Inacabada, en permanente construcción y siempre perfectible, la democracia no puede ser otra cosa sino la aproximación paulatina a las formas de organización política que mejor se ajusten a las necesidades y aspiraciones de nuestros pueblos.
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica
En un artículo periodístico publicado a finales de setiembre, el intelectual norteamericano Immanuel Wallerstein reflexionaba sobre las dificultades que supone definir qué es la democracia en nuestros días, especialmente por la instrumentalización de este concepto y sus significaciones en las actuales disputas geopolíticas del mundo. “Denunciar a otro país de antidemocrático –decía Wallerstein- se usa como justificación para entrometerse en países políticamente más débiles. Tales intromisiones no necesariamente tienen por resultado que lleguen al poder gobiernos más democráticos; son sólo diferentes o tal vez con políticas exteriores diferentes” (“Democracia, ¿en todas partes, en ninguna parte?”, LA JORNADA, 26/09/2010).
En América Latina, quizás como en ninguna otra región, esta retórica de la (falsa)democracia ha sido explotada de manera evidente por grupos nacionales o extranjeros, que se oponen a los procesos recientes de cambio social, político y cultural.
De Cuba a Honduras, de Venezuela a Argentina, o de Ecuador a Brasil, los medios hegemónicos -cajas de resonancia de los intereses de sus propietarios- invocan una “democracia” desprovista de problematizaciones históricas y tensiones contemporáneas, desde la cual elaboran la cartografía de “buenos” y “malos”, “amigos” y “enemigos”, que luego se emplea como arma de desestabilización política.
Basta con repasar los grandes relatos mediáticos, especialmente de aquellas empresas de comunicación afines a la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), o que se nutren de la “producción de noticias” de cadenas de televisión como CNN, para comprobar cómo abundan las etiquetas identitarias, cargadas de connotaciones negativas, para caracterizar a gobiernos y movimientos sociales, y en general, a todos aquellos actores que, desde su otredad, constituyan una amenaza para la estabilidad y reproducción del orden capitalista neoliberal.
Así, las búsquedas de alternativas a este modelo hegemónico de sociedad, emprendidas en muchos de nuestros países, son presentada por un sector muy poderoso de los medios –sobre todo por su capacidad de difusión y control del mercado- como interrupciones de una democracia que nunca existió plenamente, o como derivas “autoritarias” y “populistas”, pero sospechosamente desvinculados de los procesos históricos que los originaron: todos ellos relacionados con la necesidad de revertir las condiciones de exclusión, marginalidad y desigualdad, que se encuentran la raíz de la formación de los Estados nacionales en América Latina.
Contra ese uso perverso de la retórica de la (falsa)democracia, en el que hoy se escudan las tendencias neogolpistas, nos parece acertada la afirmación de Wallerstein, cuando dice que “la democracia es una reivindicación y una aspiración que no se ha concretado aún”.
Inacabada, en permanente construcción y siempre perfectible, la democracia no puede ser otra cosa sino la aproximación paulatina a las formas de organización política que mejor se ajusten a las necesidades y aspiraciones de nuestros pueblos.
Democracia es construcción cultural profunda y no superficialidad mediática. Su consolidación, entonces, requiere menos de la estridencia publicitaria y de la dictadura del rating, y más de la educación crítica, la formación ciudadana y la participación del pueblo en las toma de decisiones. O dicho de otro modo, de oponer a la pasividad indolente, la revolución y la emancipación permanente.
1 comentario:
excelente reflexión.... debería hacerse obligatoriamente en las escuelas. Nuestros jóvenes tienen la obligación de defender y abogar por la verdadera democracia
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