Leer e interpretar correctamente las nuevas circunstancias políticas, y responder a la exigencia de los tiempos y las expectativas populares, en un momento crucial como el que vivimos, será decisivo para el futuro de nuestra América.
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Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica
(Fotografía: Tras su liberación, el presidente Correa habló a los ciudadanos desde el Palacio de Carondelet)
En junio de 2009, apenas unas horas después de que se ejecutara el golpe de Estado contra Manuel Zelaya en Honduras, y en el marco de una reunión de emergencia del Grupo de Río en Managua, el presidente cubano Raúl Castro afirmó: “las oligarquías y las fuerzas exteriores que las acompañan tienen aún muchos resortes para frenar la historia. Me pregunto qué harán con Correa en el Ecuador. Me temo que sea el próximo candidato y la próxima reunión del Grupo de Río sea para felicitar a Correa porque tuvo éxito en la defensa de su país y de su proceso revolucionario”. Una profecía que se consumó el pasado jueves en Quito.
La aprobación de una ley de Servicio Civil y la protesta, que terminó en sublevación, de un grupo de policías y militares –instigados por el expresidente Lucio Gutiérrez y algunos sectores de la oposición- dio pie para que los enemigos de la democracia deslizaran la daga del golpismo contra el presidente Rafael Correa y pusieran en jaque el futuro de la Revolución Ciudadana. Toda América Latina vivió con preocupación este episodio. Y no era para menos: un eventual golpe de Estado en Ecuador hubiese significado tanto una agresión al bloque de países de la Alianza Bolivariana (ALBA), como a la UNASUR y sus pretensiones de establecer un nuevo equilibrio en las relaciones interamericanas.
En medio de la incertidumbre, la valiente acción del pueblo ecuatoriano que se lanzó a las calles en respaldo de Correa y el apoyo internacional de los gobiernos latinoamericanos resultaron decisivos para movilizar a los sectores más lúcidos y leales del ejército en defensa del Presidente y la Constitución. A diferencia de lo ocurrido en Honduras, aquí sí fue posible conjurar a los desestabilizadores. Pero las lecciones son muchas y no pueden menospreciarse.
La coyuntura política de la región ha cambiado en los últimos dos años: tras casi una década de reiteradas derrotas en todos los ámbitos, las derechas (económicas, políticas, religiosas) latinoamericanas empiezan a ganar espacios y a poner en práctica nuevas estrategias de lucha, que incluyen tanto las vías electorales (en Venezuela, Bolivia, Brasil) como las de facto (Honduras, Ecuador y quizás podría ocurrir algo similar en Paraguay).
Expuestos a las conspiraciones internas de las oligarquías desplazadas del poder formal (las que quieren "frenar la historia"), a la fragilidad de unas democracias que no terminan de nacer ni se ajustan todavía a las formas particulares que reclama el gobierno de sus pueblos, los procesos políticos progresistas de América Latina, especialmente los más identificados con proyectos nacional-populares, enfrentan dos grandes amenazas: una externa, como es la permanente acción del poder –duro o inteligente, según sea el caso- del imperialismo, de lo que da cuenta la creciente presencia militar estadounidense en México, Centroamérica y Colombia, y el financiamiento y asesoría a organizaciones opositoras.
La otra amenaza es interna y tiene que ver la “pérdida de velocidad” y profundidad de los cambios revolucionarios. Esto ha sido más visible a partir del derrocamiento de Zelaya en Honduras, que colocó a las fuerzas progresistas regionales a la defensiva. Pero desde mucho antes, dirigentes políticos e intelectuales nuestroamericanos vienen insistiendo en la necesidad de recuperar la iniciativa y audacia política que permitió el avance de la primera mitad de esta década. Y eso solo se puede lograr ampliando la base social de apoyo y los mecanismos de participación efectiva en todos los niveles de toma de decisiones.
Leer e interpretar correctamente las nuevas circunstancias políticas, y responder a la exigencia de los tiempos y las expectativas populares, en un momento crucial como el que vivimos, será decisivo para el futuro de nuestra América.
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