La historia ha mostrado
que la carrera por el desarrollo capitalista, sobre todo a partir del siglo
XIX, no se hizo en términos de concurrencia leal y libre, sino marcada por una
violencia que se ejerció siempre a todos los niveles.
Karel Cantelar / Especial para Con Nuestra América
Desde La Habana, Cuba.
El capitalismo nos es
presentado todos los días por los grandes medios de comunicación y por la
prédica cristiana evangélica como un sistema de libertades individuales, nunca
colectivas, pues desde ellos se insiste en que el único modo de vivir es la
acción individual, y que el éxito, también individual, depende exclusivamente
de este esfuerzo solitario. El liberalismo de John Locke y de Adam Smith son la
filosofía y la teoría económica que sirven de apoyo para este modo de ver las
cosas, tomando un vuelo de “moral protestante del trabajo” en los escritos de
Max Weber. Es un modo de ver que nos inculca que el egoísmo individual,
supuestamente “natural” e “inherente de nacimiento” a la condición humana, hace
prosperar a la sociedad en su conjunto gracias a la “mano invisible” del Dios
Mercado, que opera según Smith en un entorno de libre concurrencia y libre
competencia bajo la mutua influencia de la oferta y la demanda. Aún más, esa
“libre empresa” bajo las leyes del mercado nos debe llevar a mediano plazo a
una armonía económica que no solo no ha existido nunca, sino que cada día nos
alejamos más de ella. Cada día que pasa, se reafirma un hecho concreto: el
“éxito”, medido como la acumulación de riqueza monetaria y poder económico y
político, es cada vez más la prerrogativa de una minoría ínfima en la que
predomina de manera abrumadora ser nacido dentro de la clase burguesa.
En los albores del
capitalismo, la acumulación originaria renacentista que convirtió a la
burguesía en la clase social que aumentaba su poder económico, se hizo en un
ámbito de libre competencia y concurrencia únicamente
en las naciones europeas que se lanzaron a la conquista de regiones con un
desarrollo militar y naval inferior, no así social ni económico, lo cual
nos suelen negar los historiadores que glorifican a las potencias colonialistas,
bajo la pretensión de que esas potencias “civilizaron” a las Américas, el Asia
y el África subsahariana, esta última la más saqueada y devastada desde el
subsuelo hasta los más de 100 millones de seres humanos secuestrados de ese
continente para la trata esclavista. Sobre estas bases se asentó la relación de
devastación permanente del Sur por el Norte.
La libre empresa y la
libre competencia eran para los burgueses ingleses, franceses, holandeses,
belgas y más tarde los alemanes y los norteamericanos anglosajones. España y
Portugal, grandes conquistadoras del Renacimiento, se estancaron en sus fueros
feudales, con una nobleza parásita y latifundista y una monarquía absoluta
avalada por una Iglesia aún medieval y poderosa, que impidieron el avance del
capitalismo. Las potencias territoriales ibéricas quedaron así como simples
intermediarias del oro, la plata y las materias primas obtenidas por trabajo
esclavo o semiesclavo. En comparación con ellas, el liberalismo económico de
las regiones con desarrollo manufacturero bajo la dirección burguesa
(Inglaterra, Francia, Países Bajos, Alemania) sí funcionó como motor eficaz del
desarrollo de la economía y el enriquecimiento de esta clase emergente, que
luego tomaría el poder con las revoluciones de Inglaterra, Francia, la
independencia norteamericana y bastante más tarde los procesos de unificación
de Italia y de Alemania bajo égida prusiana.
Ni las mayorías
trabajadoras de las naciones del Norte ni las poblaciones en pleno de las
regiones colonizadas del Sur tuvieron oportunidades reales de enriquecimiento y
poder en el naciente mercado capitalista mundial. En Europa, el único avance
concreto para esas mayorías que derrocaron el feudalismo, fue liberar al
trabajador de la servidumbre, de la sujeción feudal a la tierra, dándole al
individuo libertad jurídica para moverse dentro de su país y sobre todo,
permitirle vender su fuerza de trabajo, que es en última instancia la única
riqueza con la que cuentan las grandes mayorías.
Siendo así, sólo la
clase que era y es dueña de los medios de producción, que además se hizo con el
poder político entre los siglos XVIII y XIX, tenía y sigue teniendo la
posibilidad de invertir en tecnología para aumentar la productividad y la
calidad de la producción, siempre llevada por la lógica de obtener las
ganancias más grandes.
Mientras avanzaba la
industrialización en los pocos países del Norte que saqueaban al Sur, el
comercio triangular basado en la trata negrera dejó de ser lucrativo para la
proa del capitalismo, Inglaterra, que gradualmente logró transformar esta
relación en saqueo de materias primas del Sur, para luego, en reciprocidad,
venderle de vuelta bien caros los productos industriales y sobre todo, suprema
necesidad de las potencias industriales, endeudar al Sur por la fuerza para
sujetarlo políticamente, algo que no es ni espontáneo ni lógico ni liberal,
sino deliberado y fríamente calculado para perpetuar el intercambio desigual.
Con el desarrollo
tecnológico, sólo posible para las empresas o los países que tuvieran los
recursos monetarios para invertir, la industrialización trajo niveles de
producción gigantescos, que por la dinámica de la obtención de las mayores
ganancias en el plazo más corto posible, además de por la permanente
competencia por los mercados, se acumuló una cantidad de productos para los que
no había demanda, porque el aumento de la producción va mucho más veloz que la
capacidad de consumo. Así, cada cierto tiempo, la superproducción estancada
trae las conocidas crisis cíclicas del capitalismo, que se agudizan de
inmediato para las mayorías, las más afectadas, porque traen despidos masivos y
aumento drástico del desempleo, lo cual conlleva menos consumo aún, y el
proceso se agudiza hasta que recomienza otro ciclo capitalista.
Naturalmente, las
crisis siempre afectaron más a los trabajadores que a los burgueses, por el
desempleo, conducente al desahucio, estando los bienes inmobiliarios también en
manos del capital financiero.
Pero las crisis
trajeron algo más: la ruina de los pequeños propietarios, de la clase media,
que no podía resistir el estancamiento de su producción. El predominio de las
grandes empresas se agudizó aún más por los efectos de la industria de la
publicidad, siempre dominada por las grandes compañías, con una influencia mediática
creciente, más aún cuando los medios de comunicación en sí mismos, también se
fueron concentrado en pocas manos. Y así, gradualmente, la producción de muchos
renglones económicos se fue acumulando en menos empresas, cada vez más grandes,
las únicas capaces de resistir las crisis cíclicas de superproducción, por
tener siempre muchas más reservas monetarias que sus competidores menores. De
este modo los grandes tiburones se fueron tragando las empresas de sus rivales,
por la ruina, por la compra o por la acción criminal. Nacían los monopolios,
los grandes actores de una nueva fase del capitalismo.
Y mientras se
profundizaba el saqueo que deformaba las economías del Sur y las potencias
industriales y militares se iban haciendo de imperios coloniales gracias a sus
armadas y cañones, llegó la Segunda Revolución Industrial, trayendo consigo la
electrificación y una producción mucho más masiva, con la fordización incluida,
que no es más que el trabajo masivo en líneas de producción en el que cada
trabajador realiza repetitivamente sólo una parte pequeña de todo el proceso.
El aumento descomunal de la productividad de estos gigantes industriales trajo
dos cosas: un crecimiento exponencial de las ganancias de los dueños y un
verdadero salto de la concentración de la producción en pocas empresas. Como
este modo aumentó tan enormemente la producción, se produjo la crisis de 1873,
quizás la última de las crisis espontáneas del capitalismo, y que significó un
salto gigantesco en esa concentración de la producción. Fue tan fuerte este
fenómeno de fines del siglo XIX, que la
banca burguesa se fusionó con la
industria. Algunos banqueros adquirieron industrias de varios renglones,
mientras ciertos grandes industriales se hicieron con el control de muchos
bancos pequeños y medianos. El caso es que desapareció prácticamente la banca
independiente, como desapareció la gran industria independiente. Acababa de nacer el capital financiero,
que funde las dos ramas fundamentales de acumulación del dinero.
Por último, los
monopolios resultantes se lanzaron a la conquista económica del mundo,
exportando sus capitales hacia los países pobres, para la compra, casi siempre
a precios misérrimos, de tierras y recursos clave, a ser saqueados con la
connivencia de oligarquías criollas que, como consecuencia de economías
deformadas por siglos de saqueo, ni habían realizado la acumulación de capital
para competir con los gigantes del Norte industrial, ni tenían otro objetivo
que emular a sus amos de facto del Norte en fausto y esplendor en sus vidas
privadas, coartando así un posible desarrollo de sus naciones, de las que eran
y siguen siendo oligarcas apátridas.
Estos fueron los tres
signos que se dieron en las pocas naciones realmente industrializadas del
planeta: la concentración de las ramas de la economía en manos de los
monopolios, la fusión del capital bancario y el capital industrial en el
capital financiero, y la exportación de capitales hacia el Tercer Mundo.
Marcaron el advenimiento de una fase del capitalismo en la que el liberalismo
verdadero, que sólo existía a duras penas en Europa Occidental y América del
Norte, dejó de existir, porque la conducta de la clase dominante fue cualquier
cosa menos leal a esta filosofía económica.
Las naciones
industrializadas se lanzaron además a una carrera de modernización militar
constante, en competencia con las otras potencias industriales y para imponer
las políticas de saqueo al Sur. La historia ha mostrado que la carrera por el
desarrollo capitalista, sobre todo a partir del siglo XIX, no se hizo en
términos de concurrencia leal y libre, sino marcada por una violencia que se
ejerció siempre a todos los niveles: desde las mafias citadinas que acaparaban
un renglón de producción con matones para obligar a los competidores menores a
vender, so pena del exterminio de sus familias, hasta la guerra hecha al país
menos militarizado que se atreve a insertarse en la competencia internacional.
Los grupos monopólicos
fueron ganando poder en sus respectivos países, dominando a través de las
coimas políticas las claves económicas como las políticas monetarias y la
formación de bancos centrales privados todopoderosos, que no son más que la
parte monetaria del gran capital financiero. Por último, han tomado por asalto
los gobiernos, convirtiendo la supuesta democracia representativa capitalista
en un verdadero circo mediático, pues gozan de un monopolio adicional, de un
poder extraordinario: el monopolio de los medios de comunicación, acaparados
por un puñado reducidísimo de conglomerados en manos de las mismas casas
financieras que controlan la gran producción industrial, la política monetaria
y la gran mayoría de los servicios. De este modo, la población, que sigue
atónita los vaivenes de la politiquería de los lobbies y los partidos políticos
con nombres engañosos, no tiene ni la menor idea de quiénes son los candidatos
al supuesto poder de las naciones, marionetas en manos de esos super-oligarcas
de los grandes monopolios, cárteles y transnacionales. Por si fuera poco, como
son también los dueños de casi todos los medios de comunicación más visibles,
nos tratan de convencer que vivimos en un capitalismo liberal del siglo XVII o
XVIII, cuando vivimos en una era de imperios corporativos que ejercen el poder
tras los cortinajes políticos. Se conjugan medios de comunicación masivos con
la prédica del liberalismo protestante por las iglesias evangélicas.
Y mientras las naciones
capitalistas poderosas actuaron y siguen actuando como mafias antiliberales
ante cualquier potencial competidor menos fuerte militarmente, y utilizaron el
proteccionismo de sus industrias para desarrollarse, nos ha llegado una era de
frases manipuladas y términos engañosos, con un neoliberalismo que es para los
países subdesarrollados del Sur, pero que no se aplica a las potencias del Norte,
si ven algún renglón de su economía amenazado por la competencia. Pero el tema
del neoliberalismo, una etiqueta engañosa asociada a las oligarquías apátridas
y al fascismo subalterno de varias naciones del Sur, merece un capítulo aparte,
por ser una fuente al parecer inagotable de miseria, exclusión y aumento de la
desigualdad, sobre todo en la América Nuestra, la región más desigual del
planeta.
¿Y los trabajadores?
Igual que siempre: viviendo al día en el Norte, pasando necesidades y hasta
humillaciones sin fin en el Sur. Con una población planetaria que supera los
7300 millones de habitantes, menos de doscientas personas, de menos de cuarenta
grandes casas financieras, como los Rockefeller, Morgan, Rothschild, Warbourg,
Koch, Sloan, DuPont, Lazard, entre otros, detentan como propietarios casi la
mitad de todas las riquezas medibles de la Tierra. Del otro lado, más de la
mitad de la Humanidad vive bajo el umbral de la pobreza, con un consumo real
equivalente a menos de un dólar al día, y de esa mitad empobrecida, más de 1500
millones viven sumergidos en una miseria incalificable, muriendo por millones
por enfermedades curables y con una esperanza de vida inferior a los 60 años. Y
todavía nos siguen insistiendo en que el egoísmo de los individuos y su espíritu
emprendedor para enriquecerse a costa del esfuerzo productivo de los demás
lleva al desarrollo y a no sabemos cuál armonía. ¿Será posible que nos sigamos
dejando engañar así?
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