá de los soviets, pudo aparecer un Stalin.
Esa es una forma de
interpretar un fenómeno muy complejo, y quizá una forma errónea; en esa
dimensión podría preguntarse: ¿pero por qué una clase obrera como la alemana, o
la japonesa, altamente desarrolladas, con buenos niveles educativos, con
tradición de organización sindical, no proponen entonces el control de la
producción en sus países? ¿Por qué no toman en sus manos el control de sus Estados
y organizan una sociedad nueva? Ahora bien: ¿quién dice que esas clases
sociales quieren cambiar su estatus? Tal vez cada trabajador individual querría,
ante todo, devenir funcionario de la fábrica donde labora, duplicar su ingreso,
incluso tener personal a su cargo. En países de alto consumo el ideal es poder
consumir más todavía y la solidaridad es una exótica pieza de museo. El actual
neoliberalismo se ha encargado de elevar la tendencia a su máxima expresión
haciendo del individualismo una religión obligada.
Tanto en el norte hiper
desarrollado como en el sur famélico, hoy por hoy, caídos los modelos del
socialismo clásico y entronizado el "sálvese quien pueda" de un
capitalismo salvaje y voraz, replantearse los términos del poder es de vital
importancia. En el ánimo de aportar alternativas en este debate, entiendo que
la cuestión básica estriba en pensar en procesos micro, locales, en pequeños
poderes realmente horizontales y democráticos: la comunidad barrial, la unidad
sindical, la cooperativa puntual, el grupo de consumidores, los colectivos
particularizados. Experiencias de autogestión hay numerosísimas a lo largo y
ancho del planeta, y de ahí debe salir la nueva savia revolucionaria.
En un mundo globalizado
con poderes descomunales de impacto planetario, buscar alternativas especulares
a esos poderes no se ve conducente. La Guerra Fría, por cierto, terminó asfixiando
en su monstruosa, loca carrera de dos gigantes -uno más que el otro,
evidentemente- a uno de los polos, el que, mal o bien, podía servir como
contrapeso al capitalismo; por tanto, volver a oponer misil nuclear contra
misil nuclear en tanto método de lucha no parece lo más fructífero.
No podemos ser ingenuos
y pensar que una comunidad rural organizada en alguna provincia de Tanzania, o
un colectivo de madres solteras en Rawalpindi, puedan ser inquietantes para los
grandes bancos que manejan la economía mundial, o para las fuerzas armadas de
Estados Unidos o de la OTAN. Seguramente no. Pero dado que estábamos hablando
de cómo darle forma a la utopía, entiendo que he ahí el germen del que debemos
nutrirnos. Pensar en las utopías significa creer que son posibles (si no, no
vale la pena siquiera considerarlas).
"La arena es un puñadito, pero hay montañas de
arena", dijo algún poeta latinoamericano. La organización comunitaria, el
trabajo de hormiga en la base, la
resistencia de los cristianos en las catacumbas del imperio romano si
queremos decirlo con una figura legendaria, ese fermento de poder popular es lo
que puede vislumbrarse como camino.
Luego del derrumbe de
la Unión Soviética, del mundo unipolar vivido estas últimas décadas y del
mensaje triunfal del neoliberalismo individualista -coronado con algo simbólico
como la invasión a Irak por parte de los Estados Unidos pasando por sobre la
Organización de Naciones Unidas- todos, y la izquierda en especial, hemos
quedado golpeados, sin referentes, profundamente asustados. El fantasma de la
desocupación no es poca cosa, y los cerca de 200 millones de desocupados en el
mundo ayudan a mantener la precariedad laboral en un bochornoso proceso de
retroceso social (hasta en el seno de las Naciones Unidas los contratos son por
tiempo limitado, sin prestaciones ni derecho sindical). Si "la historia ha
terminado" -según se nos informó pomposamente- ¿para qué pensar en
utopías?
No es utópico decir que
hay que enfrentarse a todo esto: es, en todo caso, una obligación, un
imperativo ético. Durante la comuna de París era más claro -pero no por ello
más sencillo- fijar el norte: la clase obrera industrial debía ser el motor de
cambio universal tomando el poder y construyendo una sociedad nueva (claro que
esa conclusión se sacaba en uno de los países más industrializados del mundo,
en muy buena medida rector de la historia global por su influencia política y
cultural. Quizá una sublevación indígena en América -que en 1871 también ocurrían-
no hubiera permitido sacar la misma conclusión).
Hoy, seguramente el
panorama no permite aquella misma claridad. ¿Contra quién lucha el campo
popular en la actualidad? Si bien sigue siendo claro que contra un sistema
injusto, como mínimo hay que formular algunos matices: en el capitalismo
desarrollado un trabajador no tiene mucho por lo que protestar, o no tanto, al
menos, como cuando la comuna parisina en el siglo XIX. Allí, quizá, el mayor
enemigo es el mismo consumismo. En el sur, por el contrario, dada la
complejidad e interdependencia planetaria a que se fue llegando, se hace casi
imposible pensar en procesos de autonomía nacional antiimperialistas (¿cuánto
podría resistir hoy una revolución socialista en un estado africano, por
ejemplo?, o ¿hasta dónde podrá llegar la Revolución Bolivariana en Venezuela si
decide radicalizarse más?); en el Tercer Mundo, tal vez lo más revolucionario
hoy es no pagar la deuda externa. Hablar de antiimperialismo pasó a ser casi
una reliquia. ¡Pero el imperialismo sigue siendo una cruda realidad!
Ante todo esto, entonces,
¿hay que olvidarse de las utopías?
VII
¡De ningún modo! El
solo hecho de escribir estas líneas, de intentar hacerlas circular, de
contribuir a este debate, está mostrando que la utopía nos sigue convocando. Y
estoy seguro que no somos pocos los que así pensamos.
Desde hace unos años ya
ha pasado a ser costumbre realizar encuentros internacionales alternativos a
las cumbres de los super poderes: el G-8 alternativo, el Foro Social Mundial.
Sin dudas tienen, antes que nada, un valor político: hacer ruido al lado de los
factores de poder dominadores del mundo. Hasta ahora no ha salido de ahí un
claro programa de acción para oponernos al capitalismo salvaje que nos agobia.
Incluso es probable que nunca salga; que no aparezca un plan concebido como
guía para implementar. Y ahí está su fuerza quizá.
Estos espacios
alternativos pueden ser lugares de encuentro, de intercambio, de aprendizaje,
donde las fuerzas progresistas de la Humanidad (que las sigue habiendo, pese al
post modernismo depresivo que nos invade) pueden ver que no todo está perdido.
Con un espíritu de horizontalidad, de democracia, es importante seguir creyendo
en que otro mundo es posible, que no todo se reduce a asegurar el propio empleo,
tomar Coca-Cola y olvidarse del vecino.
Si algo tienen de
positivo estos encuentros es que constituyen una invitación a repensar las
cuestiones sobre el poder y su fascinación. Que el capitalismo y su expresión
imperial máxima dada por los Estados Unidos son el enemigo, eso no es novedad.
Que el stalinismo es una vergüenza histórica para la izquierda, eso tampoco es
novedad. Lo que nos debe unir como movimiento popular es la búsqueda de
alternativas viables al modelo miserable que hoy se presenta vencedor.
La utopía no ha muerto porque ni siquiera ha terminado de
nacer.
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