Ante esa avanzada de la ultra derecha (con machismo patriarcal, homofobia y
retrógrados discursos conservadores incluidos), como campo popular, como
izquierdas, como seres progresistas, debemos oponer la más férrea resistencia:
denunciar, esclarecer, llevar otro mensaje ideológico, organizar, prepararse
para la batalla.
Marcelo
Colussi / Para Con Nuestra América
Desde Ciudad de Guatemala
Sarcásticamente se ha dicho que años atrás, para competir
en las elecciones presidenciales, la imagen de duro y matón quitaba votos. Hoy,
por el contrario, parece haberse invertido la cuestión: ofertas de mano dura,
de ultraderecha, totalmente conservadoras –a lo que debería sumarse un mensaje
de racismo, machismo, homofobia y xenofobia– parecen ser la clave para ganar.
En Estados Unidos y en Europa vemos, para consternación
de muchos, que propuestas políticas y gobiernos con características
neofascistas están en aumento. Para los 90 del siglo pasado, esa tendencia
derechosa del electorado no pasaba del 10%; hoy representa una cuarta parte.
Muchos países ya han optado por gobiernos centrales o parlamentos con una clara
tendencia neofascista, profundamente racista y xenófoba. La tendencia parece ir
en aumento. ¿Está de moda? En Latinoamérica, con sus características propias,
también parece haber llegado esa ola. ¿Qué está pasando?
En Francia, Marine Le Pen, hija del
ultraconservador Jean Marie Le Pen, obtiene un 33% de preferencia electoral en
la segunda vuelta presidencial, siendo figura clave de la política nacional
gala con su encendido discurso neofascista; en Alemania, aunque
constitucionalmente están prohibidos los partidos y manifestaciones neonazis,
la fuerza ultraderechista Alternativa para Alemania tiene 90 escaños en el
parlamento; en Italia gobierna una coalición de extrema derecha encabezada por
la xenófoba Liga del Norte, quien no oculta su voluntad de separarse del sur
“pobre y subdesarrollado”; en Hungría (ex república de la órbita soviética) el
primer ministro Viktor Orbán, de la mano de un partido de extrema derecha y
ultranacionalista, ganó dos elecciones, con más del 50% del electorado. En
Polonia, también ex Estado pro soviético, gana una propuesta de extrema derecha
con los hermanos Jaroslaw y Lech Kaczyński, dominadores del partido ortodoxo
Ley y Justicia. Procesos similares se dan en Croacia, República Checa, Holanda,
incluso –para sorpresa y desolación de muchos– en países otrora
socialdemócratas y ejemplos de tolerancia y apertura, como Suecia o Finlandia.
Siempre en esta lógica de la
derechización en la visión del mundo y de la política, y poniendo chivos
expiatorios por delante como son los inmigrantes irregulares, en el Reino Unido
de Gran Bretaña gana una propuesta como el Brexit, es decir, la salida de la
Unión Europea en nombre de un acendrado nacionalismo conservador, viendo en la
inmigración un peligro mortal. Y en Estados Unidos gana la presidencia (y
probablemente pueda repetir) un ultra ortodoxo de línea dura como Donald Trump,
con su xenofóbico llamado a construir el muro para detener a los “delincuentes
hispanos”, más un modo absolutamente autoritario y patriarcal que, en vez de
repeler, gana votos.
Pareciera darse una fiebre de ultra
derecha por doquier; también en Latinoamérica asistimos a estos procesos de
derechización creciente (Mauricio Macri en Argentina, Sebastián Piñera en Chile,
Iván Duque en Colombia), terminando con el militar retirado (y payasescamente
ultra conservador) Jair Messias Bolsonaro en Brasil (quien pareciera haberse
tomado en serio su segundo nombre).
Debería hacerse una diferenciación
entre la ultraderecha del Norte y la de Latinoamérica. En los países
desarrollados, Estados Unidos y los de la Unión Europea, puede hablarse de
neofascismo. No es exactamente igual lo que sucede en Latinoamérica.
El rebrote neofascista o neonazi al
que se asiste en el Primer Mundo tiene causas bien concretas, con actores
claramente identificados. Las causas son materiales, económicas, a lo que se
suman, por supuesto, factores psicológico-culturales que retroalimentan las
anteriores. El nacional-socialismo alemán de entreguerras, preparatorio de la
segunda conflagración mundial, tuvo que ver con la postración del pueblo teutón
y su empobrecimiento tras la derrota en 1918. Fue un proyecto de reactivación
económica, asentado en la loca creencia de ser una “raza superior” destinada a
manejar el mundo, con lo que se logró movilizar a todo un pueblo: proletariado
y clase media empobrecida. El orgullo alemán se movió con un mensaje quasi
apocalíptico de un líder tremendamente carismático –Adolf Hitler– que pudo
conducir ese descontento transformándolo en espíritu bélico y expansionista. El
chivo expiatorio del caso fue, básicamente, la minoría judía (junto a otras,
siempre vistas como “elemento a exterminar”: gitanos, homosexuales,
comunistas).
Esa composición, que habla de una
situación de empobrecimiento, se repite hoy día. ¿Por qué el resurgir de las
tendencias neofascistas en Europa y Estados Unidos? Porque la crisis sistémica
del capitalismo que se arrastra desde hace una década, con el gran crack
financiero del 2008, no se resolvió, ni da miras de hacerlo. A lo que se suma
la globalización neoliberal imperante, que hace que muchas grandes empresas
multinacionales muevan sus plantas fabriles desde sus países de origen al Sur
(allí hay mano de obra más barata, sin sindicatos, no se respetan regulaciones
medioambientales ni se pagan impuestos). Todo ello, aunado, contribuye a un
empobrecimiento creciente de la gran masa trabajadora: el empantamiento del
sistema y la pérdida de puestos de trabajo son una bomba de tiempo. El “malo de
la película”, para el caso, está dado por los inmigrantes (africanos y del
Medio Oriente fundamentalmente en Europa, latinoamericanos para Estados
Unidos), quienes, según el encendido y mentiroso discurso neofascista, “vienen
a robar plazas a los trabajadores nacionales”.
Siempre pareciera haber necesidad de
chivos expiatorios (verdad que nos enseña la Psicología). “El infierno son los otros”, sintetizó magistralmente Jean Paul
Sartre. El inmigrante lleva esa carga: además de huir de sus países de origen
por las condiciones pésimas en que vive, se encuentra con el desprecio racista
de los ciudadanos de los países “desarrollados” (¿el racismo es de
desarrollados? Pero… ¿qué es eso del desarrollo entonces? ¿La falta de
solidaridad hace parte de él?)
El problema no son los migrantes;
migraciones hubo siempre, en toda la historia humana. El mundo se pobló de
humanos porque, inmemorialmente, hubo migraciones hacia todos los rincones del
planeta, por lo que no existen “razas puras”. Esa es una quimera supremacista que
asienta y justifica una inmisericorde explotación económica. ¿Por qué “trabajar
duro” se dirá “trabajar como negro”?
Ahora bien: el rebrote
ultraconservador al que asistimos en Latinoamérica no tiene similares motivos.
En todo caso, es parte de una “ola ideológica” universal, que complementa
perfectamente las políticas neoliberales en curso, y que no parecen estar por
extinguirse en lo inmediato. Como cada vez más la guerra ideológico-cultural se
libra a través de los medios masivos de comunicación (la prensa hace tiempo
dejó de ser el “cuarto poder”; ahora es parte medular del mismo poder), la
prédica pro capitalista, privatista, anti Estado, y por supuesto visceralmente
anticomunista, ha hecho mella. Si a eso se suma la caída de los primeros socialismos
reales y el fracaso de los progresismos recientes en Latinoamérica
(empantanados algunos, o salidos del poder ya a partir de las denuncias
–exageradas fake news mediante– de
corrupción otros), queda claro que al esclavo se le hace pensar con la cabeza del
amo (“La ideología dominante es la
ideología de la clase dominante”, sentenciaban Marx y Engels hace más de
150 años, y no se equivocaban).
En estas tierras latinoamericanas ha
habido, desde que existen como Estado-nación modernos, gobiernos autoritarios,
dictaduras militares en muchos casos. Son fascistas en su modalidad política:
no democráticos, verticales, sanguinarios con los disidentes. Pero no lo son en
términos económicos, al menos no del mismo modo que lo son para los países del
Norte. Lo que presenciamos ahora es una entronización de un discurso mediático
que parece responder a una “moda”, una generalizada tendencia que parece
arrasar todo: “Ser de derecha está de
moda”, decía mordaz Pedro Almodóvar. La “moda” ha llegado también a América
Latina. Como siempre, al menos hasta ahora, las tendencias las fija el Norte;
el Sur repite con pálidas y deslucidas copias.
De todos modos, para el gran campo
popular de cualquier lugar del mundo, esta ola es siempre una mala noticia: se
cierran espacios, se criminaliza cualquier forma de protesta, se asiste a un
verticalismo muy peligroso. Todo lo cual facilita la profundización de la
explotación del trabajador (obrero industrial urbano, proletariado agrícola,
ama de casa, trabajador en general, así sea profesional con doctorado),
explotación y trabajo alienado que siguen siendo la piedra sobre la que asienta
el capitalismo
No está claro qué podrá suceder en el
corto y mediano plazo. Lo que sí es evidente es que el sistema capitalista está
trabado y no encuentra salida. A no ser, tal como pasó en la década del 30 del
siglo pasado, luego de la gran crisis de 1929, que la salida (si a eso se le
puede llamar tal) sea una nueva guerra global. Hay indicios preocupantes que
eso pudiera llegar a ocurrir. Todos pensamos que la racionalidad habrá de
primar, pues una guerra mundial hoy día, con armamentos nucleares, podría
significar lisa y llanamente el fin de la especie humana. Pero las
posibilidades de ese holocausto, lamentablemente, están dadas.
Ante esa avanzada de la ultra derecha
(con machismo patriarcal, homofobia y retrógrados discursos conservadores
incluidos), como campo popular, como izquierdas, como seres progresistas,
debemos oponer la más férrea resistencia: denunciar, esclarecer, llevar otro
mensaje ideológico, organizar, prepararse para la batalla. ¿Quién dijo la
tremenda estupidez que la historia había terminado y no había más luchas de
clases? No hay dudas que ahora los avances revolucionarios no se muestran muy
posibles. El triunfo del neoliberalismo y del gran capital fue enorme, y la
lucha ideológica, hoy por hoy, parece ir ganándola la derecha, ahora en su
versión de ultraderecha. Para el campo popular la actualidad es, en todo caso,
una época de resistencia y reorganización. Pero la larga lucha por el
mejoramiento de la humanidad no ha terminado, en absoluto.
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