Hay hombres y mujeres
que mueren para vivir. Es este el caso de Salvador Allende. En medio de la
noche neoliberal, su recuerdo es una luz que hoy en América latina ha adquirido una vigencia
insospechada.
Carlos Figueroa Ibarra / Especial para Con Nuestra América
Desde Puebla, México
Recién he terminado de
leer la última novela de Roberto
Ampuero, actual embajador de Chile en México y que lleva por título “El último
tango de Salvador Allende” (Plaza Janés, México 2012). Apropiada lectura en
este mes de septiembre en cuyo día 11 se
conmemoró el 39 aniversario del derrocamiento del gobierno de la Unidad Popular
en Chile. El hecho de que en ese mismo
día se conmemore el atentado terrorista de las torres gemelas en Nueva York, ha
oscurecido la efemérides chilena. En términos de vidas ambos hechos tuvieron casi el mismo costo humano, aproximadamente 3
mil vidas como bien me lo ha recordado mi querido amigo, el veterinario Ramiro
Ramírez. Pero como lo dijera Franz Fanon en su libro “Los
condenados de la tierra”, una cosa son
los muertos en algún lugar de la
periferia mundial y otra los muertos en
un país central, con mayor razón agregaría yo si son blancos y anglosajones. El
derrocamiento de Salvador Allende por
Augusto Pinochet, tuvo efectos de largo plazo en Chile. Contradiciendo
la historia democrática de ese país, instauró una dictadura militar que se mantuvo
17 años. La dictadura de Pinochet, además, impuso literalmente a sangre y fuego el
modelo económico neoliberal de una
manera precoz, aun antes de que se pregonara como dogma mundial por los gobiernos
de Thatcher en el Reino Unido y de Reagan en los Estados Unidos de América.
Más allá de un relato
de ficción acerca de la amistad entre el
presidente chileno y un panadero anarquista, eje vertebral de la novela, la
obra de Ampuero recrea muy bien el clima de caos e inestabilización al que fue sometido el gobierno de Allende. La cúspide empresarial chilena, la derecha
política aliada a la Democracia Cristiana y el concurso eficaz de la CIA
provocaron paros patronales y de transportistas, desabasto, rumores
desestabilizadores, atentados terroristas y propaganda negra. Todo esto
culminaría en un intento golpista en
junio y finalmente el golpe cruento del
11 de septiembre. La novela también recoge de manera precisa rasgos de la
personalidad del prócer chileno: su férrea ética de las convicciones, su
verticalidad de principios. También su
elegancia en el vestir, el gusto por la comida gourmet, los buenos vinos
y también por las mujeres. Más allá de
la anécdota, el derrocamiento de Allende
implicó el fracaso de una vía democrática y pacífica hacia el socialismo.
Evidenció lo que hemos visto en la
primera década del siglo XXI en América latina: que la derecha no respeta las
reglas de la democracia si sus adversarios le ganan la partida en el marco de
la legalidad.
Haciendo uso del
juego democrático, Allende y la coalición de partidos articulados en la Unidad Popular estaba ganándole la partida a la derecha
chilena. Pese al caos y la
desestabilización que ya se han mencionado, las elecciones de marzo de
1973 demostraron que Allende iba por buen camino. En 1970, Salvador Allende
ganó la presidencia con un 36% de los
votos contra un casi 35% del candidato de la derecha, Jorge Alessandri. En
marzo de 1973, la Unidad Popular obtuvo
el 43.4% de los votos con lo cual se
evidenciaba que el camino electoral no sería el del triunfo reaccionario. Llegó
el momento de cambiar los votos por las balas.
Y con ellas se logró el derrocamiento y la muerte de Salvador Allende.
Buena parte de los que resistieron en el
Palacio de la Moneda y sobrevivieron al bombardeo inmisericorde al que fue
sometido, fueron capturados y
desaparecidos.
Hay hombres y mujeres
que mueren para vivir. Es este el caso de Salvador Allende. En medio de la
noche neoliberal, su recuerdo es una luz que hoy en América latina ha adquirido una vigencia
insospechada.
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