Siempre
pensamos -y yo sigo pensando- que concurrir a las elecciones es tanto como
jugar en el terreno del enemigo de clase. Lo que no quiere decir que no haya
que hacerlo. Pero no debemos jugar sólo en ese espacio, desarmando los poderes
populares.
En
Brasil triunfó Jair Bolsonaro. A eso se agrega la victoria de Mauricio Macri en
Argentina, del uribista Iván Duque en Colombia y el viraje derechista de Lenín
Moreno en Ecuador. En su conjunto, el mapa político ha virado fuertemente hacia
posiciones antiobreras, antifeministas, en contra de los pueblos originarios y
negros. El avance del racismo, el machismo y la violencia antipopular llegaron
para quedarse un buen tiempo. Aunque cambien algunos gobiernos, esas actitudes
arraigaron en nuestras sociedades, incluso en el seno de algunas organizaciones
populares.
Estamos
ante un viraje de la sociedad, a lo que se suman los cambios negativos de
gobiernos. Por eso creo que es un buen momento para la reflexión, sin dejar de
profundizar las resistencias, de mejorar las organizaciones y enfrentar los
desafíos más urgentes.
Durante
la primera mitad del siglo XX el núcleo de las organizaciones populares eran
los sindicatos, por oficios primero, de masas cuando comenzó la
industrialización en algunos países. En todo caso, los sindicatos eran el
centro de las resistencias y del cambio social. Eran el eje de la acumulación
de fuerzas, de la conquista y la defensa de derechos. En el ámbito político, la
acción colectiva aspiraba a implantar una sociedad más justa a través de varios
mecanismos, a veces contradictorios pero complementarios siempre.
Donde
se pudo, las izquierdas y los nacionalismos populares acudieron a elecciones.
Pero la comparecencia electoral no era un fin en sí mismo, sino una parte de
una estrategia mucho más abarcadora que desbordaba siempre el cauce electoral.
Tiempo de revoluciones
Hubo
levantamientos de masas e insurrecciones, como el célebre Bogotazo de 1948 ante
el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán en Colombia. O el levantamiento obrero del
17 de octubre de 1945 en Buenos Aires, que quebró el poder de la oligarquía e
impuso un gobierno popular. En otros países, como Brasil, Chile y Perú, los
movimientos y las izquierdas ocuparon desde el espacio legal electoral hasta
las calles y los campos en acciones diversas, siempre dirigidas a un mismo fin:
imponer la fuerza de los de abajo.
Hubo
también revoluciones. En 1911 en México y en 1952 en Bolivia, que marcaron a
fuego la historia de ambos países, más allá de las derivas posteriores de cada
proceso. Con la revolución cubana cambiaron los ejes. Una parte sustancial del
campo popular se volcó en la lucha armada, en todos los países del continente.
En el
mismo período, la segunda mitad del siglo XX, hubo también insurrecciones (15
levantamientos obreros sólo en Argentina entre 1969 y 1973), además de la
histórica Asamblea Popular en 1971 en Bolivia y los potentes Cordones
Industriales en el Chile de Allende, formas de poder popular desde abajo. Todas
las formas de lucha estaban combinadas: la electoral, la insurreccional y la
guerrillera. El embudo electoral
Con
el neoliberalismo, luego de las dictaduras del Cono Sur, las cosas cambiaron de
forma drástica. Las guerrillas centroamericanas y colombiana dejaron las armas
para adentrarse en discutibles pero necesarios procesos de paz. En los 90, las
izquierdas dejaron de prepararse para encabezar insurrecciones (como las que
hubo en Ecuador, Bolivia, Venezuela, Paraguay, Perú y Argentina que derribaron
una decena larga de gobiernos), para focalizarse en el terreno electoral.
En
este punto veo dos problemas, derivados de apostar todo en la estrategia
electoral, como única opción imaginable. El primero es que la diversidad de
formas de lucha ha sido uniformizada por la cuestión electoral, lo que debilita
al campo popular.
Siempre
pensamos -y yo sigo pensando- que concurrir a las elecciones es tanto como
jugar en el terreno del enemigo de clase. Lo que no quiere decir que no haya
que hacerlo. Pero no debemos jugar sólo en ese espacio, desarmando los poderes
populares.
El
segundo es que las patronales y las elites están vaciando las democracias,
dejando en pie sólo un cascarón electoral. El panorama sería así: podemos votar
cada varios años, elegir presidentes, diputados y alcaldes. Pero no podemos
elegir el modelo económico, social y laboral que queremos.
Eso
está fuera de la discusión. Por eso digo que tenemos elecciones pero no tenemos
verdadera democracia.
En
este punto es cuando veo necesario hacer la pausa del debate.
Ellos
están dejando de lado incluso las libertades democráticas. Es lo que se propone
Bolsonaro cuando dice que va a “poner fin al activismo”, o cuando Patricia
Bullrich, la ministra argentina de Seguridad, asegura que hay “connivencia
entre los movimientos sociales y el narco”, dando así carta blanca a la
represión.
Estamos
ante un recodo de la historia que nos impone evaluar lo que hemos aprendido y
lo que venimos haciendo, para encarar las insuficiencias y ver por dónde
seguir. Limitarnos sólo al terreno electoral es tanto como subordinarnos a la
burguesía y al imperio, atados de pies y manos a su agenda.
¿Entonces?
Las
estrategias no se inventan. Se sistematizan y generalizan, lo que ya es bastante.
En la
historia de las luchas de clases, las estrategias las definía un pequeño
círculo de varones, blancos ilustrados en comités centrales o direcciones de
partidos de izquierda y nacionalistas. Eso no volverá a suceder, porque se
trataba de una lógica patriarcal que los movimientos de mujeres se están
encargando de desmontar.
Creo
que tenemos dos caminos para avanzar. Uno es recordar lo que hizo el viejo
movimiento obrero y el otro lo que están haciendo los pueblos originarios y
negros.
La
primera consiste en recuperar, no imitar, aquel rico universo proletario que
contaba con sindicatos, ateneos, cooperativas, teatro popular, universidades
populares y bibliotecas, en un amplio abanico de iniciativas que incluían la
defensa del trabajo, la organización del tiempo libre y del consumo, la
formación y la diversión. Todo ello por fuera de los cauces del Estado y del
mercado. La clase podía hacer toda su vida, menos el horario de trabajo, en
espacios auto-controlados.
La
segunda es observar lo que vienen haciendo los pueblos. En comunidades
indígenas y en palenques/quilombos encontramos todo lo anterior, más espacios
de salud y de producción de alimentos y de reproducción de la vida. En
Argentina hay 400 fábricas recuperadas, en Colombia 12 mil acueductos
comunitarios y en Brasil 25 millones de hectáreas recuperadas en una reforma
agraria desde abajo.
Lo
que propongo es pensar la transición al mundo del mañana desde esos espacios,
no desde los Estados. Lo que sueño es que ese mundo nuestro crezca y que
pongamos en ese crecimiento lo mejor de nuestras fuerzas.
Si
además de todo esto, vamos a las elecciones y las ganamos, mejor aún. Pero sin
desarmar este mundo nuestro.
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