Aquí, entre
nosotros, el pesimista piensa a nuestra América como el objeto de ciclos de
eterno retorno, mientras el progresista la entiende como el sujeto de su propio
destino, que va siendo construido a lo largo de fases históricas irrepetibles.
Guillermo Castro H. / Especial para Con Nuestra
América
Desde
Ciudad Panamá
La idea de
progreso ingresó a la vida cultural y política de nuestra América hacia 1850,
como expresión de la necesidad de superar el atraso cultural, educativo y
tecnológico, percibidos como el obstáculo mayor a nuestro ingreso al entonces
llamado “concierto de las naciones”. Esa contraposición entre el progreso y el
atraso vino a sustituir a la que opuso a la civilización y la barbarie, entre
mediados de los siglos XVIII y XIX, y abrió paso a la que contrapuso el
desarrollo al subdesarrollo entre mediados y fines del XX. Hoy, los gobiernos
que se definieron a sí mismos como progresistas en la primera década del siglo
XXI, se ven sustituidos por otros que se proponen restaurar en la región su
condición original de barbarie y atraso, para restablecer el orden y depurar a
nuestras sociedades de todo factor que pueda amenazarlo en el futuro.
Aquí, vale
la pena recordar – con György Lukács[1] – que “el
concepto de progreso presupone el descubrimiento de tendencias en la sociedad,
que garantizan un continuo aumento (aunque no siempre uniforme) de los valores
humanos en la realidad misma. Una concepción filosófica semejante puede
contener una aproximación a un estado ideal […] que sea cualitativamente
diferente de los anteriores, y que garantice el despliegue de las facultades
naturales de la humanidad […]. Pero siempre se trata de un desarrollo más alto
de la realidad humana.”
Hoy, cuando
se desintegra el orden liberal triunfante en la gran guerra imperialista de
1914 – 1945, afloran contradicciones en el sistema mundial que a primera vista
ponen en cuestión la posibilidad del progreso así entendido. Ante un proceso
tal, el desarrollo cultural de la élite intelectual “se separa resignada y
aristocráticamente de la realidad hostil y sin ideas”, pues la realización de
los viejos ideales de un liberalismo agotado solo puede tener lugar en el
individuo aislado, pero no en la sociedad. De este modo, además, “el pesimismo
social acaba en una estática histórica”, pues todo lo valioso en la historia se
encuentra en un estado anterior, “y lo máximo que puede alcanzarse es una
restitución de lo original.”
Ese original
a restituir, sin embargo, es una construcción mítica que expresa un profundo
temor a las masas en su capacidad para transformar el mundo, y proclama como
hechos naturales el racismo, el patriarcado, y la desigualdad social. De aquí
emerge una tendencia al pesimismo de la razón que por un lado lleva a amplios
sectores populares y de capas medias a buscar refugio en los fundamentalismo
políticos y religiosos, mientras en las élites intelectuales se traduce “en
pesimismo cultural, como negación del progreso en las cuestiones esenciales de
la humanidad.”
Aquí, entre
nosotros, el pesimista piensa a nuestra América como el objeto de ciclos de
eterno retorno, mientras el progresista la entiende como el sujeto de su propio
destino, que va siendo construido a lo largo de fases históricas irrepetibles.
Los primeros imaginan que vamos de vuelta a la doctrina Monroe y el Estado
Liberal Oligárquico. Los otros, que nuestra América ha ingresado a una fase de
su historia en la que las fuerzas enemigas del progreso – y de su más poderosa
herramienta, la razón – han pasado a una ofensiva en la que han obtenido
importantes éxitos iniciales.
En verdad,
la reacción ha pasado al ataque porque debía y podía hacerlo. Debía, porque con
todas sus limitaciones y todos sus errores aquellos gobiernos progresistas
lograron romper la inercia neoliberal oligárquica anterior a un punto que hacía
inevitable ese ataque. Y podía, porque al restringir su propio accionar a los
límites y valores del liberalismo progresista, esos gobiernos propiciaron la
desmovilización sus propias bases sociales y abrieron paso a los
fundamentalismos políticos, culturales y religiosos cuyas aberraciones han
venido a signar nuestra coyuntura política inmediata.
Hoy podemos
ver que la suma de las victorias tácticas obtenidas en su momento por aquellos
gobiernos pudo modificar la perspectiva estratégica regional, pero no generó de
por sí la estrategia adecuada para la victoria del progreso sobre el atraso, de
la razón sobre el irracionalismo, de la visión democrática del mundo sobre la
aristocrática. Esa estrategia hay que construirla desde la gente y con ella.
Progreso hoy, entre nosotros, significa gobiernos que tengan por base “la razón
la razón de todos en las cosas de todos, y no la razón universitaria de unos sobre
la razón campestre de otros”. [2] Nos toca, una
vez más, atender al problema de fondo en la política de nuestra América, que no
es el cambio de forma, sino el de espíritu, como lo reclama José Martí, para
hacer de nuestros reveses el camino hacia nuevas victorias.
Panamá, 3 de noviembre de 2018
[1] “La visión del mundo aristocrática y la
democrática” (1967), en Testamento Político y otros escritos sobre
política y filosofía. Edición, introducción y notas de Antonino Infranca y
Miguel Vedda. El Viejo Topo, España, 2003, pp. 31- 64.
[2] “Nuestra América”. El Partido
Liberal, México, 30 de enero de 1891. Obras Completas.
Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975, VI, 17.
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