William Ospina / El Espectador
En esta calurosa
frontera del norte de México, algunas de esas heridas duelen todavía, y la
mayor sin duda es el propio río Bravo o río Grande. Dice una vieja canción que
un vaquero que llegó del norte, perdido en la arena reseca, después de matar a
miles de indios “hizo un tajo en el desierto” y que ese tajo se convirtió en el
río.
Algo hay de verdad,
porque este era un río interior que corría por el centro de México, y las
guerras del siglo XIX lo convirtieron en la frontera norte del país. Frontera
que nunca se ha resignado a serlo del todo. El tratado de Guadalupe Hidalgo en
1848 le cedió a los Estados Unidos los sedientos, indómitos territorios de
Nuevo México, Utah, Texas, Nevada y California. El dinero y la guerra
continuaban su alianza y ese fue uno de los capítulos más duros de la conquista
de América.
Por entonces, decididos
con tenacidad a ser el país más poderoso, los Estados Unidos se expandían en
todas direcciones. Compraron Florida a los españoles, Luisiana a los franceses,
arrebataron a México casi la mitad de su territorio, compraron Alaska a los
rusos e intentaron hacerse a Puerto Rico y a Cuba. Una verdadera orgía de
crecimiento.
A quienes no les
compraron nada fue a los dueños originales, que terminarían recibiendo el
genérico nombre de apaches. Y las guerras contra los apaches, que simulaban ser
sólo para defenderse de ellos, llenaron el siglo XIX. Pero las fronteras que
trazan los burócratas no cambian las costumbres de la tierra. Estos desiertos
están poblados por criaturas tenaces a las que no tiene por qué importarles la
bandera que ondea sobre las dunas.
Escarabajos y
escorpiones, águilas y serpientes, codornices, coyotes y zorros del desierto,
palmas, zacate y matorrales, cactus cuya profusión de espinas al parecer no es
hostilidad sino necesidad de atrapar con tantas agujas la humedad escasa de la
atmósfera, y los pueblos indígenas, que fueron siempre parte de la llanura y
del desierto, de sierras caprichosas y cañones fantásticos, del azul de nubes
doradas y rojas.
Esos indios de pieles
quemadas y ojos solares persisten en las gentes de ahora, y pertenecen menos a
México o a Estados Unidos que a la tierra y al sol, el dios para el que danza
el tarahumara, y a los riscos donde excavaron sus moradas, donde abren ventanas
como ojos, anidan en la piedra, se adhieren y se adaptan con fidelidad de
escarabajos y alegría de pájaros. Siempre fluyeron libres por la pradera hasta
cuando llegó la edad de los países.
Por aquí pasó, con su
nombre profético, Cabeza de Vaca, explorador alucinado y Quijote previo,
trazando con sus pasos sin saberlo el frenesí futuro de las fronteras. Pero lo
que en él era embriaguez de aventura y sed de descubrimiento, pronto en otros
sería sólo furor y codicia. Aquí, hacia donde se mire, sólo se ve la
naturaleza, pero siempre está la historia.
Whitman aludió
bellamente a la conmovedora defensa de Álamo por los norteamericanos, y todos
hemos crecido con esa hazaña en el corazón. Pero tal vez ni siquiera él, el
hombre más grande, más libre y más amoroso de América, logró comprender que la
tierra que tan abnegadamente defendían los muchachos de Álamo también era amada
por otros, que habían llegado primero. ¿Sí será por amor a la tierra que nos
matamos tanto? Y si tanto la amamos ¿por qué no aprendemos a compartirla?
“Los ciento cincuenta
muchachos siguen mudos en Álamo”, y la necesidad sigue asediando estas
fronteras. Al capital le encanta hablar de globalización, se endulza los labios
diciendo que el mundo es de todos, pero al día siguiente levanta sus muros
infames para que los pobres no pasen. Y esta es la frontera más frontera, y por
eso la más ardiente y la más buscada del planeta.
Miro por la ventana del
hotel las colinas resecas de Ciudad Juárez, las palmas meciéndose en la leve
brisa de la mañana: después las inmovilizará un sol de justicia. Antenoche, en
Chihuahua, visitamos la cantina “La antigua paz”, hecha para evocar la dulce
paz de antes, pero que, inevitablemente, estaba llena de fotografías de
soldados de la Reforma, de caballos y hombres y cananas y trenes de la
Revolución.
Porque esta es la
tierra donde el cura Hidalgo se alzó contra España, y este es el calabozo donde
pasó sus últimas semanas, y aquel es el muro donde señaló con la mano su pecho,
y les rogó a los soldados del pelotón que dispararan allí. Y fue aquí donde
Benito Juárez se refugió para defender el país que le quedaba, y si no fuera
por él y por el pueblo al que supo dirigir, acaso México sería parte de
Francia, o una colonia náufraga del imperio de los Habsburgo Lorena. Y fue aquí
donde Doroteo Arango se convirtió en Pancho Villa, y desde aquí las olas de la
Revolución se cambiaron también en corridos dolientes y festivos, y en las
mareas de trenes y cananas y hombres y caballos, los dramáticos colores de
Siqueiros y de Orozco.
Me conmueve saber que
en esa cantina estuvo alguna vez Barba Jacob, el poeta, tomando su tequila o su
mezcal, fumando su marihuana y sacudiendo al auditorio con el poder de sus
versos. Tal vez ahí recitaría: “La paz es mi enemigo violento y el amor mi
enemigo sanguinario”. Las viejas palabras de la lengua española luchando como
siempre contra sí mismas. Y me digo que esa es la antigua paz que queremos, la
paz de las palabras que luchan.
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