Como todo gran líder o
gran estadista, Mandela siempre combinó
un apego estricto a los principios con un notable pragmatismo. Y esta
combinación, como suele suceder, lo libró del obcecamiento principista y del
oportunismo.
Carlos Figueroa Ibarra / Especial para Con Nuestra América
Desde Puebla, México
Murió Nelson Mandela. El gran Madiba entra en el
terreno de la inmortalidad cobijado
ahora por la memoria del mundo. Olvidando que el
Departamento de Estado lo borró de la lista de terroristas hasta en 2008,
Barack Obama dijo al saber de la muerte del prócer mundial que “No puedo
imaginar mi vida sin el ejemplo de Mandela”.
Frase conmovedora si uno olvida que Obama ha conducido con entusiasmo las intervenciones en Afganistán, Irak, Libia
y que semanalmente ha seleccionado con un equipo la muerte a través de
drones de aquellos a quienes la CIA y
otros organismos estadounidenses consideran terroristas peligrosos.
La grandeza de Nelson
Mandela radica en que tuvo muchísimos
motivos para odiar y murió sin hacerlo. Cinco años antes de salir de la cárcel,
Madela mandó señales a sus seguidores de que la única posibilidad de hacer de
Sudáfrica una nación viable era
evidenciar enérgicamente una voluntad de reconciliación entre negros y blancos en un país desgarrado
por el apartheid.
Las negociaciones con el gobierno racista comenzaron cuatro
años después de que fuera trasladado a la prisión de Pollsmoore después de 18
años en la de la isla Robben. Una parte de sus partidarios dijeron entonces que
Mandela estaba vendiendo al movimiento del cual era líder. La frivolidad de las
acusaciones se reveló porque al mismo tiempo que Mandela iniciaba las
negociaciones (1985), rechazaba el ofrecimiento de su libertad si a cambio
condenaba a la lucha armada que en un momento su partido, el Congreso Nacional
Africano (CNA), había adoptado como una de sus formas de lucha. Como todo gran líder
o gran estadista, Mandela siempre combinó
un apego estricto a los principios con un notable pragmatismo. Y esta
combinación, como suele suceder, lo libró del obcecamiento principista y del
oportunismo.
Artículos publicados
con motivo de su muerte deploran que hoy se inicie una suerte de canonización
de Mandela, olvidándose que fue un hombre de izquierda y un subversivo. La
historia de la lucha sudafricana contra el apartheid resultaría mutilada si se
olvida la alianza del CNA con el Partido Comunista Sudafricano (PCS). Si se
olvida que el PCS fue fundamental en el momento del giro hacia la lucha armada
en 1960 y en la constitución del brazo armado del CNA, “La Lanza de la Nación”.
Tal alianza se mantendría como lo reveló el hecho de que en el gobierno de
Mandela (1994-1999), el dirigente comunista Joe Slovo, ocupara el Ministerio de Vivienda. Si se olvida
también que en el período pos apartheid, el PCS ha sido importante en la lucha contra el giro
neoliberal que se le ha dado a la transición. Liberado en el momento del
derrumbe soviético, el sagaz político Mandela comprendió el momento que vivía.
Maestro de la lucha simbólica declinó suprimir el himno nacional afrikáner y
simplemente postuló que también se cantara el himno de la Sudáfrica negra. Como
presidente de Sudáfrica visitó a la viuda del ex primer Ministro Hendrik
Verwoerd, el arquitecto del apartheid. Mantuvo como jefe de protocolo a John
Reinders quien lo había sido de los dos gobiernos racistas precedentes. Y años
después, Tanto Reinders como Kobbie
Coetse y Neil Barnard (respectivamente
Ministro de Justicia y Jefe de Inteligencia del último gobierno del apartheid)
recordaban con lágrimas su relación con Mandela en el contexto del diálogo para
sacar a Sudáfrica del infame régimen racista.
Finalmente debe
recordarse que la intervención cubana en África cambió la historia subsahariana. Por ello Mandela invitó a Fidel
Castro a visitar Sudáfrica y fue recibido como héroe en el parlamento
sudafricano. Mandela vinculó su lucha con la de la liberación nacional en África,
Asia y América Latina.
Y también reconcilió a
su país. He aquí su grandeza.
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