Este escrito no pretende para nada ser un llamado a la lucha
armada. Solamente intenta fomentar un debate por mucho tiempo silenciado:
¿cuáles son los caminos para conseguir un poco más de justicia?: ¿el juego de
las instituciones democráticas dentro de la legalidad capitalista?, ¿la
organización popular de base?, ¿las vanguardias armadas?, ¿una combinación de
todo ello?, ¿rezar o prender velas para que las cosas cambien?
Marcelo
Colussi / Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad de Guatemala
Desde hace algún tiempo suele decirse
que los movimientos armados en Latinoamérica, las legendarias guerrillas de
corte socialista, han desaparecido, y además que ya no son una opción política
válida. De ambas aseveraciones puede decirse que son relativas. Es decir: hay
que ver quién dice eso, y en qué contexto.
Sin ningún lugar a dudas vemos que
muchos, o quizá la mayoría de movimientos político-militares nacidos hacia los
años 60 y 70 del pasado siglo desaparecieron, fueron derrotados en el plano
bélico. Esa es una verdad inobjetable. La política contrainsurgente impulsada
por Washington en el marco de la Guerra Fría, que dio como resultado la
Doctrina de Seguridad Nacional en que se formaron las fuerzas armadas de la
región, fue el factor clave para contener el ascenso de las luchas populares y
los movimientos armados que se expandían por aquel entonces. Sería miope no ver
que de casi todas esas guerrillas -muy bien organizadas en su momento, con
fuerte impacto popular en muchos casos- hoy día no queda nada, o queda muy
poco. O peor aún: lo que queda es un espíritu de derrota y un profundo miedo
incorporado en el imaginario colectivo. ¿Cuántas de ellas hoy ejercen el poder
político en sus países? ¿Cuántas quedaron totalmente desintegradas?
En general, todos los movimientos
armados que se alzaron para aquella época sufrieron terribles golpes merced a
las guerras sucias que barrieron el continente, con tácticas que no repararon
en nada. La desaparición forzada de personas, las torturas, los ataques
indiscriminados contra población civil que jugaba el papel de su base social, el
clima de militarización de toda las sociedades, la sistemática violación de
derechos humanos básicos como parte de las campañas intimidatorias, todo eso
fueron elementos de la maquinaria contrainsurgente con que se les derrotó en el
plano militar. Pero lo importante a destacar es que ello no sólo significó una
derrota bélica: fue, básicamente, una derrota para toda la población civil.
Luego de ese tiempo de combate contra el “enemigo interno”, cuando el fantasma
del “comunismo apátrida y ateo” fue el blanco de todas las fuerzas armadas de
prácticamente todos los países latinoamericanos, lo que quedó fue una
desmovilización mayúscula, terror instalado en todas las poblaciones, desánimo.
Sobre esa derrota -que es la derrota de
las guerrillas, pero más aún lo es de los procesos organizativos de los
pueblos- se erigieron las políticas de ajuste estructural que hicieron
retroceder a todas las sociedades en varios años. En el medio de la euforia
triunfalista del gran capital, reforzada por la caída del bloque soviético, se
cerraron prácticamente todos los espacios de disidencia política. La idea de
protesta armada quedó sepultada en el olvido. Los movimientos guerrilleros que
lograron sobrevivir la debacle de las políticas neoliberales no tuvieron mucho
más espacio político que negociar salidas decorosas (con mucho de rendiciones
encubiertas, porque no había condiciones para seguir la lucha). Así, con
suertes distintas, se transformaron en fuerzas políticas en el marco de las
democracias constitucionales vigentes.
Retomando la afirmación con que se abría
el artículo, podemos decir que es cierto en relativa medida que los movimientos
armados desaparecieron, pero no lo es totalmente. En Colombia continúan
vigente, y de hecho, de los dos grupos que operan, uno de ellos es el más viejo
del continente, con ya más de 50 años de existencia y un poderío que no parece
poder ser derrotado en lo inmediato (según estimaciones de estrategas tanto
colombianos como estadounidenses, así se replegaran totalmente, las Fuerzas
Armadas Revolucionarias de Colombia demorarían unos 20 años en ser vencidas en
el plano militar). Por otro lado en Chiapas, en el sur de México, el movimiento
zapatista (movimiento guerrillero bastante sui
generis, por cierto, que no usa las armas, pero guerrilla al fin) sigue
vivo y sin miras de ser derrotado en lo inmediato. Es decir: si bien en
términos generales estas expresiones han sufrido derrotas contundentes en lo
militar o se han “reciclado” pasando a formar parte del juego político vigente
(con saco y corbata, y todo lo que eso significa), no puede decirse que hayan
desaparecido en su totalidad: en algunos lugares siguen operativas y los planes
geoestratégicos de Estados Unidos para todo su patio trasero las contempla como
un factor importante del panorama político-social.
Pero lo más importante de la afirmación
citada va en relación a si, hoy por hoy, son o no una forma política válida.
¿Opción
política?
Habría que contextualizar la pregunta:
¿opción “válida” para quién? ¿En qué sentido? Para las derechas, obviamente que
no lo son. Son subversivas, y punto. Es decir: son la más radical expresión de
opción de cambio, mucho más que cualquier partido político de izquierda (los de
saco y corbata), o que un movimiento popular incluso, visto que se ayudan con el
poder de las armas. Ahora bien: para el campo popular, para quienes pueden
pensar y anhelar genuinamente procesos de transformación, ¿constituyen hoy los
movimientos armados una salida?
Después de las experiencias de terribles
represiones vividas las décadas pasadas en Latinoamérica, y luego de la
fenomenal marea mediática que une “izquierda” con “violencia” -ahí está el caso
Chávez como patética expresión de esta matriz que ya se ha impuesto: el “autoritario castro-comunista que, mostrando
los dientes, exporta su revolución y su socialismo del siglo XXI por otros
países del área trayendo la confrontación”-; después de los fantasmas de
una Guerra Fría que nunca se han extinguido -el “comunismo” sigue siendo malo y
violento por antonomasia, “expropia televisores
o artículos de cocina y roba niños para dárselos al Estado”-, después,
incluso, del fracaso de proyectos de izquierda que se centraron en la acción
armada (desde la columna guerrillera del Che en Bolivia hasta las guerrillas
urbanas de Uruguay y Argentina, desde los movimientos guerrilleros de Venezuela
de la década del 60 hasta el desaparecido Sendero Luminoso en Perú, etc.,
etc.), en todos los casos desarticulados y exhibidos como “fanáticos violentos”
que sólo trajeron desgracia a los pueblos donde operaban; después de todo este
historial no muy glorioso precisamente, queda la pregunta: ¿son realmente una
opción válida para plantearse cambios revolucionarios?
En estos momentos, inicios del siglo
XXI, el poder de la derecha política, de los grandes capitales, de la industria
cultural que maneja planetariamente las cabezas de buena parte de -por no decir
toda- la humanidad, es grande, muy grande, desmedidamente grande. Su poder
asienta, entre otras cosas, en el miedo que ha creado, y en la sensación de
casi invencibilidad con que se presenta. Los movimientos armados sobrevivientes
pudieron comprobar fehacientemente este poder con el operativo que terminara en
marzo del 2008 con el segundo comandante de las FARC, Raúl Reyes, en una
incursión asistida con la más desarrollada tecnología militar que pudo
detectarlo de noche en el medio de la selva. Ante ese sofisticado y
aparentemente imbatible poderío militar cabe la pregunta práctica, lógica y
necesaria, con los pies sobre la tierra, si es posible enfrentarse con visos de
realidad a esa fuerza que se muestra tan colosal. Poder de fuego, por cierto,
del que dispone la gran potencia del Norte y que se puede traspasar a las
fuerzas armadas de cualquier país latinoamericano para controlar estos
movimientos subversivos. Si la diferencia militar se muestra tan grande: ¿es
legítimo entonces, es racional, es lógico plantearse la lucha armada hoy?
Esta es una pregunta no sólo práctica
sino en definitiva -y quizá básicamente-, ética: ¿para qué se organiza un
movimiento de lucha armada? ¿Qué se busca con una organización político-militar
como cualquiera de las numerosas guerrillas que han surgido en Latinoamérica?
(igual que en otras partes del mundo, en África, en Asia). La lucha armada no
es un deporte, no se lleva a cabo por el puro placer de disparar tiros,
obviamente. Tiene una finalidad política. Es un instrumento, una herramienta,
un paso para la consecución de fines superiores: la toma del poder político
acompañando procesos populares de construcción de un nuevo modelo de sociedad.
Por eso, lo que la motiva es una cuestión profundamente ética, de convicciones,
de principios irrenunciables. Aún a riesgo de parecer producto de un soñador
desconectado de lo real, valen los versos de Luis Burela: “¿Con qué armas, señor, pelearemos? ¡Con las que les quitaremos! dicen
que gritó”. Por todo ello, entonces, no deja de ser necesario aclarar lo
que se preguntaba más arriba: después de las experiencias de movimientos
armados fracasados, y ante la despolitización que sufren las sociedades
productos de las represiones sufridas y de los planes neoliberales que sólo
dejan espacio para la sobrevivencia a las grandes mayorías, ¿cómo encarar una
lucha transformadora? ¿Son realmente válidas las expresiones armadas? Hoy por
hoy, ¿pueden triunfar y dar paso a la construcción de experiencias como las de
Cuba o Nicaragua, que fueron justamente triunfos de guerrillas acompañadas de
pueblos movilizados?
Si vemos la respuesta de la derecha (la
de Washington y la de las oligarquías nacionales de los países de América
Latina), es que no. Luego de Nicaragua, la última revolución triunfante del
siglo XX, en 1979, la represión fue feroz. Los movimientos armados de la región
centroamericana, que al igual que los sandinistas podrían haber llegado a tomar
el poder político con el fuerte apoyo popular con que contaban, fueron
brutalmente reprimidos. El genocidio de Guatemala (200.000 muertos y 45.000
desaparecidos, proporcionalmente comparable al holocausto judío de la Segunda
Guerra Mundial) y las masacres de El Salvador (75.000 muertos) son la
elocuencia de cómo se les cerró el camino a esos grupos insurgentes. Luego de
feroces procesos de guerra sucia, ambos terminaron deponiendo las armas y
concertado salidas negociadas a las guerras internas en que se encontraban.
Puestos ya en la arena de la lucha constitucional, siguieron derroteros
distintos, pero más allá de las evaluaciones de cómo se movieron cuando pasaron
a la legalidad, sus posibilidades de impulsar transformaciones sociales
quedaron muy menguadas. En Guatemala pasaron a ser una muy pequeña fuerza
política casi sin incidencia parlamentaria, y en El Salvador, si bien ganaron
la presidencia a principios del 2009 -con la figura de un extrapartidario, no
hay que olvidar-, queda la pregunta de hasta dónde podrán profundizar cambios
reales. De hecho, en este orden, el legendario movimiento urbano Tupamaros, de
Uruguay, acompañó al actual presidente, Tabaré Vásquez, y ya vemos por dónde
anda este gobierno (más de lo mismo, no pasa -o no puede pasar- de las recetas
neoliberales). Entonces: ¿“traición” de los Tupamaros, o constatación de las
posibilidades reales de cambio que puede ofrecer la legalidad capitalista?
La pregunta abierta gira básicamente en
cómo construir alternativas reales para la transformación social; los
movimientos armados que se creyeron una herramienta para ello algunas décadas
atrás, hoy día abren estos interrogantes. ¿Quién está más cerca de la
revolución socialista: los colombianos con dos grupos insurgentes muy
operativos o, por ejemplo, los chilenos, con varios gobiernos elegidos
democráticamente que se vienen sucediendo dentro de los patrones de la
legalidad capitalista? ¿O el cambio será gradual, lento y sin traumas, como lo
quiere la Revolución Bolivariana de Venezuela, socialismo por decreto? ¿Es
posible cambiar algo? ¿Sigue siendo válido el socialismo revolucionario, o hay
que declararlo ya finiquitado? ¿Qué significan los recién festejados 60 años de
“socialismo” chino, ahora en su versión de socialismo de mercado -y cuarta
potencia mundial en lo económico, con poderosos arsenales nucleares-? ¿Sigue
teniendo sentido el llamado a “enmontañarse” para luchar por un mundo nuevo?
¿Es
posible cambiar algo?
Esto lleva a plantear el papel de las
vanguardias revolucionarias -¡menudo tema!-. ¿Para qué existe un movimiento
político-militar como todas esas guerrillas que funcionaron en décadas pasadas
en Latinoamérica? ¿Son un elemento catalizador de procesos populares? En Cuba y
en Nicaragua, en otros contextos, con un campo socialista aún vigente, con
otros escenarios políticos a nivel internacional, evidentemente sí sirvieron
para disparar procesos de organización popular que resultaron en cambios
políticos profundos. Luego de esas experiencias, ninguna guerrilla pudo llegar
a tomar el poder. El caso del movimiento zapatista en el sur de México es algo
distinto: son un referente, son un laboratorio si se quiere, pero aún no se
puede decir que hayan iniciado un proceso de real de construcción de un nuevo
modelo de sociedad. A no ser que los municipios liberados donde actúan sea el
camino. Otra pregunta para profundizar entonces: ¿socialismo nacional?,
¿socialismo municipal?
Bolivia, Ecuador, Venezuela, sin
movimientos de acción armada que hayan facilitado cambios y en el medio de andamiajes
legales capitalistas, transitan hoy procesos políticos que quizá pueden ir
conduciendo hacia modelos socialistas. ¿Es ese el camino? ¿Qué se necesita para
transformar las sociedades: poderosos movimientos de base como en Bolivia y en
Ecuador, líderes carismáticos como en Venezuela? Obviamente no hay manual.
Décadas atrás se podía ver en las columnas guerrilleras, fusil en mano, un
instrumento para eso. Y en ese contexto se podían pedir “varios Vietnam” en el
mundo como modo de apurar los procesos de transformación. Hoy día, viendo con
los pies en la tierra que las tecnologías militares de la derecha pueden
detectar y aniquilar una persona en todo el globo terráqueo con una precisión
digna de película de ciencia ficción (por ejemplo, recordemos la recaptura de
la embajada de Japón en Perú en 1996, donde con asistencia satelital y
detectores de calor humano se pudo implementar un contragolpe militar
demoledor, sólo como para dar una pequeña muestra de ese poderío), viendo eso,
y además considerando el grado de desmovilización imperante: ¿son una opción
válida los movimientos de acción armada?
Es cierto que después del fabuloso
montaje mediático del 11 de septiembre de 2001 con la peliculesca caída de las
Torres Gemelas quedó oficializada la sentencia: “Toda resistencia, en
cualquier parte del mundo, se haga con un arma o una pluma, denunciando algo o
fomentando la organización de la gente, es terrorismo e insurgencia, y como tal
será castigado”. ¿Qué queda
después de eso? ¿Es válida o no entonces la resistencia del pueblo iraquí? ¿Es
válida o no la resistencia armada en los lugares invadidos por la bota
imperial? En general, ante esta estrategia de guerras preventivas que impuso la
Casa Blanca, ¿es válida o no la resistencia, cualquiera sea?
Tomando esto
como matriz de lo que va siendo nuestro mundo, nuestra aldea global, ¿deja de
ser válida entonces la resistencia? Es cierto que los iraquíes mueren por
cantidades industriales con las tropas estadounidenses dentro de su territorio
(ya van más de un millón), pero ¿qué otra alternativa les queda que resistir de
esa manera, fusil en mano o con bombas caseras eliminando, cuando pueden, a un
pobre soldado norteamericano, en muchos casos negro o latino, tan alejado de
Wall Street como cualquier habitante del Sur? Extendiendo esa matriz al mundo,
donde las fuerzas del gran capital dominan en forma impune, y donde no dejan de
poner zancadillas a cada proceso de liberación que se intenta por aquí o por
allá, ¿no es válida toda forma de resistencia entonces?
Este pequeño
escrito no pretende para nada ser un llamado a la lucha armada. Solamente
intenta fomentar un debate por mucho tiempo silenciado: ¿cuáles son los caminos
para conseguir un poco más de justicia?: ¿el juego de las instituciones
democráticas dentro de la legalidad capitalista?, ¿la organización popular de
base?, ¿las vanguardias armadas?, ¿una combinación de todo ello?, ¿rezar o
prender velas para que las cosas cambien?
Sin dudas que
las guerrillas en Latinoamérica no lograron grandes cambios, porque fuera de
los dos países mencionados (y en uno de ellos, Nicaragua, por poco tiempo),
toda la lucha de décadas pasadas no prosperó como muchos pensaban. ¿Dónde va
Colombia con dos movimientos armados en lucha y más de 50 años de guerra
interna? ¿Dónde va el zapatismo: qué logrará en el mediano y largo plazo?
¿Reaparecerán grupos armados en el corto plazo en América Latina? ¿Y dónde va
Bolivia con el actual proceso con sus campesinos indígenas cada vez más
organizados? Hugo Chávez, como militar del ejército venezolano, perseguía
guerrilleros algunas décadas atrás; hoy habla de socialismo del siglo XXI y
tiene algunos ex combatientes en su gabinete. ¿Para dónde va ese experimento?
Son todas
preguntas para ampliar, no para cerrar el debate antes de comenzarlo. Quizá lo
más dinámico hoy por hoy en la lucha por arrancarle al sistema mayores cuotas
de justicia son los movimientos populares que han ido surgiendo estos últimos
años, ese “pobretariado” -como lo llamó Frei Betto- que se va constituyendo en
el principal fermento de protesta, en muchos casos sin mucha direccionalidad
política, pero evidentemente con un gran potencial transformador.
Cerrados los
espacios reales de transformación económico-social como ha venido pasando en
estos últimos años con los planes neoliberales, más allá de las democracias
formales que se mantienen siempre bajo vigilancia (Honduras es la patética
demostración de qué son esas “democracias”, siempre al borde de poder ser
violadas), no es impensable que puedan reaparecer movimientos armados. Quizá
como reacción desesperada, así como puede ser cada francotirador iraquí
apostado en algún rincón de su país (si es que a eso se le podría llamar
“reacción desesperada”). Sin dudas que la diferencia de potencial bélico entre
la derecha dominante y posibles grupos insurgentes de izquierda es enorme,
mucho mayor hoy que hace algunas décadas cuando surgían las primeras guerrillas
en el continente. Pero también es enorme el retroceso sufrido en el plano
político, por lo que no sería nada impensable que aparezcan esas respuestas
¿desesperadas?
No estamos
proponiéndolas; simplemente estamos diciendo que, ante la cerrazón de los
mecanismos “democráticos” no parecen tan imposibles nuevas reacciones
insurgentes. Ernesto Guevara fue el heroico guerrillero unos años atrás, en
algún sentido casi reverenciado; hoy, ¿sería un loco soñador, un dinosaurio
prehistórico? Sin dudas las cosas son de acuerdo a las circunstancias. En la
década de los 60 del pasado siglo, con toda la ola libertaria que barría el
mundo, con una Revolución Cultural impetuosa en China, con teorías de cambio
dando vueltas por todos los espacios sociales, con cuestionamientos varios a
los poderes constituidos, en esa marea de marea de cuestionamientos muchos
vieron en la lucha armada una opción. Hoy el mundo es distinto. Entre hiper
consumo de show futbolístico por televisión y fanáticas iglesias evangélicas
que dan salida regulada al fabuloso descontento popular, la energía
transformadora se ve bastante golpeada, manipulada, encajonada. ¿Qué permiten
estas actuales democracias vigiladas, de baja intensidad? No mucho. ¿Todo
cambio real necesita la movilización, la fuerza, la protesta subida de tono,
tal como son estos “violentos” movimientos populares que barren el continente
sin ser partidos políticos ni grupos organizados: movimientos indígenas,
campesinos sin tierra, desocupados, jóvenes sin futuro, piqueteros, etc.? Sin
dudas. Nos guste o no, la violencia sigue siendo la partera de la historia.
En todo caso, todo este escrito es un simple comentario y no un llamado
a la acción armada concreta. Más precisamente, es una invitación a debatir
estos puntos: no sería imposible que los movimientos armados de izquierda
reaparezcan, dadas las dinámicas políticas que se van dando en la región. Quizá
eso sería entrar en un nuevo espiral de contra-violencia estatal, peor aún al
sufrido años atrás, con ejércitos más represores que los que ya pasaron. Pero
hay que entender la dinámica en juego; si ello sucediera es, como dijo el
sub-comandante Marcos en Chiapas, porque “tomamos
las armas para abrir paso a un mundo en el que ya no sean necesarios los
ejércitos”.
El debate está
abierto.
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