¿Tiene América Latina algo que decirles al resto de las naciones? ¿Algo que el mundo no haya escuchado, algo que sea la voz de un Nuevo Mundo?
William Ospina / Tomada de El Espectador (Colombia)
Hace dos siglos fuimos pioneros de la lucha contra el colonialismo, y tal vez nos tocará ser pioneros de la lucha por un nuevo modelo de civilización. Ya en todas partes se dice que el mundo está en peligro, y el peligro reposa en una idea del desarrollo que saquea la naturaleza y degrada el medio ambiente; que olvida que la ciencia tiene deberes morales y estimula la mera tecnificación sin reflexión; en un modelo que consume y derrocha, que idealiza el crecimiento y el mercado, y que al tiempo que predica la opulencia deja a media humanidad por fuera de los beneficios más elementales de la civilización.
Dos siglos después de las independencias, sabemos que la principal justificación de la lucha por la libertad era acceder al derecho de ser originales, de ser distintos. Ahora, cuando no podemos descargar en nadie más la responsabilidad de nuestros destinos, tenemos que juzgar por nosotros mismos el modelo de civilización que se nos ha predicado y asumir la lealtad profunda de ser sinceros y de ser críticos. Hace dos siglos optamos por el privilegio de la autonomía y todo privilegio comporta una responsabilidad. No podemos aceptar servilmente el modelo, porque somos responsables del mundo que estamos construyendo.
Una nación no es una mera suma de personas sino el diálogo de un territorio con sus memorias, sus sueños y sus inventos. Un día comprendimos que no podía definirnos sólo una lengua, sólo una religión, sólo una raza, sólo una memoria cultural. Estos dos siglos nos enseñaron que tenemos lenguas, religiones, razas y memorias, no sólo leyendas del pasado sino mitos posibles, fusiones culturales, tesoros particulares de la sensibilidad, de la imaginación y del gusto. Y la libertad es la condición para que ninguno de los matices de nuestro ser sea ignorado en el largo proceso de diseñar las repúblicas.
Porque el diseño de una civilización no puede ser anterior a ella: va surgiendo de luchas y frustraciones, de sueños y utopías, de guerras y armisticios, de relatos y poemas. Hace dos siglos nuestras naciones existían menos que ahora. Pero es que, sin duda, para aproximarnos a nuestro arquetipo necesitábamos los mariachis mexicanos y los boleros caribeños, los sones y las cumbias, a Rulfo y a Diego Rivera, a Frida Kahlo y a María Félix, a Alfonso Reyes y a Carlos Monsiváis.
Necesitábamos los versos y la pasión de José Martí, el concierto barroco de Alejo Carpentier y las canciones de Benny Moré y de Celia Cruz. Necesitábamos nuestro Asturias y nuestro Palés Matos, nuestra Sonora Matancera y nuestros Trovadores del Cuyo; a Morazán y a Antonio Nariño, a Henríquez Ureña y a Jorge Isaacs; a O’Higgins y a San Martín. Necesitábamos a Barba Jacob y a Aurelio Arturo, a Carlos Fuentes y a Emiliano Zapata, a Gaitán y al coronel Aureliano Buendía, a Gallegos y a Simón Díaz, a Simón Rodríguez y a Simón Bolívar; necesitábamos a Eloy Alfaro y a Julio Jaramillo, a César Vallejo y a José María Arguedas, a Torres García y a Vargas Llosa.
¿Cómo podríamos ser quienes somos sin Antonio Colsenheiro y sin Carlos Gardel, sin Gabriela Mistral y sin Alfonsina Storni, sin Pablo Neruda y sin Jorge Amado, sin Mercedes Sosa y sin Violeta Parra, sin Herrera y Reissig y sin Lautremont, sin Jaimes Freyre y sin Pérez Bonalde, sin Cortázar y sin Martín Fierro?
Necesitábamos ser libres para ser por fin nosotros: para no ser sólo castizos, para no ser sólo católicos, para que nuestras octavas no fueran tan reales, para ser no sólo seres quijotescos sino también buscadores del Aleph y del Zahir, para aceptar que los hilos de sangre suben las escaleras, para aprender que en nuestro destino estaban las Alturas de Machu Picchu y la Biblioteca de Babel.
Pero ya es hora de que digamos que también para España y para Europa fue una suerte que los países de América Latina nacieran, porque, como sabía don Quijote, mejor que tener criados es tener interlocutores, porque con ese descubrimiento, con esa conquista, con esa colonia, y sobre todo con esa independencia el español dejó de ser una lengua local y se convirtió en una lengua planetaria, y ahora no sólo es la segunda lengua más extendida del mundo, sino tal vez la primera en riqueza, diversidad y creatividad.
Porque era necesario que América fuera libre para que surgiera con esa gracia y con esa libertad la voz que mejor ha cantado en lengua castellana, la voz que reinventó un puente entre España y América, la voz india y mestiza de Rubén Darío, y para que naciera en lengua castellana ese hombre a quien un francés ha llamado el guardián de las bibliotecas planetarias, Jorge Luis Borges.
Cuando una cultura así existe y se ahonda, confiar en el futuro es ya mucho más fácil
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