Texto de la intervención de Nils Castro en el acto de lanzamiento de su libro "Las
izquierdas latinoamericanas en tiempos de crear", el pasado 10 de mayo en Buenos Aires, Argentina, en la Casa de la Patria Grande Presidente Néstor Kirchner, edificio que antes fue
la sede de la Secretaría General de la UNASUR y ahora fue
asignado a promover el desarrollo de la cultura política y la
solidaridad latinoamericana.
Nils Castro Herrera / Especial para Con Nuestra América
En la actualidad hay gobiernos progresistas o de izquierda democrática
en la mayoría de los países sudamericanos y en dos países centroamericanos.
Ellos son expresiones de una diversidad que resulta de distintas realidades y
procesos nacionales pero, aunque representan diferentes modelos político‑ideológicos
y programáticos, coinciden en algunos rasgos muy importantes.
Estos gobiernos son producto de los rechazos sociales y electorales a
las calamidades socioeconómicas y morales provocadas por la imposición del neoliberalismo. En unos
países, esos repudios llegaron a ser tan masivos que hicieron colapsar al
sistema político tradicional y posibilitaron reformas constitucionales que buscaron
“refundar” el Estado[1].
Allí esos gobiernos ahora tienen mayor poder institucional y pueden tomar
decisiones más radicales. En otros lugares, esos gobiernos llegaron adonde
están a través de elecciones realizadas dentro del viejo sistema político. Por
lo tanto controlan menos poder institucional y siguen políticas más moderadas[2].
Lo que todos tienen en común es su origen antineoliberal y, por
consiguiente, su aspiración a recuperar mayor soberanía y autodeterminación,
así como reconocer las responsabilidades sociales del Estado. Es decir, mejorar
la distribución de la riqueza, la justicia y la equidad sociales, fortalecer la
salud y la educación públicas, combatir la discriminación y la corrupción,
ampliar los derechos ciudadanos, etc. Eso ahora facilita el diálogo y la
concertación entre dichos gobiernos, como lo refleja el fortalecimiento del
Mercosur, la formación de la UNASUR, la constitución del ALBA y, más
recientemente, la creación de la CELAC. Estas iniciativas han podido avanzar
porque en cada uno de esos grupos regionales los gobiernos progresistas ejercen
una influencia preponderante.
Así, a nivel gubernamental ha progresado la formación de varios foros de
diálogo, concertación y cooperación. Ello se ha logrado a través de un manejo
pragmático y gradual de las coincidencias e iniciativas de los gobiernos
progresistas, abordando asuntos de interés general que hacen factible
involucrar asimismo a los gobiernos más conservadores. Sin embargo, el progreso
no ha sido igualmente notable en nuestras agrupaciones regionales de partidos y
movimientos políticos.
La cuestión está en que la elección de esos gobiernos progresistas no
resultó de los atractivos de ofrecer una propuesta de nuevo tipo. Surgió del
repudio colectivo al deterioro social y moral que las imposiciones neoliberales
le han causado a nuestros pueblos. Así pues, estos votaron contra lo que
existía, no a favor de un proyecto alternativo. Y esa respuesta social rechazó
tanto a la situación existente como a los partidos, discursos o liderazgos que
se habían prestado a administrar y justificar aquellas imposiciones y sus
consecuencias.
Pero, además, en la mayor parte de los casos ello sucedió en
circunstancias de reflujo de la cultura política de la mayor parte de los
electores, a lo cual contribuyó un conjunto de factores que ya conocidos: Los efectos de la abrumadora ofensiva
neoconservadora desatada durante los regímenes de la señora Tatcher y el señor
Reagan, la claudicación de los liderazgos socialdemócratas que abandonaron sus
principios históricos para supeditarse al reinado neoliberal, así como la
extinción de las ilusiones guerrilleras, el desmoronamiento del llamado
socialismo real y la irrupción temporal de una hegemonía unipolar, lo que no
solo ocasionó secuelas políticas, socioeconómicas y militares, sino también
equívocos efectos psicológicos, intelectuales y culturales.
Si comparamos las corrientes político‑ideológicas más activas de América
Latina en los años 60 y 70 del siglo pasado con las que vinieron después, se
constata que en las primeras el denominado “factor subjetivo” del proceso
revolucionario estaba mucho más desarrollado que el “factor objetivo”, aunque
lo estuviera en la dirección equivocada. Había proyectos revolucionarios que
–acertados o no– eran capaces de movilizar audaces vanguardias políticas, dispuestas
a tomarse el cielo por asalto a despecho de cualquier riesgo.
Para citar un ejemplo paradigmático, cuando el Che Guevara se alzó en Bolivia, las estadísticas latinoamericanas
de pobreza, explotación, hambre y marginación eran dramáticas, pero menos
graves de lo que llegarían a ser en los años 90. En otras palabras, cuando
arribamos a los finales del siglo llegamos a tener mayores razones objetivas
para rebelarnos, pero ya no quedaban proyectos revolucionarios que encaminaran
la indignación social en ese sentido[3].
Por lo contrario, en los años 90 ese género de proyectos se había desvanecido
sin que otros los remplazaran.
Así, cuando el disgusto de una gran masa de ciudadanos rompió con los
actores políticos tradicionales y buscó otras vías, las halló en rebeliones
urbanas que defenestraron gobiernos sin haber concebido y preparado otras
opciones. Más tarde, encontrando inesperados liderazgos de nuevo tipo, o
revalorando algunas organizaciones que ya habían venido constituyéndose, como
el Frente Amplio uruguayo o el PT brasileño. Por consiguiente, al volver a las
urnas esa masa escogió un camino diferente,
no el camino revolucionario ni algún otro ya conocido. Eligió una alternativa
que creyó socialmente más comprometida, para cambiar la situación sin volver a
pasar por anteriores sobresaltos, autoritarismos, lucha armada ni
hiperinflaciones.
En consecuencia, esa masa electoral generalmente votó por actores
asociados a las izquierdas, pero no por sus anteriores programas rupturistas. Y
estos actores, a su vez, captaron ese voto proponiendo programas de baja
tensión, incluyentes y gradualistas para solucionar los reclamos populares más
inmediatos. En otras palabras, llegaron al gobierno con la promesa de corregir
injusticias y disparates, satisfacer reivindicaciones y humanizar el
desarrollo, pero sin haber esclarecido aún cuál podrá ser la hoja de ruta para
seguir de este punto hacia los ideales por los cuales las izquierdas antes
pelearon. Es decir, sin haber creado otro proyecto estratégico con el cual ir
más allá de rescatar principios éticos y resolver las calamidades del tsunami neoliberal.
Con lo cual –de paso– se ha renovado a un viejo antagonista. Porque las
derechas y sus mentores, vencidos y temporalmente desconcertados, no perdieron
su poderío económico, social y mediático, que ahora les facilita refrescar el
aprovechamiento de sus ventajas en el esfuerzo por recuperar el poder político
probando un nuevo discurso, imagen y mitos, que nosotros deberemos saber no
solo desenmscarar, sino superar.
Así las cosas, las izquierdas latinoamericanas, ahora insertas en un
mundo que con la actual globalización y la crisis sistémica ya no volverá a ser
el mismo, están frente a un nuevo escenario. La hegemonía norteamericana ya es
menos omnipotente, hemos recuperado capacidad de autodeterminación y maniobra,
tenemos un variado repertorio de gobiernos progresistas pero, entre tanto, aún
no hemos creado un nuevo proyecto de mayor alcance histórico. Este es un reto
que demanda un diálogo incluyente y constante, que busque a la pluralidad de
nuestras organizaciones y corrientes de ideas, en nuestra región y con las
izquierdas nacionales de todo el planeta.
Ninguna actitud sectaria puede resolver esta situación. Intercambiar
experiencias, ideas y cooperaciones entre todas las corrientes progresistas es
indispensable para fecundar nuestras capacidades creativas, para producir
proyectos confiables y factibles. Ya hay una intelectualidad latinoamericana
que lo anima a través de diversas páginas de prensa y medios electrónicos. Pero
es indispensable sistematizar ese impulso en el interior de los partidos y movimientos,
con frecuencia más ocupados en resolver confrontaciones coyunturales que en
desarrollar una nueva cultura política y capacidad de previsión estratégica.
Hay fundamentadas razones para ser optimistas. Desde cuando hace 10 años
fracasó el golpe de las derechas para derrocar a Hugo Chávez, América Latina ha
probado distintas rutas y avanzado a grandes zancadas. Hace poco, Jean‑Luc
Mélenchon declaró que hace suyo el modelo organizativo del Frente Amplio
uruguayo y la propuesta ecuatoriana de la Revolución Ciudadana, y tiene buenos
motivos para decirlo[4].
De hecho, las iniciativas progresistas latinoamericanas están creando objetivos
y soluciones válidos para nuestros hermanos de otras regiones del mundo.
Aunque no hemos dilucidado los necesarios proyectos de mayor plazo,
seguimos avanzando. Múltiples injusticias se han corregido, millones de
latinoamericanos han salido del hambre y la pobreza, han adquirido ciudadanía y
recuperado dignidad, y a naciones enteras se les ha abierto un nuevo horizonte
de esperanzas confiables. ¿Dónde radica
entonces el problema? Su naturaleza fue identificada y explicada por unos de
los mayores exponentes del genio creativo socialista, Antonio Gramsci, hace
casi 100 años.
No solo porque hoy gran parte de Sudamérica pasa por una situación donde
lo viejo está agónico pero lo nuevo que deberá remplazarlo aún estamos
formándolo. Más aún, porque una de las tareas fundamentales que requerimos es
volver a actualizar la cultura política socialista de las grandes masas
populares y con ellas encabezar los acontecimientos. Superar el rezago de los
llamados “factores subjetivos”, para trazarnos una ruta más ambiciosa,
adelantarlos a la dramática situación objetiva y construirle soluciones
factibles y sustentables.
Es decir, la misión de producir contracultura y edificar una nueva
hegemonía cultural que vaya más allá de las actuales circunstancias, una
cultura política nueva que pueda prender en las masas y orientarnos por las
rutas más apropiadas a cada perspectiva nacional. Eso desborda el papel de los
gobiernos progresistas. Los gobiernos administran instituciones en condiciones
donde no se puede hacer mucho más de lo que cada situación les permite.
Formular un nuevo horizonte, los vías para construirlo y educar a las
organizaciones populares necesarias para desbrozar esos caminos, es tarea de
los partidos y de las colectividades internacionales de partidos. Si esto se
hace o deja de hacer, y cómo se hace, es a los partidos y liderazgos políticos
a quien les cabe esa responsabilidad.
Pero esto no puede hacerse según la batuta de ninguna instancia política
transnacional, sino a partir de las experiencias y perspectivas nacionales de
nuestros propios pueblos. Es decir, como expresiones y como vocación de un
pensamiento nacional que, en el caso de los latinoamericanos, no es excluyente
sino solidario. Porque entre nosotros ninguna causa material o simbólicamente
grande es un ideal ajeno. Panamá recuperó el Canal interoceánico porque esta
fue una causa latinoamericana, como la Argentina va a recuperar Malvinas porque
este es un compromiso moral de todos los latinoamericanos.
Durante más de medio siglo nuestra América se fecundó con la llegada de
ideas revolucionarias que venían de Europa, de Norteamérica y de otras
latitudes, que nos ayudaron a entender mejor al mundo y a nuestras
posibilidades. Como las ideas emancipadoras aportadas por el liberalismo
radical y el socialismo, entre otras. Sin embargo, el caso no era el de
“aplicarlas” a nuestras condiciones criollas sino el de informar y animar el
pensamiento propio, para que este despegara a conocer y transformar nuestras
realidades sin constreñirnos a copiar modelos foráneos, meritorios pero nacidos
para cuestionar realidades y expectativas diferentes de las nuestras.
No faltaron quienes nos advirtieran el imperativo de crear nuestras
propias aspiraciones e instrumentos. Esa es fue la materia del prodigioso
ensayo de José Martí en Nuestra América.
Esa fue la pasión que movió a José Carlos Mariátegui. Esa es, por supuesto, una
de las pretensiones del libro que hoy presentamos en esta casa de la Patria
Grande. Sin embargo, no cabe concluir estas palabras sin evocar a dos
contemporáneos que supieron expresar esa idea en la obra de sus propias vidas.
Uno, quien de la experiencia ya vivida en anteriores tiempos del
quehacer político hizo resurgir y renovar lo más innovador para abrirle el
camino a tiempos nuevos, como lo fue, con su ejemplar compromiso y práctica
humana, Héctor Cámpora, que no fue solo el tío
de tantos jóvenes argentinos, sino también el de los millares de
latinoamericanos que aún tenemos la memoria necesaria para avizorar el futuro y
el aspiración de contribuir a moldearlo juntos.
Y el otro, el pensador y maestro de varias generaciones de
latinoamericanos, Rodolfo Puiggrós, quien conoció la Patria Grande como a la
palma de sus manos, en cuyas líneas supo no apenas leer el porvenir, sino
enseñar a leerlo. Si bien otros ya habían señalado que a esta América hay que
interpretarla y orientarla con sus propios instrumentos intelectuales y objetivos
–como Martí al advertir que del mundo deben ser los vientos que vengan a mecer
las ramas del árbol, pero que nuestras han de ser sus raíces–, nadie lo hizo
con mayor claridad que Puiggrós al afirmar que:
América Latina y la Argentina para salir del
atolladero tienen que pensar y actuar en función de América Latina, necesitan
poseer, para ponerse a la altura de la humanidad que nace, una ideología
revolucionaria propia, es decir viva y creadora, que se nutra de la ciencia y
la experiencia mundiales para superarlas, pero que sea el fruto de los gérmenes
específicamente latinoamericanos.
No seremos libres de verdad y no salvaremos de la
pobreza y la ignorancia a millones de latinoamericanos, mientras esa ideología
revolucionaria nuestra no se adueñe de las masas trabajadoras y las haga
artífices de las grandes transformaciones sociales. El colonialismo ideológico
siempre acompaña al colonialismo económico y la liberación económica no es
posible sin la liberación ideológica.
La creación de esa ideología que interprete las
leyes de nuestro desarrollo histórico y las tendencias progresistas y
emancipadoras de las masas laboriosas es, a mi entender, la tarea más
apremiante y primordial que tenemos por delante los argentinos y los
latinoamericanos.[5]
Si en la vida hemos de asumir una misión que le dé sentido a tenerla,
esa es la nuestra. Y esta es la hora de cumplirla.
NOTAS:
[1]. Bolivia, Ecuador y Venezuela.
[2]. Por ejemplo, no tienen mayoría parlamentaria, el poder judicial sigue
en manos de la derecha, tienen pocos medios para contrarrestar a la prensa reaccionaria,
etc.
[3]. Salvo los casos peculiares de Colombia y Perú, que tienen
explicaciones históricas y socioculturales específicas de otros géneros.
[4]. “Tomé mis modelos en América Latina”, entrevista concedida al
periódico Página 12, Buenos Aires, 3 de abril de 2012.
[5]. En “Las izquierdas en el proceso político argentino”. La Educación en nuestras manos, Edición
Especial (Año VII), Buenos Aires, p. 50-54.
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