El 68 y la matanza de Tlatelolco no son una efeméride que debamos recordar con demagogia y cinismo. Ha sido y es uno de los ejemplos más grandes de la lucha que debemos desarrollar para realizar la tan urgente transformación de raíz que nuestro país necesita.
Cristóbal León Campos* / Especial para CON NUESTRA AMÉRICA
Desde Yucatán, México
La historia oficial de México está construida por la demagogia del poder. Esta historia se nos enseña en las aulas mediante los programas educativos del momento, y se difunde a través de los medios de comunicación masiva con objeto de formarnos un pensamiento homogéneo, acorde a lo bien visto por el poder, para asegurar el control establecido por la clase gobernante. Pero contrario a lo anhelado por los poderosos, existe también una historia oculta, excluida de los almanaques históricos y los libros de texto, arrojada al olvido de la desmemoria por el discurso oficial. Esta historia real cuenta la versión de los oprimidos, de la resistencia, y se mantiene viva aunque tiene innumerables páginas arrancadas y borradas.
Una de estas páginas, una de las más trascendentes, fue escrita el año de 1968, cuando miles de estudiantes junto con trabajadores que los apoyaban, hicieron oír su voz al resto de la población del país y gran parte del mundo. Exigieron respeto a la autonomía de las instituciones educativas, reformas sustanciales en la sociedad. Esa voz que se escuchó por vez primera en la capital y se extendió por varias de las ciudades más importantes del país, se convirtió rápidamente en un grito popular por la democracia, por la libertad plena, por la igualdad entre hombres y mujeres, un grito contra el autoritarismo y el abuso del poder.
En varios países -Francia, Checoslovaquia, Argentina, etc.- se vivió lo que en México desde el mes de julio acontecería, cuando la juventud comenzó a luchar por la construcción de un mejor país, conscientes de la necesidad de transformar las raíces de nuestra patria. La conciencia se fue construyendo paso a paso como una unidad indisoluble, indestructible; pues estaba basada en las necesidades populares, en las contradicciones del capitalismo, en la conciencia social de la transformación.
Ante esta dignidad extendida, tal y como lo demuestra la historia, el gobierno autoritario y déspota tuvo como respuesta el lenguaje de las balas, de las tanquetas, de la represión y de la muerte. La tarde del 2 de octubre de 1968, conforme a lo planeado por los integrantes del movimiento estudiantil-popular, se realizaba un mitin en Tlatelolco con el fin de informar los avances en la lucha política y democrática. Daba la apariencia de ser un día como cualquier otro en la tan necesaria lucha. Sin embargo, el poder había decido marcar para siempre la Plaza de las Tres Culturas y las vidas de toda una generación. Había decidido que la noche de Tlatelolco no se olvidara jamás.
Alrededor de las seis y cuarto de la tarde, la plaza rebosaba de gente, los vecinos observaban el mitin por las ventanas de sus departamentos y casas. Todos escuchaban con atención al orador, cuando de pronto unas luces de bengala iluminaron el cielo; eran la señal. No pasaron más de diez segundos cuando la plaza se vio surcada por miles de balas que se dirigían a los asistentes.
Policías y militares rabiosos golpeaban, arrestaban y asesinaban a su propio pueblo, mientras los hombres del guante blanco, los encubiertos del batallón Olimpia, dirigían las acciones y apresaban a los dirigentes en el edificio Chihuahua. Cuando la noche cayó la plaza estaba bañada en sangre, las cárceles repletas de presos políticos, cientos, miles, incontables. Muchos cuerpos fueron arrojados en zonas inhóspitas en donde jamás serían encontrados, muchos presos no fueron registrados para no llenar los cuadernos de la evidencia, muchos otros jamás llegaron a las cárceles, los desaparecieron, los borraron, los ocultaron en medio del silencio convertido en verdad oficial. Todavía sus familias mantienen la esperanza de volver a verlos con vida.
Al día siguiente no hubo grandes encabezados en la prensa, no hubo imágenes en la televisión, no hubo noticias en la radio, son en realidad muy pocos los medios de comunicación que mencionaron algo de los trágicos sucesos. Parecía que no había pasado nada. Era el silencio de lo que se dice correcto, de lo que se dice necesario, era una inyección letal de desmemoria, de exclusión de los almanaques y libros de historia pagados por los asesinos explotadores. Lo que sí estaba en cartelera eran las próximas Olimpiadas que se celebrarían en la capital.
Pero ante esa pretendida desmemoria, frente a esa exclusión oficial, está siempre la conciencia popular, que de voz en voz, de persona a persona, transmite la verdad, recuerda a los caídos y mantiene la exigencia de justicia, esa misma que enarbolan los familiares que siguen esperando reunirse con sus desaparecidos, que conduce a las madres que perdieron a sus hijos, exigencia que guía los pasos que retumban en lo más profundo del corazón de nuestra patria año con año, cuando las calles de México reciben a los manifestantes que gritan: ¡DOS DE OCTUBRE NO SE OLVIDA!
El fin del movimiento del 68 en México no es un hecho aislado, pues el 10 de junio de 1971 fueron nuevamente masacrados estudiantes universitarios y politécnicos en la capital del país a manos del grupo de choque creado por el Estado, llamado los “halcones”, quienes actuaban en clara confabulación con las “fuerzas del orden”. La naturaleza del poder es evidente, la violencia de Estado se ha repetido en Acteal, Aguas Blancas, Atenco y Oaxaca, por citar sólo algunos ejemplos acerca del accionar del Estado ante todo conflicto social. Esto es claro: la violencia del poder se grabó hasta en el último rincón de nuestro México moderno en la Plaza de las Tres Culturas.
La transcendencia del 68 apenas comienza a comprenderse en su verdadera dimensión. El movimiento estudiantil-popular que se desarrolló en México, es el antecedente de las nuevas formas de resistencia que en los últimos años se realizan. Su carácter anti-autoritario y autogestivo, sirve de ejemplo a las generaciones recientes, que cansados de los abusos del poder y de las mentiras de los partidos políticos, se organizan de manera horizontal e independiente para buscar la transformación del país. La impunidad, el autoritarismo, la demagogia, aún persisten, fueron aspectos cuestionados de la sociedad en el 68 pero no pudieron ser erradicados, y esto hay que tenerlo muy pero muy en cuenta. Dicho en forma simple, falta mucho trabajo por hacer.
Ninguno de los intentos por ocultar la verdad, por dejarla en el olvido, han logrado borrar la memoria histórica del pueblo mexicano persiste y se reproduce, para que las nuevas generaciones podamos conocer la verdad, para que a más de cuarenta años comprendamos la necesidad de exigir justicia, y de reconocer el valor de todo aquel que levanta la voz para demandar una vida digna.
El 68 y la matanza de Tlatelolco no son una efeméride que debamos recordar con demagogia y cinismo. Ha sido y es uno de los ejemplos más grandes de la lucha que debemos desarrollar para realizar la tan urgente transformación de raíz que nuestro país necesita, a fin de terminar para siempre con la injusticia y la desigualdad que sustentan la falsa democracia en la que vivimos, organizados demos el paso al México de los de abajo.
*El autor es historiador mexicano egresado de la Universidad Autónoma de Yucatán. Colabora en periódicos, revistas y páginas web a nivel local, nacional e internacional.
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