Para “ser político” y luchar por la emancipación no hay más alternativa que responder con nuevos avances en la libertad, la justicia, la democracia, y el socialismo y con el respeto a las distintas creencias y religiones. Esa es la clave universal de la transición al socialismo del siglo XXI.
Hay algo nuevo en la historia. Por una parte, el capitalismo, como modo de dominación y acumulación, ha entrado en una crisis terminal. Su capacidad de destruir ya no puede ser superada por la de construir, con ese “happy end” que Schumpeter veía en cada crisis económica. El capitalismo ya tampoco puede resolver los problemas de la justicia social y el desarrollo. Sus soluciones, por lo demás, excluyeron de sus beneficios a la inmensa mayoría de la humanidad. Hoy el neo-liberalismo aumenta aún más sus políticas de acumulación a costa de los trabajadores, los pueblos y las juventudes.
Lo que es imposible en el capitalismo escapa al campo de lo incierto. Sólo quienes trabajan para el imperialismo colectivo de Ananías intentan coléricos descalificar la autodestrucción y la impotencia moral del capitalismo. Para ocultar o prolongar su agonía el capitalismo se engaña así mismo: usa sofisticadas políticas de desinformación, de mentiras científicas, de campañas publicitarias millonarias, aparatosas y subliminales, de juegos de guerra abierta y encubierta, de millones de muertos virtuales y reales, con daños buscados y otros esperados, “laterales”.
Los embates del gran capital y su inmensa red de asociados y subordinados buscan –a confesión de parte—que pueblos y trabajadores pierdan su identidad, que partidos y sindicatos de izquierda no cumplan sus ofrecimientos y desilusionen a sus partidarios, que frentes y movimientos sociales abandonen sus rebeldías y se transformen en ONG’s con políticas paternalistas, o de “acción cívica”, como el discurso contrainsurgente las llama. El gran capital, y los estados de los países más industrializados que lo apoyan, impulsan las luchas contra el “terrorismo” que ellos mismos difundieron desde finales de los años cincuenta, y contra el “narcotráfico”, ambos útiles para dominar y vender armas, para “lavar dinero” y apropiarse de inmensas regiones estratégicas, ricas en recursos naturales y en mano de obra barata.
De estos crímenes, las fuentes oficiales y bancarias dejan abundantes pruebas “clasificadas” y “desclasificadas”, “encubiertas” y des-cubiertas por sus propios agentes, o por los expertos “hackers” que se meten hasta el cerebro del Pentágono sin que éste tenga la menor capacidad de identificarlos. El gran capital y el imperialismo se oponen abiertamente a ese supuesto “desarrollo” que iba a beneficiar a todo el mundo. Olvidan ese ilusorio “Progreso” que llevaría a la humanidad a un modo de vida cada vez mejor. Ni decir nada de aquella orgullosa “Civilización Occidental”, superior a cualquier otra. Ellos mismos destruyen cuanto tenían por bueno.
A más de incrementar el número de hambrientos, de enfermos curables, de sin empleo, de desechables, de extremadamente pobres y esqueléticos, de empobrecidos y des-regulados, los señores del gran capital persiguen con saña, aprisionan, expulsan, y eliminan entre fobias racistas y fanáticas, a quienes buscan escapar de los infiernos de la miseria y pretenden trabajar en las regiones metropolitanas del mundo. Los trabajadores inmigrantes, los “sin papeles”, son cosificados y deshumanizados con creencias racistas, darwinianas y con religiones de hombres blancos, padres de familias enternecedoras que se sienten amenazados por sus víctimas, y que hasta se ríen cuando las ven sufrir, o cuando juegan con sus cuerpos y humillan su dignidad.
Al mismo tiempo, en los círculos más altos del poder y la cultura científica y tecnológica se busca impedir la guerra loca, la MAD, o “Mutual assured destruction” en que es segura la destrucción mutua de los combatientes. Con sus más sofisticadas investigaciones no buscan lograr la paz sino hacer la guerra. Buscan una guerra en que queden a salvo de las respuestas atómicas que hoy los amenazan. El problema es insoluble. Por más supercálculos y modelos que hacen no logran resolver ni diseñar el escenario de una guerra nuclear en que puedan ganar. A sabiendas de eso, se entretienen haciendo “prácticas de guerra” con amenazas que intimiden al enemigo, y lo obliguen a incurrir en una implosión por exceso de gastos militares, y por fallas crecientes en la promoción de bienes y de servicios a la población. Ellos mismos fomentan y aprovechan esas fallas para alentar las luchas internas y las desestabilizaciones.
Hay otra novedad en la historia mundial. La lucha reciente y emergente de “los pobres de la tierra” es muy rica y alentadora. En ella aparecen recuerdos y experiencias de los intentos emancipadores que la precedieron. Surge una junta de humanismos con sus ideales y experiencias en los combates pasados y sus posibilidades creadoras enriquecidas para construir las bases de otra libertad, otra justicia, otra democracia, y otro socialismo. Sin la menor exageración, la lucha emergente corresponde a la más profunda de las alternativas al capitalismo, y la más acogedora de los distintos caminos que la humanidad ha seguido y sigue para su emancipación.
Sobre su expresión en América Latina querría decir unas palabras y decirlas en relación a las luchas por la tierra, por el territorio, y por el planeta tierra. En mi intento de comunicación no sólo procuro ser riguroso en el uso de mis fuentes e interpretaciones. También apelo a las contribuciones epistemológicas de la moral, y a los sentimientos que nos permiten descubrir verdades. Experiencias y decisiones conciernen el sentido de la vida propia. Aparecen en el sentido de la vida y de la lucha de los pobres de la tierra, que insisten en construir un mundo mejor. LEER EL ARTÍCULO COMPLETO
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