Quizás el hombre cuya
labor influyó más en Colombia en las últimas décadas fue Alfonso López
Michelsen.
William Ospina / El Espectador (Colombia)
Hijo del más famoso
presidente de la República, se crió en el medio aristocrático bogotano y se
educó en ilustres universidades extranjeras. Pocas personas tuvieron tantos
privilegios, y ya en su juventud fue acusado de aprovechar la información
confidencial del Gobierno para hacer movimientos en su propio beneficio.
Después de aquel
escándalo, saltó a la vida pública como el más elocuente crítico del Frente
Nacional, cuando fundó el Movimiento Revolucionario Liberal, la disidencia
rebelde del liberalismo, cuyo periódico La Calle parecía querer dar voz al
pueblo postergado. Pero aunque ese movimiento encendió las últimas luces en la
tiniebla del bipartidismo, y aunque en su seno militaron grandes líderes como
Alfonso Barberena, la verdad es que López encarnó como nadie el viejo espíritu
aristocrático del liberalismo acomodado.
Le correspondió
gobernar a Colombia cuando terminaba el Frente Nacional, cuando era preciso que
terminara el espíritu excluyente de los partidos, que la democracia se fundara
realmente ampliando el ámbito de las oportunidades, abriendo horizontes a la
participación política, atendiendo las críticas, reformando todo lo que crujía
fosilizado por la costumbre, y si el país lo eligió para gobernar esa
transición, tuvo que ser porque recordaba las objeciones que había formulado al
modelo excluyente del bipartidismo, el tono indignado de su discurso y las
promesas liberales de su campaña.
Pero López no cumplió
ninguna de esas expectativas: el hombre al que le correspondía conducir al país
por fin a la democracia y a la pluralidad, que debía llevar a Colombia a un
renacer político y social, fue el que permitió que el modelo politiquero y
excluyente del Frente Nacional se prolongara, que el modelo inmovilista del
Estado se eternizara.
Uno puede entender que
Laureano Gómez hubiera sido quien fue: un hombre recio y terco forjado desde el
comienzo en las fraguas del clericalismo y convencido de que el Estado que
necesitábamos estaba en las páginas de Tomás de Aquino y en el espíritu militar
de la Compañía de Jesús. Toda la vida fue fiel a sus convicciones, porque tenía
convicciones, fue fiel a su doctrina, porque tenía doctrina, y de él no podía
esperarse otra cosa que esa feroz cruzada contra todo lo que no fuera la blanca
y católica conquista hispánica de las tierras bárbaras.
Pero López fingía ser
otra cosa: un liberal. Había sido condiscípulo de ese gran escritor que fue
Gore Vidal, había sido formado en el pensamiento del siglo XX, conocía la
América Latina, había vivido en México, donde intentó hacer cine: no podía
ignorar la diferencia entre la Reforma Liberal mexicana y la traición al
pensamiento liberal de la élite colombiana; era un intelectual, había escrito
una novela apreciable sobre las costumbres de la alta sociedad colombiana, y
sobre todo había articulado el discurso de la oposición, de la rebeldía y de la
reforma.
Además, tenía poder:
pertenecía a la élite y podía tomar iniciativas, tenía la capacidad intelectual
de argumentar los cambios, talento para persuadir, y era hijo precisamente del
hombre que le había quedado debiendo una revolución democrática a Colombia.
Qué extraño es que
cuando le tocó actuar haya renunciado de un modo tan pleno a todo cambio. Ni la
apertura al pluralismo político, ni la reforma agraria, ni la reforma urbana,
ni la desactivación de los conflictos, ni grandes proyectos de infraestructura,
ni grandes emprendimientos industriales, ni nuevas oportunidades para la gente,
ni políticas incluyentes, ni reformas educativas, ni un compromiso verdadero
con la creación de empleo, con el reconocimiento que tienen que darle al trabajo
las sociedades modernas, un papel civilizatorio.
Borges dice de alguno
de sus personajes que daba la incómoda impresión de ser invertebrado: López
parecía acomodarse a todo lo existente: le gustaría reformar el agro, pero
¿perder la amistad de los terratenientes?, modificar la educación, pero ¿perder
el saludo de los arzobispos?, darle otra dinámica a la economía, pero ¿tener
fricciones con los dueños de los monopolios? Se acomodaba al poder, a los
poderes, y a partir de cierto momento su único interés parecía ser garantizar
que en Colombia nada cambiara: la misma tarea que cumplían la burocracia obtusa
y el modelo educativo repetitivo y acrítico. Le tocó administrar una época de
bonanza cafetera, pero nada cambió en Colombia por su gobierno, y lo que tenía
que haber cambiado se atornilló y se fosilizó en las instituciones.
En cambio, males nuevos
se añadieron a los que ya nos había dejado el Frente Nacional: allí nació la
corrupción, que no era un mal tan grave en tiempos anteriores. Y en 1974, el
año en que López ascendió al poder, ya Colombia sabía qué se estaba moviendo en
los aeropuertos, qué estaba pasando en las fronteras, qué llevaban esos tímidos
viajeros en sus valijas de doble fondo hacia las Bahamas y hacia los Estados
Unidos.
A partir de 1974
comenzaron enormes procesos de acumulación de riqueza: otros poderes empezaron
a crecer en la sociedad. López habrá pensado que esas nuevas fortunas y esos
nuevos sectores sociales le traerían vientos nuevos a la sociedad colombiana,
pero no podía ignorar que en el escenario de una sociedad malformada por la
exclusión y maltratada por la violencia, toda riqueza despojada de principios y
condenada a la ilegalidad es un manantial de violencia y de sangre.
(Fragmento del libro Pa
que se acabe la vaina).
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