Cuando nuevas fuerzas
sociales irrumpen en la arena histórica, habrán necesariamente de chocar con el
orden institucional vigente que, más pronto o más tarde, deberá ser
drásticamente transformado. Esta transformación es inherente a todo proyecto de
cambio profundo de la sociedad.
Ernesto
Laclau / Tiempo Argentino
El discurso
corriente de los sectores conservadores (pero no sólo de ellos), se funda en
una oposición sumaria entre institucionalismo y autoritarismo. El autoritarismo
sería sinónimo de arbitrariedad, y sus connotaciones peyorativas son
evidentemente tautológicas: ¿Quién podría estar a favor del autoritarismo y la
arbitrariedad? Por contraposición, el institucionalismo sería un talismán
sagrado que garantizaría por sí mismo las virtudes republicanas y las políticas
sensatas que fluirían de ellas. El segundo paso en este tipo de argumentación
es inscribir otros términos y referencias en uno u otro polo de la oposición
básica. El término "populismo" entra muy rápidamente en esta
enunciación enumerativa y evaluativa como parte integrante, ni qué decirlo, del
polo autoritario. Si el institucionalismo se presenta como condición necesaria
de toda política coherente y racional, el populismo aparece, por el contrario,
como el reino de la manipulación demagógica, del personalismo y de la
arbitrariedad. Poner en cuestión este dualismo simplista requiere, por tanto,
deconstruir las lógicas internas con las que sus dos polos han sido
constituidos.
Comencemos por el
institucionalismo. Las instituciones no son arreglos formales neutrales, sino
la cristalización de las relaciones de fuerza entre los grupos. A cada
formación hegemónica –entendiendo por tal la que se impone por todo un período
histórico– habrá de corresponder una cierta organización institucional. Hay,
por tanto, que preguntarse por las relaciones de poder existentes en la
sociedad si se quiere develar el sentido de las instituciones. Por esto, cuando
nuevas fuerzas sociales irrumpen en la arena histórica, habrán necesariamente
de chocar con el orden institucional vigente que, más pronto o más tarde,
deberá ser drásticamente transformado. Esta transformación es inherente a todo
proyecto de cambio profundo de la sociedad.
Este lazo entre
instituciones y cambio social es el que trata de cortar el
"institucionalismo" corriente. La defensa del orden institucional a
cualquier precio, su transformación en un fetiche al que se rinde pleitesía
desconectándolo del campo social que lo hizo posible, es la que gobierna al
discurso antipopulista de los sectores dominantes. Hay en él una tendencia
inherente a sustituir la política por la administración. Ya Saint-Simon
afirmaba que es necesario pasar del gobierno de los hombres a la administración
de las cosas. Y para hacer un par de referencias a América Latina, "paz y
administración" era el lema del general Roca, y en la bandera brasileña
aun podemos leer "ordem e progresso", que era la fórmula acuñada por
la iglesia positivista de Río de Janeiro. En sus formas más extremas el
institucionalismo tiende al tecnocratismo, es decir, a diluir las identidades
populares globales y a sustituirlas por un gobierno elitista de los expertos.
Pasemos ahora al
populismo. Para que haya populismo se requieren tres condiciones. La primera es
que se construya una relación solidaria entre una pluralidad de demandas
insatisfechas, que se forme entre ellas lo que hemos denominado una cadena
equivalencial. Si la gente ve que hay demandas insatisfechas al nivel de la
vivienda, de la salud, de la seguridad, de la escolaridad, del transporte,
etc., entre todas estas demandas se da un proceso de interpenetración y de
realimentación mutuas. Con esto se ha llegado al primer estadio de una
experiencia que podemos llamar prepopulista. La segunda condición –el segundo
estadio– consiste en elaborar, a partir de las demandas insatisfechas, un
discurso dicotómico que divida a la sociedad en dos campos: los de abajo, el
pueblo, y, frente a él, el poder social y político, cuyos canales
institucionales tradicionales no logran vehiculizar las demandas de las masas.
El tercer estadio tiene lugar cuando este discurso dicotómico cristaliza en
torno a ciertos símbolos que significan al "pueblo" como totalidad.
En la mayor parte de los casos es el nombre de una figura líder. Esto no da al
líder un poder ilimitado, si dejara de responder a la cadena equivalencial de
demandas que se ha formado en el primer estadio, su poder de atracción se vería
erosionado muy rápidamente. Un populismo realmente democrático debe mantener un
equilibrio entre la expansión horizontal de la cadena equivalencial de demandas
y su acción vertical en la transformación del Estado.
Podríamos decir
que institucionalismo y populismo son los dos polos extremos de un continuo
–polos ideales, por reducción al absurdo, por así decirlo–. En la práctica esos
extremos nunca se dan en su pureza, una hegemonía siempre se construye en algún
punto al interior del continuo, nunca en sus extremos. No hay institucionalismo
tan completo que pueda evitar enteramente la construcción de identidades
populares antisistema, y no hay un populismo tan puro que abandone todo anclaje
institucional.
La moraleja de lo
que venimos diciendo es que cualquier proceso de transformación de la relación
de fuerzas en el campo sociopolítico no puede verificarse sin una reforma
profunda de las instituciones. Gramsci ya lo había entendido. A diferencia de
Marx, que hablaba de la extinción del Estado, Gramsci hablaba de la
construcción de un Estado integral, que fuera más allá de la tradicional
dicotomía Estado/sociedad civil. Las dimensiones horizontal y vertical del
accionar político, en sus interacciones mutuas, es lo que Gramsci denomino
"hegemonía".
La Argentina ha
iniciado en 2003 un proceso emancipatorio que está conduciendo a una
considerable expansión de la esfera pública y a la incorporación de numerosos
sectores que tradicionalmente habían estado excluidos de ella. Este proceso de
construcción de una hegemonía popular no podía darse, evidentemente, sin
cambios fundamental en el sistema institucional, cambios que han tenido lugar a
través de una serie de medidas legislativas que están produciendo un
desplazamiento progresivo en la relación de fuerzas entre los grupos. Todo esto
debería culminar, en un futuro cercano, en una reforma constitucional.
Y una ultima
reflexión. Decía al comienzo que el fetichismo institucionalista no es
privativo de los sectores conservadores. En efecto, hay una izquierda liberal
que habla casi en los mismos términos. Ahora bien, se supone que ser de
izquierda es dar prioridad a un proyecto de cambio social radical. Pero si de
lo único de que se habla es de la defensa de las instituciones existentes, ¿en
qué queda ese proyecto? Sic transit Gloria mundi (o así transa Don Raimundo,
como decía Mansilla).
No hay comentarios:
Publicar un comentario