En la sociedad brasileña actual existe una ola de
odio, de rabia y de desgarramiento que rara vez hemos tenido en nuestra
historia. Hemos llegado a un punto en que la mala voluntad generalizada impide
cualquier convergencia hacia una salida de la abrumadora crisis que afecta a
toda la sociedad.
Leonardo Boff / Servicios Koinonia
Immanuel Kant (1724-1804), el más riguroso pensador
de la ética en el Occidente moderno, en su Fundamentación para una metafísica
de las costumbres (1785) hizo una afirmación de importantes consecuencias: No
es posible pensar algo que, en cualquier lugar en el lugar del mundo e incluso
fuera de él, pueda ser tenido estrictamente como bueno sino la buena voluntad
(der Gute Wille) . Kant reconoce que cualquier proyecto ético tiene defectos.
Sin embargo, todos los proyectos tienen algo común que es la buena voluntad.
Traduciendo su difícil lenguaje: la buena voluntad es el único bien que es
solamente bueno y para el que no cabe hacer ninguna restricción. La buena
voluntad o es sólo buena o no es buena voluntad.
Esta es una verdad con serias consecuencias: Si la
buena voluntad no es la actitud previa a todo lo que pensamos y hacemos, será
imposible crear una base común que nos envuelva a todos. Si lo malicio todo, si
todo lo pongo bajo sospecha y ya no confío en nadie, será imposible construir
algo que congregue a todos. Dicho positivamente: sólo contando con la buena
voluntad de todos puedo construir algo bueno para todos. En momentos de crisis
como el nuestro, la buena voluntad es el factor principal de unión de todos
para una respuesta viable que supere la crisis.
Estas reflexiones valen tanto para el mundo
globalizado como para el Brasil actual. Si no hay buena voluntad en la gran
mayoría de la humanidad, no vamos a encontrar una salida a la desesperante
crisis social que desgarra a las sociedades periféricas, ni una solución para
la alarma ecológica que pone en peligro el sistema-Tierra. Sólo en la COP 21 de
París en diciembre de 2015 se llegó a un consenso mínimo en el sentido de
contener el calentamiento global. Ni aún así las decisiones fueron vinculantes.
Dependían de la buena voluntad de los gobiernos, cosa que no ocurrió, por
ejemplo, con el parlamento norteamericano que solamente apoyó algunas medidas
del presidente Obama.
En Brasil, si no contamos con la buena voluntad de
la clase política, en gran parte corrompida y corruptora, ni con la buena
voluntad de los órganos jurídicos y policiales jamás superaremos la corrupción
que se encuentra en la estructura misma de nuestra débil democracia. Si esta
buena voluntad no está también en los movimientos sociales y en la gran mayoría
de los ciudadanos que con razón se resisten a los cambios anti-populares, no
habrá nada, ni gobierno, ni ningún líder carismático, que sea capaz de plantear
alternativas esperanzadoras.
La buena voluntad es la última tabla de salvación
que nos queda. La situación mundial es una calamidad. Vivimos en permanente
estado de guerra civil mundial. No hay nadie, ni las dos santidades, el Papa
Francisco y el Dalai Lama, ni las élites intelectuales mundiales, ni la
tecnociencia que proporcionen una clave de solución global. Exceptuando a los
esotéricos que esperan soluciones extraterrestres, en realidad, dependemos
únicamente de la buena voluntad de nosotros mismos.
Brasil reproduce en miniatura la carácter dramático
que reviste la realidad mundial. La llaga social producida en quinientos años
de descuido con las cosas del pueblo significa una sangría desatada. Nuestras
élites nunca pensaron una solución para Brasil como un todo, sino sólo para sí.
Están más empeñadas en defender sus privilegios que en garantizar derechos para
todos. Aquí está la razón del golpe parlamentario que ha sido sostenido por las
élites opulentas que quieren continuar con su nivel absurdo de acumulación,
especialmente el sistema financiero y los bancos, cuyos beneficios son
increíbles.
Por eso, los que sacaron a la Presidenta Dilma del
poder con artimañas político-jurídicas, se atrevieron a modificar la
constitución en cuestiones fundamentales para la gran mayoría del pueblo, como
la legislación laboral y la seguridad social. Han pretendido, en último
término, desmontar los beneficios sociales de millones de personas, integradas
en la sociedad por los dos gobiernos anteriores, y permitido un traspaso
fabuloso de riqueza a las oligarquías adineradas, absolutamente despegadas del
sufrimiento del pueblo con su egoísmo pecaminoso.
Al contrario del pueblo brasileño, que ha mostrado
históricamente una inmensa buena voluntad, estas oligarquías se niegan a saldar
la hipoteca de buena voluntad que deben al país.
Si la buena voluntad es tan decisiva, entonces urge
suscitarla en todos. En momentos de peligro, en el caso del barco-Brasil que se
hunde, todos, hasta los corruptores se, sienten obligados a ayudar con lo que
les queda de buena voluntad. Ya no cuentan las diferencias partidistas, sino el
destino común de la nación, que no puede caer en la categoría de un país
fallido.
En todos existe un capital inestimable de buena
voluntad que pertenece a nuestra naturaleza de seres sociales. Si cada uno
quisiese de hecho que Brasil saliera adelante, con la buena voluntad de todos
seguramente lo conseguiría.
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