Probablemente las
diferencias entre el PLD y el PRD sean un buen ejemplo de la dificultad
fundamental de sostener una fuerza en el centro del espectro político
latinoamericano sin decidir el compromiso con el gran capital o con los
sectores populares.
Adriana Puiggrós * / Página12
Propaganda del candidato oficialista Danilo Medina |
En medio de torrenciales
lluvias climáticas y tormentas informativas artificiales, se realizaron en
República Dominicana las elecciones presidenciales en las que más de 200
observadores internacionales fuimos invitados para participar de los comicios,
el pasado domingo 20 de mayo. Elecciones que se realizaron con la más absoluta
transparencia.
Cerca del 70 por ciento
de los electores participaron en este acto, con ese fervor que transmiten los
dominicanos en sus conversaciones a los gritos y su habla, probablemente la más
acelerada de los países de habla hispana. En este domingo de tormentas típicas
del clima caribeño, resultó electo por el 52 por ciento el ingeniero Danilo
Medina, candidato del Partido de la Liberación Dominicana (PLD). Durante el último
mes, aquel país fue un enorme campo de disputa entre dos fuerzas políticas: el
Partido Revolucionario Dominicano (PRD), que llevó como candidato para estas
elecciones a Hipólito Mejía, y su desprendimiento, el PLD.
Las raíces de ambos están
en el partido que fundó en 1939 un grupo de exiliados encabezados por Juan
Bosch en La Habana. Con ideario democrático y antimperialista, se proponían
construir una fuerza capaz de destronar al dictador Rafael Trujillo, que ocupó
el poder desde 1930 hasta 1961, y todo resquicio de sometimiento que quedara en
la sociedad dominicana.
Probablemente las
diferencias entre el PLD y el PRD sean un buen ejemplo de la dificultad
fundamental de sostener una fuerza en el centro del espectro político
latinoamericano sin decidir el compromiso con el gran capital o con los
sectores populares. La construcción de un partido nacionalista popular
sustentado en una sólida organización de líderes, con mística, trabajo
colectivo y centralismo democráticos, fueron los principios sostenidos por Juan
Bosch.
Bosch quería “lograr una
patria libre, soberana e independiente, en la cual impere la justicia social y
el respeto a la dignidad humana”, continuando con el ideario de Juan Pablo
Duarte Díez, activista independentista dominicano, que en el siglo XIX luchó
contra el colonialismo. En 1962, Bosch fue electo presidente de la República y
derrocado en septiembre de 1963 por un golpe de Estado orquestado por los
Estados Unidos. El movimiento guerrillero de Francisco Camaño y la revuelta
popular de 1965 que buscaba el retorno de Bosch determinaron la intervención
militar estadounidense en la isla.
En 1966, el social
cristiano Joaquín Balaguer se hizo de la primera magistratura por un acuerdo
con los Estados Unidos, estableciendo un régimen basado en los denominados
“mataderos electorales”. Pero es posible fijar ese momento como el inicio de
una discusión sobre las alianzas necesarias para sostener la siempre amenazada
independencia del país, discusión que se ve reflejada en la confrontación
actual. En 1973, Bosch rompe con el PRD y funda el PLD, que queda a cargo de
José Francisco Peña Gómez. Bosch abandona al sector que se inclina a pactar con
Balaguer y con el gobierno de Carter y profundiza sus vínculos con los países
socialistas y del Tercer Mundo, sosteniendo una postura de centroizquierda.
Ese hombre alto, delgado
y de porte digno tenía firmes principios, era renuente a las alianzas
circunstanciales, en ocasiones demasiado rígido para la política dominicana
que, según algunos de sus compañeros, requería de un espíritu negociador para
mantener el delicado equilibrio en el cual se sostenía su libertad,
repetidamente usurpada por marines y tiranos. Esta observadora guarda el
recuerdo de la campaña de don Juan en 1983. Aquel día que, estando en Santo Domingo
por razones académicas, Bosch la invitó a acompañarlo en varios actos por el
interior del país, era muy especial: ese 30 de octubre se celebraban las
elecciones argentinas que determinarían el final de la dictadura y el triunfo
del Raúl Alfonsín. Durante todo el día, el dirigente dominicano sostuvo que
ganaría la UCR, contradiciendo los argumentos de su invitada, argentina y
peronista.
A las seis de la tarde
concurrieron al diario El Nacional,
donde festejaron juntos la caída de la dictadura argentina. Treinta años
después, República Dominicana, con un poco más de diez millones de habitantes,
se volcó a una campaña en la cual militantes de los dos principales partidos
trabajaron en cada uno de sus distritos municipales, padrón en mano, visitando
a cada uno de los ciudadanos que estuviera en condiciones de votar; disputando
el voto de cada compatriota residente en la isla o en el exterior; exponiendo
las razones positivas de su candidato o las propias para cambiar o reproducir
el poder local.
Una nueva generación
ocupaba las mesas electorales; 243 mil jóvenes votaron por primera vez. Las
mujeres se volcaron, en su mayoría, hacia Danilo, al son de su discurso
moderno, democrático y apoyado en las mejoras económicas y sociales alcanzadas
por el PLD durante los últimos doce años. El recuerdo del quiebre bancario, la
desocupación y la pobreza que se vivieron durante los también doce años de
gestión del PRD pesaron en la derrota de Hipólito Mejía.
Pero un poco menos de la
mitad del electorado, el 47 por ciento, votó a Mejía, ese hombre que en plena
campaña se atrevió a ofender a las cientos de miles de mujeres que trabajan de
empleadas domésticas, al tiempo que apoyaba su campaña en el arcaico lema
“Llegó Papá”, interpelación que necesariamente remite al carácter paternalista
de los años de sometimiento del pueblo dominicano. Algo que se está tornando
inaceptable en ese país, donde ya es difícil encontrar una sola persona
descalza.
* Diputada nacional.
Presidenta del Frente Grande.
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