Los instigadores están al descubierto: hermandades corruptas enquistadas en la institución policial, sectores oligárquicos y de la llamada comunidad de inteligencia de Estados Unidos.
Editorial de LA JORNADA (México, 1 de octubre de 2010)
Es meridianamente claro que la mafia policial que se insurreccionó ayer en Quito y que durante casi todo el día mantuvo secuestrado al presidente ecuatoriano, Rafael Correa, no actuó en defensa de conquistas laborales de los efectivos policiales, como lo pregonaron los alzados. El descontento entre los uniformados de la fuerza pública por la reciente aprobación legislativa de una nueva ley de servicio público, que en última instancia los favorece, tuvo que ser resultado de una labor de envenenamiento y desinformación con propósitos subversivos y golpistas.
Los instigadores están también al descubierto: hermandades corruptas enquistadas en la institución policial, sectores oligárquicos y de la llamada comunidad de inteligencia de Estados Unidos. El vínculo visible de los segundos con los policías insurrectos es el aventurero Lucio Gutiérrez, militar golpista en 2000, electo presidente dos años más tarde, feroz represor en 2004, defenestrado por las movilizaciones populares del año siguiente y, desde entonces, gestor de intereses injerencistas y empresariales.
En cuanto a la participación de instancias gubernamentales estadunidenses, debe recordarse que en 2008 el periodista canadiense Jean Guy Allard documentó la infiltración de la policía ecuatoriana, por la embajada de Washington en Quito, mediante el pago de informantes, capacitación, equipamiento y operaciones.
Así pues, aunque la intentona ostenta el rasgo atípico de haber sido emprendida por la policía y no por las fuerzas armadas, es claro que lo que se frustró ayer en Ecuador fue un clásico golpe de Estado de la derecha oligárquica contra un gobierno progresista, con sentido popular y democráticamente constituido.
La involución que ha vuelto a colocar en el panorama regional esos ejercicios de violencia y barbarie tiene un arranque preciso: el cuartelazo perpetrado en Honduras en junio del año pasado, el cual logró trastocar en forma perdurable el orden institucional, debido, principalmente, a la complacencia que encontró en la comunidad internacional y, muy especialmente, en el gobierno de Barack Obama.
Desde el momento en que los golpistas hondureños fueron beneficiados con una benevolencia que contradice los principios democráticos de los gobiernos que les otorgaron reconocimiento diplomático y que se negaron a adoptar sanciones contra el régimen emanado del golpe contra el presidente Manuel Zelaya, se extendió una patente de impunidad que puede alentar atentados semejantes contra el orden constitucional en otros países latinoamericanos.
Por fortuna, en el episodio de ayer en Ecuador, el golpismo resultó derrotado, con una cuota de sangre pequeña, pero de cualquier forma lamentable, y después de muchas horas de tensión y zozobra en la sociedad. El ejército se deslindó de los sublevados y, a la postre, tomó por asalto el hospital policial en el que mantenían secuestrado al mandatario, lo liberó y lo transportó hasta el palacio presidencial de Carondelet, donde Correa fue objeto de un recibimiento apoteósico de sus seguidores. De esta manera quedó restablecido el orden democrático en la nación sudamericana.
La intentona dejó ver, por otra parte, un patrón golpista que viene afectando a diversas naciones de la región desde 2002, cuando el presidente venezolano Hugo Chávez fue temporalmente derrocado y secuestrado por militares desleales, lo que se repitió en escala menor en Bolivia en 2008 y que un año más tarde logró subvertir el orden democrático en Honduras. Tal fenómeno plantea uno de los más graves desafíos a la legalidad y a la democracia en el subcontinente y amenaza con causar una regresión histórica que podría borrar lo conseguido en materia de normalización democrática desde hace cinco lustros, cuando colapsaron las dictaduras militares que se enseñoreaban en la mayor parte de las naciones centro y sudamericanas.
El corolario inevitable de la violenta y peligrosa jornada que hubo de padecer ayer Ecuador es que no debe otorgarse impunidad a los golpistas y que las aventuras de subversión política emprendidas desde el aparato gubernamental deben ser rigurosamente castigadas conforme a derecho. Cabe esperar que el gobierno de Rafael Correa actúe en ese sentido en los próximos días y que la derrota experimentada ayer por la derecha oligárquica sea factor de fortalecimiento para las instituciones democráticas ecuatorianas, que sirva para superar las fracturas en el partido gobernante y que impulse la consolidación del proyecto de justicia social, soberanía y democracia que actualmente se aplica en el territorio de esa nación.
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