La violencia que
azota a los países del triángulo norte de Centroamérica no es
solamente un problema de mal gobierno. En lo esencial es un problema de Estado.
Carlos Figueroa Ibarra / Especial para Con Nuestra América
Desde Puebla, México
El candidato Otto Pérez
Molina ganó las elecciones de 2011, básicamente porque logró convencer a buena
parte de la ciudadanía de que con mano dura se
acabaría con la violencia delincuencial que azota a Guatemala. También
ganó las elecciones porque contrastó exitosamente su imagen de hombre recio y
enérgico con la blandengue y vacilante del entonces presidente Colom.
Supuestamente el carácter dubitativo de
éste, había permitido la violencia desbocada. Buena parte de la
propaganda negra que corrió en los meses anteriores a las dos vueltas
electorales, fue que el presidente Colom no mandaba sino que en realidad lo
hacía su cónyuge. No ocurriría eso con el don de mando que blasonaba el
general. Al evaluar la presencia de la súper vicepresidencia ustedes dirán si
ahora también existe o no, una pareja
presidencial. Con esa imagen de hombre fuerte que tanto ama buena parte de los
guatemaltecos, Pérez Molina logró ser
electo sustentándose en gran medida en el 71% de los votos de la zona
metropolitana. Es explicable este triunfo: los cascos metropolitanos de
Guatemala y El Salvador y la costa atlántica de Honduras son las regiones más
violentas del mundo.
En los siete meses de
este año de 2012, el monto de homicidios comparado con el de 2011 en efecto ha
bajado un 7%. Magra disminución para las expectativas que generó el candidato
y su staff de militares retirados avezados en el arte de la represión. Lo que
resulta impactante de acuerdo a las cifras del Ministerio de Gobernación y el
área de transparencia del Grupo de Apoyo Mutuo (GAM), es la gran ineficiencia
de la mano dura de Pérez Molina: durante 2012 el ejército y la policía nacional han realizado 10,205
operativos conjuntos para abatir a la delincuencia común y organizada. Resultados: 145 capturas, 40 armas incautadas, 32 autos y
motos recuperadas. La ineficiencia gubernamental puede verse nítidamente si se
sabe que en Guatemala, según cálculos de fuentes estadounidenses, circulan
entre 1.2 y 1.8 millones de armas ilegales, razón por la cual el 86% de los
crímenes se cometen con armas de fuego. En los mismos siete meses se
denunciaron 3,139 casos de extorsión y solamente se realizaron 444 capturas.
Las mismas fuentes aseveran que por cada
homicidio se cometen entre 20 y 40 hechos
de violencia delincuencial sin
consecuencias fatales. Habiendo sido asesinadas 3,405 personas hasta julio de
2012, si fuera certero dicho cálculo,
podríamos decir que en Guatemala
se han observado entre 68 y 136 mil hechos
de violencia delincuencial durante este año. Ante esta mayúscula cifra, los
centenares de capturas hechas por la mano dura, resultan ridículas.
Los lectores y
lectoras de esta columna seguramente
saben que el gobierno de Pérez Molina no ocupa el primer lugar entre mis
afectos y afinidades. Pero tratando de ser objetivo, diré lo mismo que cuando
analizaba el fenómeno de la violencia delincuencial durante el gobierno de
Álvaro Colom: la violencia que azota a
los países del triángulo norte de
Centroamérica no es solamente un problema de mal gobierno. En lo esencial es un
problema de Estado. Es la combinación de cifras de pobreza que oscilan entre 50
y 70%, informalidad que abarca entre 50 y 60% de la Población Económicamente
Activa (PEA), policías y sistemas judiciales corruptos y la ventaja o desgracia
geográfica del triángulo referido como puerta de entrada para el 90% del tráfico de cocaína.
Contrariamente a lo que
pregonó el candidato Pérez Molina, la mano dura no está funcionando. En gran
medida porque ha sido ineficiente. Pero justo es decirlo:
también porque la violencia delincuencial tiene raíces estructurales no
imputables al gobierno de turno, sino a la descomposición que ha generado el
proyecto histórico de la derecha.
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