La magnitud de las
amenazas que la “nueva” derecha representa, resalta el valor que para las
izquierdas siempre ha tenido -y la urgencia que hoy tiene- la tarea de formar
conciencia y organización popular. El campo del pensamiento y la imaginación
popular y latinoamericana es su campo histórico y en él le toca derrotar a este
invasor.
Nils Castro / ALAI
A finales del siglo
pasado, en América Latina tuvimos un repunte de los movimientos sociales, seguido
de sucesivos éxitos electorales de determinadas organizaciones de izquierda. La
consiguiente aparición de un significativo número de gobiernos progresistas a
inicios del siglo XXI, hizo sentir que una “nueva izquierda” había entrado en
escena. Sin embargo, esta expresión periodística, más que introducir un nuevo
concepto político, reflejó el hecho de que en nuestra América la realidad
experimentaba cambios de creciente importancia, aunque aún no sea fácil
definirlos de conjunto, por la diversidad de procesos nacionales que han hecho
factible que esos éxitos y gobiernos tengan lugar.
No obstante, hubiera sido
ingenuo suponer que estos acontecimientos se podían reiterar y consolidar sin
suscitar una reacción de los intereses transnacionales y locales y ligados a
las derechas. Así lo demostraron el golpe militar perpetrado en Honduras en
2009, la conspiración para invalidar el gobierno de Guatemala en 2010, la
intentona golpista cometida en Ecuador en septiembre de 2012, así como el golpe
parlamentario en Paraguay. Y, en otro plano, las derrotas electorales
infligidas a la socialdemocracia en Panamá en 2009 y a la Concertación chilena
en 2010, así como las argucias que impidieron la vitoria del PRD mexicano y la
participación de la candidata de la UNE guatemalteca.
Asimismo se evidenció que
esa contraofensiva no se limita al retorno de las derechas tal como ya las
conocíamos, sino que incluye verlas volver equipadas con otro discurso, formas
y métodos, y trazándose metas más radicales que pueden acompañarse tanto de
poses socialdemócratas y hasta “lulistas”[1]
como de desembozados populismos neofascistas[2].
Lo cual no quiere decir que todas las variantes de la derecha latinoamericana
ya asumieron un nuevo patrón o lo adoptarán enseguida y de modo uniforme, sino
que en cada circunstancia lo implementarán en las formas, combinaciones y
ritmos que mejor convengan a las respectivas condiciones y coyunturas locales.
Sin embargo, es necesario
tener presente ese cambio, porque es parte de una evolución que todavía dará
bastante más que decir. En un mundo donde ya no solo campea la globalización
sino también la crisis, las élites económicas transnacionales y locales
igualmente se adaptan y modifican, cambian sus formas de hacer negocios y
asociarse, adoptan nuevas tecnologías y estilos y, con ello, recambian actores
y renuevan formas y medios de presentar y reproducir su hegemonía, y de
justificar sus tropelías.[3]
Su actual acometividad
hace pensar que estamos ante un conjunto ‑‑variopinto pero consistente‑‑ de características y
procedimientos políticos que le dan forma a una derecha “nueva”, es decir, a un
adversario que ha renovado imágenes y procedimientos, cuya evolución es preciso
examinar.
Las
izquierdas: un proceso incompleto
Los éxitos electorales
que ciertas izquierdas latinoamericanas han alcanzado y retenido durante este
período son una de las consecuencias de las reacciones populares causadas por
el deterioro de la situación material y cultural sufrida durante los años
precedentes, y de la consiguiente busca de respuestas políticas que grandes
masas de latinoamericanos han salido a demandar. Esto es, lo ocurrido refleja
un cambio del estado de ánimo de esos sectores populares, manifestado al
volver a dárseles la oportunidad de reivindicar sus demandas por medio de los
instrumentos democráticos disponibles.
Se trata de un fenómeno
real, pero temporal y todavía incompleto. Con los matices propios de las
respectivas circunstancias nacionales, sus éxitos se han dado específicamente
en el campo político, o político‑electoral, sin que ‑‑al menos hasta el momento‑‑ esas izquierdas contaran
con las condiciones culturales y organizativas necesarias para remover las
demás estructuras de sus respectivas sociedades.
Esta limitación se debe a
que el disgusto de los electores aún no ha tenido oportunidad de madurar el
desarrollo ideológico y organizativo que hace falta para proponerse objetivos
de mayor proyección. En otras palabras, que su cultura política todavía no ha
elaborado otro modo de cuestionar la realidad, ni tampoco un proyecto confiable
con el cual dotar la decisión de transformarla. Si lo ocurrido refleja un
cambio del estado de ánimo de la masa de votantes, eso significa que
todavía no estamos ante una nueva conciencia que ya se distinga por la
consistencia de sus postulados, sino ante un modo de reaccionar que en cierto
momento se ha expresado como voto de repudio a la situación precedente, pero
que más tarde podrá irse a la deriva en otras direcciones.
Con todo, en estos años
las izquierdas latinoamericanas han demostrado que ‑‑hasta el actual nivel de la inquietud y el
desarrollo sociopolítico de sus respectivos pueblos y de la región‑‑ ellas no solo han
adquirido una experiencia de gobierno, sino que también han probado ser capaces
de administrar al régimen capitalista mejor que las propias derechas. Y al
hacerlo han mejorado significativamente las condiciones de vida y de
participación de millones de latinoamericanos. Aunque, al propio tiempo,
también han mostrado que por esta vía aún no estamos en capacidad de remplazar
al régimen existente por otra formación histórica más avanzada.
En otras palabras, ahora
estamos ante procesos que, por una parte, están por consolidarse y todavía
sujetos a una contraofensiva de las derechas. Y que, por otra, no conducen
espontánea ni automáticamente, por sí mismos, a remplazar al capitalismo por
otro modo de producción, lo que obliga a pensar en qué es lo que aún hace falta
para lograrlo. [4]
Una derecha
vencida pero no derrotada
Si bien en el campo
electoral el gran capital y sus políticos, partidos y medios de comunicación
han sufrido un importante revés en varios países latinoamericanos, los núcleos
medulares de las élites económicas y sus colaboradores políticos conservan sus
instrumentos básicos de control, actuación y poder. Pese al desconcierto que
ese revés les haya motivado, ellos aún controlan importantes instrumentos del
sistema político existente, así como el dominio de los medios de comunicación
más poderosos[5]. Es decir, en estos años
las izquierdas vencieron políticamente a las formas tradicionales de las
derechas, pero no derrotaron a la derecha “como tal”, en tanto que su élite
socioeconómica retuvo las bases de su poderío y los principales instrumentos
mediáticos de su influencia.
Al cabo, tras sopesar las
experiencias vividas, los talentos y los medios de comunicación de las derechas
‑‑hoy
hegemonizados por el capital asociado a la manipulación neoliberal de la
globalización‑‑
ya han tenido oportunidad de decantar y renovar sus alternativas estratégicas y
de reactualizar sus opciones políticas. En estos últimos años su contraofensiva
ha venido reorganizándose tanto en los países donde alguna corriente de
izquierda les ganó elecciones o estuvo cerca de lograrlo, como también en
aquellos donde eso todavía está por suceder.
Esto no ha venido
urdiéndose en el vacío. El clima propicio para que esa contraofensiva pueda
incidir en las capas sociales subalternas aún le saca provecho al ambiente de
desencanto y desintegración ideológica y política ocurrido tras el reflujo de
los proyectos revolucionarios de los años 70 y el colapso de la URSS.
Explotando ese ambiente se potenció la ofensiva neoconservadora de los años 80
y 90, de la cual aún padecemos importantes secuelas ideológico‑culturales. Reflujo y
colapso que los representantes del capital transnacional usaron para justificar
los “reajustes” neoliberales, frente a la desorganización de las propuestas que
en ese momento las izquierdas podían contraponerle, y a la temporal
insuficiencia de esas izquierdas para asegurarle a nuestros pueblos otra
alternativa, pese a las calamidades sociales que dichos reajustes enseguida
empezaron a suscitar.
En aquella situación las
izquierdas de finales del siglo enfrentaron la ofensiva político‑cultural de la derecha
neoliberal con más críticas que contrapropuestas. Mientras, por su parte, esa
derecha aprovechó la coyuntura como la oportunidad para recoger y abanderar a
favor suyo una parte significativa de los disgustos sociales que poco antes ella
misma contribuyó a agravar, endilgándoselos a las demás fuerzas políticas.
Pero ahora no solo
presenciamos un cambio de los pretextos, métodos y lenguajes de la élite
dominante y sus operadores políticos, sino que a la vez podemos observar cómo
sus medios intelectuales y periodísticos se esfuerzan por encerrar a las
izquierdas en una agenda temática definida conforme al interés estratégico de
la “nueva” derecha. En ese intento participan a la par agencias de prensa,
fundaciones privadas e intereses empresariales de Estados Unidos y de ciertos
países europeos. Así las cosas, no se trata solo de desarrollar las ideas de
interés popular dentro de los temas en boga, sino de poner en boga los temas
que son de mayor interés popular.
Del modelo
autoritario al neoliberal
Al hablar del surgimiento
de una “nueva” derecha no sugerimos que esta es una corriente política,
ideológica y metodológica homogénea en toda nuestra diversidad de países, ni
aún menos que ella exprese un modo de pensar que pueda considerarse inédito. En
realidad, se trata de un conglomerado donde coincide una variedad de intereses,
cuyos objetivos esenciales, métodos y discurso tienen precedentes de vieja
data.
En su momento, las viejas
derechas latinoamericanas ‑‑como
expresión política de las élites socioeconómicas u “oligárquicas” asociadas a
una hegemonía extranjera‑‑
estuvieron íntimamente ligadas a los regímenes de democracia restringida y
dictadura militar que predominaron en los años de la Guerra Fría, de dos
formas. La primera, cuando al darse las movilizaciones democratizadoras,
nacionalistas y progresistas de los años 60, ellas sin demora acudieron a los
cuarteles a solicitar la represión e instaurar gobiernos autoritarios.
La segunda cuando, al
amparo de los consiguientes regímenes dictatoriales, no solo salvaron sus
antiguos intereses ‑‑con
frecuencia ligados a la economía agroexportadora tradicional‑‑ sino que enseguida
incursionaron en las nuevas oportunidades del capitalismo dependiente, como las
del sector financiero, los servicios internacionales y la explotación de nuevas
tecnologías, campos tanto más lucrativos en tiempos de globalización. Aparte de
salvarse, emprendieron nuevas actividades, se subordinaron a otros poderes
transnacionales y, en consecuencia, asumieron nuevas aspiraciones y
necesidades.
La apertura económica, la
privatización de valiosos patrimonios nacionales y la transferencia de
importantes empresas del país a compañías foráneas o transnacionales ha
modificado la naturaleza de las relaciones de la burguesía local con el país y,
por consiguiente, a la integración y el perfil de esa burguesía.
Como el tiempo no pasa en
balde, en los años 80 ya era inocultable que las sociedades latinoamericanas ‑‑así como el propio
capitalismo‑‑
no solo habían crecido sino que se volvían más diversificadas y complejas,
enfrentaban otros problemas, daban sitio a nuevos participantes y requerían
formas de gestión más avanzadas. Así que demandaban otro género de gobiernos,
para esto y también para justificar las reformas neoliberales y hasta infundir
esperanzas en sus resultados, coordinar su aplicación y administrar
políticamente sus eventuales consecuencias más detestables.
En consecuencia, el
proceso de cambio de las formas de gobierno no solo respondió al
incremento de la complejidad sociocultural de los países, y la complejidad de
sus relaciones con un mundo en globalización, sino también a la transición que
venía ocurriendo en los núcleos más dinámicos de las élites económicas locales
y en sus vinculaciones con el mercado transnacional. Parte significativa de los
propietarios y los capitales ligados a la economía rural y a las exportaciones
tradicionales se desplazaban hacia los negocios característicos de de la
economía de servicios, con recambio de sus conexiones, dependencias y
subordinaciones internacionales e incorporación de tecnologías que exigían
diferente entorno institucional e instrumentos políticos.
Fue necesario organizar
transiciones controladas, dirigidas a constituir regímenes más legitimados y
eficientes, y ceder determinados espacios (y límites) para la distensión
social, la circulación de ideas y la innovación. La disyuntiva estaba entre
ceder una democratización dosificada o atenerse a las opciones de desorden o
revolución que ya empezaban a incubarse. Eso implicó que la propia élite
socioeconómica y sus medios de expresión política igualmente debieron llevar a
cabo sus respectivas transiciones hacia nuevas formas de gobernar y de manejar
la opinión pública. Donde la oligarquía local todavía fue renuente, sus
poderosos asociados foráneos debieron intervenir más directamente en la tarea
de empujar esa evolución.[6]
En la necesidad de
disponer de nuevas alternativas políticas, ese fue un período de “modernización
y mundialización política” propicio, en muchos de nuestros países, para las performances
de la democracia cristiana. Como igualmente la de conspicuos partidos y
dirigentes con discurso socialdemócrata, salidos unos de la reconversión de
personalidades liberales y otros de la cooptación de ex socialistas
reblandecidos por los rigores de la Guerra Fría.[7]
Del
descalabro neoliberal a la nueva derecha
Pero tarde o temprano
toda transición se agota. Los nuevos regímenes de democracia pactada y
restringida, casi siempre uncidos a la tarea de administrar las reformas
neoliberales ‑‑las
aperturas y privatizaciones, así como la reducción y desmantelamiento de las
facultades y los poderes del Estado, y de sus obligaciones asistenciales‑‑, poco más tarde tuvieron
que encarar su responsabilidad en los dramas sociales y los descontentos que
esas reformas agravaron, y sus altos costos políticos. Regímenes que por algún
tiempo gozaron de buen nombre y cierta autoridad cívica unos años después
fueron desbordados por el disgusto popular.[8]
Al cabo lo que quedó fue
una extendida percepción no solo del descalabro económico, sino también del
descrédito del sistema político instaurado durante la “oleada” democrática,
incluido el agotamiento de sus partidos y dirigentes representativos. Se
generalizó la tendencia ‑‑asimismo
instigada por los grandes medios de comunicación‑‑ de responsabilizar al sistema
institucional, a los partidos y estilos políticos, y a los parlamentos, por las
consecuencias de la gestión neoliberal: la fragilidad del empleo, la
degradación de los servicios y la seguridad sociales, el individualismo
insolidario, la corrupción, la inseguridad en las calles, la angustia de las
clases medias, etc.
Desde luego, si al Estado
se le redujeron las facultades y medios necesarios para regular la economía e
intervenir en su curso, eso le concedió ilimitadas libertades a los
inversionistas y especuladores foráneos y nativos para multiplicar los negocios
lícitos y también los ilícitos. Con esa puesta en soltura de las
actividades económicas y financieras también vendría su desmoralización, de
conocidos efectos en el campo de la transnacionalización de viejas y nuevas
formas de delincuencia.
¿A quién culpar, después,
por esos males? ¿Qué hacer para acabar con estos, de una vez por todas? Para la
derecha, los estragos que ella previamente causó ahora deberán remediarse
apelando a la “mano dura”. Porque para la crónica desaprensiva o
intencionadamente superficial la culpa está en las malas costumbres y los
individuos descarriados, ya que es más fácil culpar lo más aparente que
desentrañar las estructuras sociales o, mejor dicho, para evitar que se
cuestione a esas estructuras. Así, mientras que la reflexión de izquierda
investiga opciones y construye propuestas, a la “nueva” derecha le bastan
alegaciones cosméticas y expeditas que puedan mercadearse sin pasar fatigas
intelectuales.
Porque esta derecha viene
a salvar tanto el fondo como las aspiraciones del sistema socioeconómico con el
que ella se identifica, buscando no apenas preservarlo sino “liberarlo” del
acervo de restricciones que el humanismo, la tradición liberal o las conquistas
del movimiento popular le hayan impuesto en cualquier tiempo anterior, y a
instaurar las formas de hegemonía y de gestión de clase que mejor le convengan.
Esto es, ella se propone desembarazar la economía capitalista, lo que
implica restablecer las liberalidades del capitalismo salvaje para recuperar la
tasa de ganancia. Y ella viene determinada a tomar los atajos más cortos para
ejecutar ese objetivo. De allí el estilo perentorio y “macho” de esa misión,
que no desea perder tiempo en escrúpulos ni disquisiciones.
Con lo cual esa derecha
es “nueva” por sus pretextos, métodos, estilos y procedimientos, al tiempo que
sus intenciones y contenidos son más reaccionarios que conservadores. Sin
pasados disimulos, sus intenciones vienen de tiempos de la acumulación
primitiva, anterior al desarrollismo capitalista de tiempos de la postguerra.
Aunque el envase se vea rutilante, su contenido ya no es viejo sino antiguo.
Si estas apreciaciones
parecen exageradas, los próximos párrafos ayudarán a evaluarlas en sus
contextos más inmediatos.
La
(contra)revolución conservadora
Esta reactualización del
pensamiento, la forma y estilo de la “nueva” derecha latinoamericana ha
ocurrido bajo asidua influencia de las derechas estadunidense y española, que
igualmente se presentan a sí mismas como las destinadas a garantizar un roll
back, ya sea actual o preventivo.
Como se recordará, en
Estados Unidos la autotitulada “revolución conservadora” se propuso acabar con
las herencias del New Deal de Franklin D. Roosvelt y la Gran Sociedad de Lyndon
B. Johnson. Estas representaban las conquistas sociales logradas por los
movimientos sociales y las reivindicaciones liberales norteamericanas, tales
como una ampliación de los derechos civiles, la orientación keynesiana de la
economía y la regulación pública de determinados sectores estratégicos como el
complejo militar‑industrial.
Tras varios decenios, ellas llevaron a los estadunidenses a percibir al
Gobierno federal como un amigo paternalista.
En contraste ‑‑de la mano con el de
Margaret Tartcher‑‑
el mandato reaccionario de Ronald Reagan enarboló el slogan de que “el
Gobierno es el problema, no la solución”, e inició un brusco recorte de las
facultades y servicios del sector público. La ofensiva neoliberal limitó la
participación del Estado en la economía mediante la desregulación y las
privatizaciones, se redujeron los impuestos a la minoría más adinerada y se
incrementaron los gastos militares (y las políticas que los justificaran).
Una política
gubernamental muy ideologizada marginó a los sindicatos y demás organizaciones
sociales de la toma de decisiones, alegando que sus demandas eran incompatibles
con la racionalidad económica y el interés nacional. Quienes no comulgaban con
los dogmas de liberalización de los mercados, eliminación del sector público
empresarial y equilibrio presupuestario más allá de los ciclos económicos,
fueron marginados de los medios académicos, consultorías, organismos
multilaterales y grandes medios de comunicación. En los años 80 la
hegemonía de esas tesis llegó a ser tan asfixiante que estas imperaron como
pensamiento único, al extremo de que hasta en nuestros países todavía quedan zombies
que circulan con ellas.
No obstante, la
“revolución” conservadora al cabo perdió aliento, luego de sumir a Estados
Unidos en el mayor déficit fiscal de la historia, generar un aumento
exponencial de la desigualdad y la exclusión sociales, y provocar una cadena de
crisis financieras que, a consecuencia de la globalización tuvieron extendidos
efectos internacionales. En Inglaterra lo mismo que en Estados Unidos, el
desengaño social decidió las siguientes elecciones a favor de la oposición. Aún
así, la vuelta al Gobierno de los demócratas estadunidenses y los laboristas
británicos dejó ver cuánto esa “revolución” conservadora había calado en la
cultura política de las élites dominantes en ambas naciones. Los gobiernos de
Tony Blair y Bill Clinton respetaron las tesis del conservadurismo
conformándose con endulzarlas con paliativos, en lo que Joaquín Estefanía
calificó como “un tatcherismo y un reaganismo de rostro humano”[9].
Los
“neocons”: la contrarrevolución permanente
Mientras el Partido
Demócrata gobernó los artificieros norteamericanos de la “revolución”
conservadora permanecieron atrincherados en diversas fundaciones y think
tanks financiados por grandes transnacionales. Y en ese lapso elaboraron el
llamado Proyecto para un nuevo siglo americano, su propuesta doctrinaria
para lanzar una gran ofensiva neoconservadora para el siglo XXI ‑‑de donde les salió el
apelativo de neocons‑‑.
Personajes como Cheney,
Wolfowitz, Perle, Rumsfeld, Rice, Ashcroft, Kristoll y Kagan, junto con otros
maquinadores del conservadurismo de los años 80, adoptaron a Geoge W. Bush como
su candidato, supeditaron el “partido de las ideas” al “partido de los
negocios” y ayudaron a derrotar la candidatura del demócrata All Gore a
despecho de la votación mayoritaria. Concibieron su misión como una cruzada
dirigida a implantar una era conservadora en el plano cultural y moral, a
erradicar la concepción laica de la vida ‑‑desde la obligatoriedad del rezo en las
escuelas públicas hasta la proscripción de la teoría de Darwin‑‑, a combatir al
igualitarismo, el ecologismo y al feminismo, y a entronizar la preeminencia de
la seguridad del Estado sobre las libertades civiles.
Para imponer esa nueva
era, los neocons idearon esa cruzada como una contrarrevolución
permanente destinada a impulsar y consolidar su perduración[10]. Su afán fue (y es) revertir el
debilitamiento de la hegemonía estadunidense y la decadencia de su concepción
de la democracia para “restaurar” un cuerpo social ordenado, disciplinado y
jerarquizado. De allí su apremio por implementar algunas de los principales
requerimientos de la “nueva” derecha: traducir la percepción de incertidumbre
causada por la globalización y la crisis en una situación de temor colectivo
por la seguridad; convertir las controversias políticas y socioeconómicas en
conflictos etnoculturales y religiosos; erigir “enemigos” y amenazas que
justifiquen generalizar medidas de excepción, y descalificar sistemáticamente a
todo crítico y alternativa política.
Su objetivo es barrer las
restricciones que las pasadas reformas liberales y movimientos sociales le
opusieron al capitalismo salvaje. Se empecinaron en beneficiar a las grandes
corporaciones, instigar el fundamentalismo cristiano, y entronizar la noción
norteamericana de civilización y democracia por cualquier medio, incluso el
militar. El apogeo de su influencia se coronó con el máximo aprovechamiento de
la oportunidad que les ofrecieron los brutales atentados del 11 de Septiembre,
que les facilitaron ampliar el control sobre los medios de comunicación,
retrotraer las libertades públicas y desatar las guerras de Irak y de
Afganistán.
La variante
española
Por su parte, la derecha
española tiene en América Latina una trayectoria que viene desde los tiempos
del “hispanismo” franquista y abarca dos grandes experiencias
contrarrevolucionarias. La primera, se remonta al “levantamiento” fascista
contra la democrática República Española y la sangrienta represión que lo
siguió. Su influencia en nuestra América se prolongó en colaboración con las
“oligarquías” que entonces dominaban a nuestros países y con gran parte de la
jerarquía de la Iglesia católica de la época.
La segunda viene del papel
que la derecha española asumió tras la transición democrática y la
europeización, donde volvió a concebirse a sí misma como destinada a revertir
los progresos sociales y políticos que los pueblos de su país lograron
recuperar durante el proceso postfranquista. Esta “nueva” derecha aparece menos
vinculada a la jerarquía eclesiástica y dotada de un lenguaje más contemporáneo
y mediático, en correspondencia a su ligazón con una clase empresarial más
cosmopolita, donde los operadores de las empresas transnacionales ‑‑y especialmente las
españolas‑‑
tienen importante presencia.
También contribuye a este
esfuerzo al hecho de que en América Latina (como en España) las viejas formas
de hegemonía política y gobernabilidad están muy cuestionadas, como lo muestra
la crisis de los viejos partidos y la emersión de gobiernos progresistas. En el
interés de remozar los métodos y estilos políticos la derecha española asesora
y auxilia a sus congéneres latinoamericanas, al extremo de animar el cambio el
nombre de varios partidos conservadores y democristianos de la región que
ahora, a la moda de su hermano mayor peninsular han pasado a partidos
“populares”.
La preocupación frente a
la pérdida de eficacia de los sistemas políticos vigentes, de sus partidos y de
las instituciones parlamentarias ‑‑así
como ante la superficialidad de los medios de comunicación respecto a las
nuevas demandas sociales‑‑,
conduce a buscar nuevos enfoques. En América Latina la “nueva” derecha ahora
apela a presentarse como una opción antipolítica. Esto es, a hacerse ver
como crítica del sistema establecido y, por consiguiente, como una fuerza extrasistémica
supuestamente abocada a cambiarlo. Eso conlleva un esfuerzo por presentarse
como la opción del “olvidado” hombre común, de sus miedos y aspiraciones ante
un sistema político insensible e inmóvil, frente al cual ella se promueve como
la alternativa del “cambio”. Intento que la hace maquillarse con el perfil
populista que José María Aznar le recomienda a sus pupilos latinoamericanos,
más allá del mero cambio de nombre a sus partidos.
La derecha
norteamericana a la hora del té
La incapacidad del
presidente Obama para actuar a la altura de sus promesas, y su temprana vuelta
a varias políticas del gobierno anterior, son motivos adicionales para animar a
la derecha “popular” norteamericana a cobrarle el precio por el revés electoral
que él antes le infligió. Para preparar su ofensiva en las elecciones
parlamentarias de medio período del 2010, se celebraron por separado los
cónclaves del Tea Party Movement ‑‑la
rama más rústica del fundamentalismo conservador‑‑ y del llamado Conservadurismo
Constitucional ‑‑la
derecha elegante‑‑.
Ambas vertientes
coincidieron en el propósito de desplegar “la más implacable campaña de
descrédito y desgaste contra un gobierno electo de que se tenga memoria en la
política norteamericana”[11], un gobierno al
que desde temprana fecha acusaron de “socialista”. Esos cónclaves mostraron que
los neoconservadores no se conformarían con recuperar enseguida el control de
Congreso y luego el de la Casa Blanca, sino su decisión de eliminar
definitivamente los contrapesos institucionales y legales que antes le han
obstruido el paso al neofascismo en ese país; es decir, a cambiar todo
el sistema.
Mucho del lenguaje de
esos dos cónclaves luego impregnaría el discurso de las derechas española y
latinoamericana.
Bajo la rectoría del
presidente de la Fundación Heritage, el Conservadurismo Constitucional proclamó
la Declaración de Mount Vernon, que recuperó lo esencial del Proyecto
para un nuevo siglo americano, de finales de los años 90. Esta
Declaración vuelve al clásico recurso de invocar, a su manera, los principios
de la Declaración de Independencia y de la Constitución, y emplearlos para
alegar que en las últimas décadas esos principios fueron minados y adulterados
por sucesivos extravíos radicales y multiculturalistas en la política, las
universidades y la cultura estadounidenses. Esto plasma su repudio a las
conquistas obtenidas desde mediados del siglo pasado, y no apenas a las
iniciativas que la administración Obama hubiera podido añadirles.
En consecuencia, la
Declaración alega que urge un “cambio” que vuelva a poner al país en la senda
de aquellos principios. Y para eso pregona un conservadurismo “constitucional”,
dirigido a lograr un gobierno de salvación nacional “que garantice estabilidad
interna y nuestro liderazgo global”. Entre esos principios destacan, desde
luego, no solo la libertad y la iniciativa individuales, sino la irrestricta
libertad de empresa y las reformas económicas basadas en las relaciones de
mercado, además de la tradicional letanía sobre la defensa de la familia, la
comunidad (local) y la fe religiosa.
Lo que nos pone ante un
claro llamamiento no apenas a emprender una contrarreforma sino a realizar la
“contrarrevolución preventiva”[12], y no
solo a escala norteamericana sino global, como se desprende de la argumentación
en que ese llamado se apoya y del deber que este movimiento le atribuye y a
Estados Unidos, así como de la naturaleza de la potencia en cuyo nombre se
proclama ese relanzamiento del un “destino manifiesto”.
Los medios:
retóricas por realidades
El perfil populista de la
“nueva” derecha es reforzado a través de su persistente interés en explotar los
medios y las técnicas de comunicación y publicidad masivas como su instrumento
político principal, en remplazo de las debilitadas formas tradicionales de
gestión político‑electoral.
El modo de hacerlo refleja su afición por el estilo norteamericano para
aprovechar los instrumentos mediáticos. En América Latina esta derecha se apoya
especialmente en ese recurso y lo asume con la asesoría de expertos
norteamericanos y de latinoamericanos formados en la escuela estadunidense de
pesquisa y manejo de la opinión pública.
Hoy vivimos en medio de
demandas y tensiones sociales más complejas y dinámicas que las existentes
cuando se formaron los actuales sistemas de representación y manejo político.
Los procedimientos y partidos tradicionales han perdido confianza pública,
mientras que los medios de comunicación más poderosos superan la capacidad de
los partidos para contactar a una masa plural de grupos sociales que carecen de
otras vías para percibir e interpretar la realidad. Gran parte de la población
tiene limitaciones para conocer los acontecimientos como partes de un proceso
que la envuelve y afecta, y en lugar de verlo de conjunto apenas avista las
imágenes fraccionadas que los medios le surten.
En estas circunstancias,
el populismo de derecha asume la industria de la comunicación como vehículo de performance
que ‑‑remplazando
a la vieja propaganda‑‑
entroniza una retórica destinada a suplantar la realidad, a la vez que alinea a
los medios más penetrantes como instrumentos de poder político.
Las retóricas mediáticas
se explotan como un sucedáneo que acomoda y sustituye la realidad efectiva.
Quien domina los medios está en ventaja para imponer los temas adonde se
enfoque la atención de gran parte de la sociedad, y para calificar a los
actores políticos y los motivos en discusión. El predominio mediático permite
destruir o construir reputaciones, tanto de ideas y de personas como de
propuestas, así como ignorar o falsear unas opciones y hacer que otras
prevalezcan. Como también permite sustituir los asuntos relevantes con variadas
ristras de trivialidades.
Con ese respaldo, esa
derecha puede convertir las nuevas formas de vestir la opción reaccionaria en
una alternativa más difundida y “popular” que las planteadas por las
izquierdas; sobre todo cuando éstas últimas no han sabido renovar y promover
sus propuestas a través de métodos y lenguajes más frescos y persuasivos.
En el modelo mediático
que articula esa combinación de seductores lugares comunes coinciden tanto los neocons
como los Berlusconi. Aparte de que esos medios de comunicación “normalmente”
son propiedad ‑‑o
están bajo control‑‑
de intereses sociales, económica e ideológicamente afines a las élites que
patrocinan las campañas neoconservadoras, ellos a la vez constituyen un
conglomerado capaz de encumbrar las iniciativas de derecha por encima de los
antiguos partidos conservadores.
Con lo cual finalmente la
relación se invierte: el “estado mayor” del conglomerado mediático ‑‑el “partido” mediático‑‑ es quien le fija la
agenda a las organizaciones políticas, trastocando los términos entre el
supremo manipulador informativo y el partido al que le toca dar la cara por él.
Parecidos
de familia
Así cabe reconocer un
conjunto de características que las diferentes modalidades locales de la
“nueva” derecha comparten, en uno u otro grado. Sin agotar la lista, ni suponer
que todas estas características siempre estarán presentes en cada caso
particular, sobresalen 9 rasgos comunes:
1. Se procura generalizar
la atmósfera de descrédito de los actores y organizaciones políticas conocidas,
y se extrapolan las acusaciones de real o presunta corrupción, insensibilidad,
banalidad o incompetencia de los políticos, de sus partidos y parlamentarios, y
de la política misma.
2. Al efecto, se explota
la existencia real de no pocos casos de actores y organizaciones que defraudan
las expectativas populares, para absolutizar el repudio a los actores políticos
y parlamentarios y entronizar la imagen de que todos deben ser barridos
de escena. Con lo cual se descarta la existencia de líderes honestos y propuestas
válidas, y de la política como actividad confiable para solucionar los
problemas sociales. Se abona el clima para “que se vayan todos” y propiciar su
remplazo por otro género de agentes, supuestamente “apolíticos”, cuya
legitimación corre por cuenta de los medios más influyentes.
3. El campo clásico de la
política es invadido por un personaje de la élite empresarial, a la cabeza de
sus asociados y operadores. Se alega el supuesto de que el estilo de mando de
la gestión empresarial es más eficaz y puede trasplantarse a la gestión
pública. Esta invasión se excusa con el argumento de que esto hará menos
deliberativa y más expedita la administración del Estado, como si los procesos
y confrontaciones sociales ‑‑y
las opciones para darles solución política‑‑ se pudieran decretar por un jefe de
empresa, como las decisiones gerenciales.[13]
4. La pretensión y el
discurso mesiánicos, según los cuales la perduración del orden sociocultural y
económico “occidental y cristiano” ‑‑o
alguna noción equivalente‑‑
está amenazado por los excesos del legado liberal, la permisividad, la
decadencia del sistema político o las ideas socialistas, lo que hace necesario
una cruzada preventiva o correctiva para restaurar los valores
tradicionales, reinstaurar el orden, la disciplina y las jerarquías sociales,
restablecer la seguridad pública y, particularmente, mejorar la rentabilidad
del capital para atraer inversiones.[14]
5. No obstante, la
prioridad de la élite económica que abandera esa derecha no necesariamente es
controlar el poder político para gobernar conforme al interés global de su
clase, sino tomarse el poder público para imponerle sus intereses personales o
de grupo incluso a los demás sectores de la burguesía, y hasta despojarlos,
como Ricardo Martinelli.
6. Este propósito incluye
apelar sistemáticamente al soborno, el chantaje, la intimidación, las
penalizaciones extrajudiciales y el escarmiento destinado a amedrentar a
terceros, aplicados de formas selectivas, discretas u ostensibles según las
conveniencias del momento en que se emplean.
7. Se adopta una retórica
y actuación agresivas que destacan en el debate público un paquete de
advertencias y un estilo cesarista y mesiánico, para justificar medidas de
excepción e instalarlas como rutina de gobierno. Por ejemplo, la reiterada
apelación que George W. Bush hacía de citas bíblicas como argumento para
imponer políticas de excepción, y cercenar derechos ciudadanos con el alegado
fin de combatir espantajos externos como el terrorismo internacional, y
fantasmas domésticos como el narcotráfico o los inmigrantes.
8. En definitiva, lo que
se combate no es el mal que se menciona, sino el espectro construido a colación
suya, con lo cual el tema se apresta para golpear a terceros, incluso más que a
los propios causantes o actores reales del peligro que se dice querer reprimir.[15]
9. Para implementar ese
cesarismo, destaca el afán obsesivo y apremiante por controlar y subordinar a
los otros Órganos del Estado y demás instancias de la gestión pública, y
concentrar el poder en manos del Ejecutivo. Se adopta un modo vertical de mando
que reduce y estrecha los ámbitos de consulta y deliberación, que margina las
organizaciones de la sociedad civil y pone en crisis la institucionalidad
democrática, desconoce sus ámbitos de autonomía, anula la seguridad jurídica y
desvanece los límites entre lo público y lo privado.
10. Para esto la “nueva”
derecha ‑‑en
tanto que extrema derecha‑‑
no reconoce la legalidad por sus méritos sociales, sino como instrumento que se
puede implantar para fines particulares, o como obstáculo que vale eludir o
remover cuando convenga.
11. Se entroniza una
forma populista de mandar que, con masivo apoyo mediático, se arroga la
representación de la masa de los ciudadanos anónimos. Prodiga entre éstos las
promesas de ocasión que permitan aparecer ante las cámaras complaciendo sus
anhelos, sin sopesar la prioridad y sostenibilidad de tales ofrecimientos, ni
su pertinencia respecto a una estrategia de desarrollo sustentable.
12. Cultivar
mediáticamente la imagen populista conlleva apropiarse de los temas, modas y
rostros de mayor rating e instrumentarlos para ello. Como parte del charm
buscado, la “nueva” derecha hace una prolija exhibición de actitudes, formas de
vestir, procedimientos y extravagancias que la hagan ver como “antipolítica”,
pintándose con los rasgos de un género atípico de liderazgo ‑‑presuntamente
antisistémico o outsider‑‑
contrario a los hábitos característicos de las instituciones y dirigentes
tradicionales.[16]
13. Redirigir los
disgustos sociales hacia otros blancos, escogidos al efecto, lo que implica
desplegar una permanente ofensiva mediática en torno a determinadas ideas‑fuerza, seleccionadas
conforme a los objetivos del régimen, la coyuntura política por sortear y las
características ‑‑y
vulnerabilidades‑‑
de los adversarios que se quiere descalificar. Al efecto, se selecciona y
caracteriza al enemigo a batir (ya sea la izquierda, los sindicatos, los
corruptos, los negros, los judíos, los inmigrantes, la delincuencia, el
terrorismo o alguna combinación de los mismos) y se le dedica la atención
mediática del caso, para justificar medidas punitivas que en la práctica
también afectarán a la mayoría de las demás personas.
14. Para esto la “nueva”
derecha elige, atiza y teledirige malestares reales existentes en la población
y los alinea contra los blancos escogidos para dirigir sobre ellos el malestar
colectivo[17]. Como, a la vez, construye
metódicamente la imagen de un liderazgo y un propósito deseables, tales como
“el cambio”, la seguridad en las calles o la cárcel para anteriores
dignatarios. Quien domina los medios no necesita explicar la naturaleza del “cambio”,
como tampoco probar la culpabilidad de los acusados, puesto que los
linchamientos mediáticos no lo requieren.
17. Con frecuencia, a
todo lo anterior se agrega un persistente afán por anunciar e inaugurar obras o
acciones monumentales, no necesariamente imprescindibles pero siempre de
notable impacto escénico y alto costo. Ese afán de la “nueva” derecha por el
monumentalismo replica un rasgo típico del fascismo, como manifestación visible
de lo mucho que una y el otro comparten, en tanto que formas históricas de la
extrema derecha.
El clima y la ocasión
oportunos
¿Cuál es el trasfondo
motivador de la “nueva” derecha en las Américas de nuestros días? La
universalización de la crisis que emergió en el 2008 ‑‑que no solo es mundial por su extensión
sino también porque tiene ominosa presencia en múltiples campos de la realidad[18]‑‑
exacerba las incertidumbres y frustraciones propias de la declinación del
capitalismo, al menos la del capitalismo que conocemos.
Agregada a la falta o
insuficiencia de proyectos alternativos, la crisis acelera sentimientos
colectivos de incertidumbre, por precariedad del trabajo, de la seguridad
personal, de la salud y la vejez, de la vivienda, del estatus social, así como
pérdida de previsibilidad y de confianza en las expectativas. En Europa y
Estados Unidos, la crisis tensa la relación con personas y colectividades de
otras etnias y culturas, y exacerba el racismo.
En un ambiente de
fluctuaciones económicas, políticas y socioculturales impredecibles, una plebe
desvalijada y ofendida por los efectos de la recesión, pero extraviada, se
desplaza a lo ancho del espectro político de forma que un día elige a un
mandatario y al otro lo repudia[19]. Lo que
asimismo depara el ambiente psicológico proclive al discurso mesiánico,
demagógicamente prometedor de “cambios” y de certidumbres cosméticas que la
“nueva” derecha ofrece por boca de líderes machos que dicen saber lo que
hacen y tener el coraje (o la falta de inhibiciones) para hacerlo enseguida.
Como también unos adversarios convenientemente seleccionados sobre quienes
desviar los disgustos que la situación haya acumulado[20].
Pero el auténtico motor
del asunto está en el objetivo de garantizar la seguridad y la rentabilidad del
capital, no solo ante la crisis sino frente al peligro de que la inconformidad
social se traduzca en desbordamientos y rebeliones, ya sea como caos o como
revolución. Esto es, el objetivo de proteger al capital adelantándose a
reimplantar las condiciones de orden y jerarquización sociales que hagan falta,
no solo para salvaguardar al régimen capitalista, sino también para quitarle
del camino las restricciones que en el último siglo le limitaron la tasa de
ganancias: las normas de seguridad social y de derechos sindicales, de derecho
a investigar e informar, organizarse y rebelarse, etc.
Por consiguiente, tras
bastidores lo que hay es un programa neofascista, aunque lo llamen de otras
maneras. La “nueva” derecha no es conservadora sino extrema derecha, tanto por
su proyecto económico como por su fundamentación ideológica y política. El
cambio está en la época y el modo de presentarse, ahora equipada con otros
instrumentos, los de un fascismo civil envuelto en formas más atrayentes, para
un público que los medios mantienen más fragmentado y desmemoriado.
América
Latina: una contienda sobre terreno inestable
En gran parte de América
Latina los movimientos y partidos progresistas mantienen la iniciativa
política, pero ahora se hallan frente a esa amplia contraofensiva de una
derecha remozada. Nos encontramos ante una anchurosa pluralidad social que está
en disputa y ‑‑como
corresponde a tiempos de transición‑‑
donde hay una diversidad de opciones abiertas. Por un lado, esa “nueva” derecha
tiende a prevalecer sobre las formaciones conservadoras tradicionales, aunque
sin desecharlas. Por el otro, el panorama de las izquierdas es más variado,
como es natural a su naturaleza cuestionadora y creativa, que explora y propone
diversidad de caminos.
En nuestra América, los
problemas desatados tanto por las políticas neoliberales como por su fracaso,
se superponen con los efectos del anterior abandono de los proyectos
desarrollistas, revolucionarios y nacionalistas de los años 60 y 70, y la
insuficiencia de las nuevas propuestas con las cuales enfrentar los tiempos que
corren. La crisis social está mucho más avanzada que el desarrollo de nuevas
propuestas político‑ideológicas.
Tras tantos años de
insatisfacciones la gente está harta, sin que eso signifique que ya es consciente
de sus posibles opciones históricas. Así las cosas, ese difuso y multiforme
malestar ha contribuido a fortalecer el apoyo electoral a las ofertas
progresistas, pero no necesariamente está listo para aceptar alternativas más
radicales. El dolor y la irritación por las consecuencias de la desigualdad
extrema, el empleo precario y la miseria conviven con el descrédito de los
partidos y sistemas políticos conocidos y, a la vez, con una extendida
sensación de temor que resulta de la falta de certezas y la frustración de
expectativas.
Es en ese contexto que
toca medir fuerzas con una derecha remozada que viene a disputar el campo
político. Y que viene con los recursos que ya sabemos: predominio mediático,
buena orquestación continental y unas consignas populistas que tienen las
ventajas de su brutal simplificación de los problemas y expectativas populares
que facilita propalarlas[21], al deslizarlas
sobre el limo de los estereotipos del llamado sentido común.
En períodos así el piso
político es movedizo: abundan los realineamientos ‑‑tácticos, programáticos e ideológicos‑‑ de las dirigencias de
los partidos políticos y organizaciones, como también de los sectores sociales
que ellos pretenden representar. Esto es un espacio propicio para cualquier
género de aventureros, como antes Fujimori y después Álvaro Uribe, Mauricio
Macri u Otto Guevara. Es decir, de la crisis general no solo se puede salir
hacia la izquierda, sino también por la derecha, como en su tiempo ocurrió con
el fascismo tras el impacto de la Gran Depresión.
Sin embargo, esto no
niega sino recuerda que del lado de las fuerzas progresistas subyace, como la
parte inmersa del iceberg, una enorme incubadora social espontáneamente
orientada a la izquierda. Está en el seno de la propia población. Si bien es
cierto que la crisis ‑‑económica,
sociopolítica e ideológico‑cultural‑‑ propicia confusiones y
recomposiciones, eso no conlleva el supuesto “retorno a la derecha” que hoy
predicen ciertos “analistas”[22]. Al
contrario, en ningún país latinoamericano existe un movimiento de masas que
apoye proyectos contrarrevolucionarios.
Aunque aquí o acullá la
izquierda política aún no termina de renovar y unir sus propuestas, la vida sí
le da impulso a una izquierda social que se expande bajo la superficie, aunque
todavía no esté conceptual y organizativamente desarrollada. Si en vez de
preguntar en las encuestas por las siglas de los partidos, se inquiere sobre
los problemas diarios, se constata que es falso que nuestros pueblos derivan
hacia la derecha. Por eso mismo las campañas de la “nueva” derecha andan tan
necesitadas de remedar los discursos progresistas.[23]
Lo que pasó en Chile en
las elecciones del 2009 no demuestra otra cosa. La Concertación por la
Democracia, que gobernó a ese país por 20 años, no fue un ejemplo de la
reactivación que las izquierdas latinoamericanas han experimentado desde
finales de los años 90 en rechazo a las tesis y secuelas del neoliberalismo. Al
contrario. La Concertación fue producto de una etapa anterior, de transición pactada
de la dictadura a la democracia neoliberal (que ocurrió paralelamente a la
claudicación de la socialdemocracia ante el neoliberalismo). La subsistencia
del modelo pinochetista de Constitución, institucionalidad pública, sistema
electoral y economía de mercado así lo recalca, a la vez que representa el
fantasma de una transición democrática que se dejó sin concluir.
La
articulación de esta ofensiva
Aunque en la tradición de
las izquierdas el internacionalismo y la solidaridad ocupan un sitial relevante,
en la actualidad la mayor parte de sus organizaciones latinoamericanas consume
sus escasos recursos en las tareas nacionales. En los últimos lustros, tras la
ofensiva neoconservadora de los años 90, lo demás no suele ir más allá del
plano declarativo. Las organizaciones y foros internacionales de las izquierdas
dan más ocasiones periódicas para compartir reflexiones, que oportunidades para
organizar cooperaciones de mayor magnitud.
En la derecha se
instrumenta un internacionalismo más práctico. Hoy por hoy el sostenimiento de
escenarios y actividades de instrucción y colaboración política internacional
es mucho más constante y efectivo para sus organizaciones. Para esto hay un
polo articulador: en América Latina todos los partidos derechistas de alguna
importancia tienen vinculaciones con el Partido Republicano y con fundaciones y
universidades conservadoras de Estados Unidos, lo mismo que con el Partido
Popular español y las fundaciones cercanas este.[24]
Los cuadros jóvenes de
los partidos de derecha frecuentan cursos auspiciados por fundaciones y
universidades conservadoras, particularmente en el área relacionada con el marketing
político, con énfasis en la pesquisa y manejo de la opinión pública, y las
técnicas para dirigir las comunicaciones sociales. Miami alberga un gran
conglomerado de instituciones y cursos de formación en esas especialidades para
los nuevos cuadros latinoamericanos de derecha.
Aparte de que, por
supuesto, esas jóvenes promesas político‑empresariales estudian en las mismas
universidades estadunidenses. Una notable proporción de los dirigentes de las
derechas latinoamericanas son ex condiscípulos de carreras, cursos y postgrados
en esas instituciones.
Proliferan igualmente los
eventos de capacitación político‑ideológica
que propician encuentros de las jóvenes promesas de la derecha con sus
veteranos referentes europeos, latinoamericanos y estadunidenses. José María
Aznar, por ejemplo, sin ser siquiera un intelectual de mediano brillo, se la
pasa volando, en el literal sentido de la palabra.
A su vez, los mayores no
solo asisten a las mismas conferencias en Estados Unidos, o las impartidas por gurúes
norteamericanos en ciudades latinoamericanas sino que, por si faltara, no pocas
veces coinciden en las juntas directivas y las reuniones de accionistas de las
mismas empresas. Las que, además, cada día operan en mayor cantidad de países
de la región y fusionan sus respetivos intereses, bajo el paraguas de las
mismas transnacionales. En consecuencia no sorprende que al cabo piensen a
nuestra América con los mismos parámetros, asuman proyectos políticos similares
y concuerden en los mismos términos, para armonizar sus actividades políticas.
Las izquierdas
latinoamericanas no disponen de nada parecido. Si bien sus encuentros dan
ocasión a meritorios esfuerzos reflexivos, no cubren ese ambicioso espectro de
homologación estratégica, formación de cuadros y coordinación operativa.
La piedra de toque de
esta diferencia radica en que el núcleo político‑ideológico de la derecha norteamericana
sigue activo y no le faltan organización, poder, recursos ni iniciativas, no
solo para domesticar al Presidente Obama sino también para auspiciar la
contraofensiva de las derechas latinoamericanas.
Aún así, nada de eso
constituye un escollo ante el cual las izquierdas deban resignarse a resistir,
sino un reto que deben superar con el capital de su propia imaginación y
creatividad. En el presente mundo de las comunicaciones virtuales y las redes
sociales, cuando los pueblos de la región tienen muy buenos motivos para
desplazarse a la izquierda, ese tampoco será un reto demasiado difícil de
remontar, una vez que se es consciente de su trascendencia.
Nueva
izquierda: construir contrahegemonía
En tiempos de la Guerra
Fría, para que la derecha oligárquica pudiera imponer “cambios” dirigidos a
rehacer al sistema y derogar las conquistas sociales, democráticas y
progresistas ya logradas, fue necesario infligirle derrotas aplastantes y
duraderas a la resistencia popular, apelando a las dictaduras de seguridad
nacional y el terrorismo de Estado. Pero de entonces para acá el cambio de las
circunstancias mundiales y regionales, así como el desarrollo político
alcanzado por una parte significativa de nuestros pueblos han creado otras
condiciones: aquellas opciones de fuerza se han vuelto menos aceptadas y
sostenibles, como en el 2009 lo reiteró el caso de Honduras y en el 2010 la
intentona golpista en Ecuador.[25]
Para derogar esas
conquistas sociales ahora la derecha tiene que apelar a otros medios. Y lo
puede hacer en tanto que la reacción ‑‑aprovechando para esto los recursos que le
dan ventajas‑‑
logre explotar en beneficio suyo los malestares y confusiones sociales
existentes. Es decir, en tanto que pueda organizar agrupaciones salidas de los
miles “de seres humanos arrojados a la marginalidad, la ignorancia y la
desesperación, para intentar hacer de ellos una fuerza de choque salvaje”
contra los sectores ciudadanos más conscientes[26],
y no solo en el plano electoral. Esa opción de convocar al pobrerío desclasado
para instrumentarlo al servicio de la coacción y la violencia oligárquicas es,
precisamente, botón de muestra de la conducta fascista, arquetipo de la
estrategia de contrarrevolución preventiva.
La magnitud de las
amenazas que esa “nueva” derecha representa resalta el valor que para las
izquierdas siempre ha tenido ‑‑y
la urgencia que hoy tiene‑‑
la tarea de formar conciencia y organización popular. Si las armas de esa
derecha prosperan precisamente al incidir sobre una masa ignorante, afligida y
desarticulada, superar esa debilidad popular es la prioridad de las izquierdas.
El campo del pensamiento y la imaginación popular y latinoamericana es su campo
histórico y en él le toca derrotar a este invasor.
Frente a la ofensiva que
la élite económica y la reacción política invierten para impregnar a esa masa
con una subcultura de la derecha, es prioritario construir y movilizar en su
seno una contracultura fundada en las necesidades, reivindicaciones y
expectativas populares. Es con base en esa contracultura que se puede reivindicar
la independencia del pensamiento popular y relanzar su solidaridad de clase.
Una contracultura capaz de crecer como el cemento aglutinador y orientador de
organizaciones donde la solidaridad popular vuelva a primar sobre la
atomización de las salvaciones individuales ‑‑místico‑religiosas, delincuenciales o neofascistas‑‑ que el neoliberalismo ha
dejado sobre el tapete.
Es claro que opciones más
revolucionarias y socialistas no subsisten sin la debida participación de
grandes masas conscientes. Y que formar y organizar esas masas es misión de los
partidos y movimientos de izquierda, más que de los gobiernos progresistas, que
a su vez tienen otras misiones.
Solo la organización
popular y plural ‑‑tanto
barrial y comunitaria como laboral y gremial, cívica o patriótica‑‑ puede convertir las
ideas y aspiraciones de esa contracultura en una fuerza material, esto es, en
una fuerza capaz de desarrollar su propio poder social. Por consiguiente, en
una contrahegemonía, una opción de poder que oponerle a los recursos y
los fines de todas las derechas y del capital que las amamanta, como fuerza
social y política que sí puede superar y derrotar a las élites económicas.
Lo que en igual medida
prioriza el imperativo de articular frentes amplios donde juntar la diversidad
de las izquierdas sociales y políticas ‑‑y cerrar los vacíos donde pululan los
aventureros‑‑,
con base en lo que en cada caso ellas tienen de común, a la vez que respetando
sus respectivas personalidades y diferencias.
- Nils Castro es escritor y catedrático panameño.
NOTAS
[1]. Como Henrique Capriles
al inicio de la campaña electoral contra Nicolás Maduro, hasta que el propio
Lula da Silva salió a proclamar su apoyo a Maduro.
[2]. Como en algunas
expresiones de la derecha cruceña, en Bolivia, y de la derecha argentina. En
otras partes del mundo, de forma más ostensible en el tea party
estadunidense y el Amanecer Dorado de Grecia.
[3]. Por ejemplo, en manos
de las élites europeas la crisis es a la vez oportunidad para avanzar un amplio
proceso contrarrevolucionario, arrebatándole al movimiento obrero y popular las
conquistas obtenidas desde la postguerra, al tiempo que se despliega un
discurso ideológico dirigido a desviar contra los inmigrantes el resentimiento
social causado por las políticas neoliberales y las políticas anticrisis de la
derecha.
[4]. No es el caso enumerar
aquí las causas de esa limitación, que no son el tema de estas páginas. De esa
cuestión ya me he ocupado antes en Una coyuntura liberadora ¿y después?,
en Rebelión del 23 de julio del 2009, y en La brecha por llenar, premio Pensar
a Contracorriente, La Habana, 2010.
[5]. En los países donde las
movilizaciones sociales desbordaron las restricciones propias del sistema
político‑electoral
previamente establecido, se alcanzaron reformas constitucionales “refundadoras”
de dicho sistema y, así, reformas socioculturales de mayor aliento. En
distintas formas y grado, este ha sido el caso de Bolivia, Ecuador y Venezuela.
Sobre esto volveremos más adelante.
[6]. Los resultados de ese
empeño fueron encomiados periodísticamente como una “oleada democratizadora”
continental, presuntamente capaz de resolver por varios lustros los fenómenos
de contracción económica, inflación y desempleo que venían acumulándose. Pero
pocos años después la aplicación de las políticas neoliberales, que esas
democracias restringidas tenían la misión de legitimar, se tradujo en una marea
de frustraciones e ingobernabilidad que, aún antes de poner en entredicho al
neoliberalismo puso en peligro a esos gobiernos y a operadores políticos.
[7]. Eso coincidió con otros
importantes acontecimientos a escala mundial, que también ayudaron a que este
fuera un período de gradual degradación de los procesos nacional‑revolucionarios y ‑‑sobre todo tras el
desmoronamiento de la URSS‑‑
de repliegue y posterior reformulación de muchos proyectos y organizaciones de
izquierda.
[8]. Los casos más
notorios fueron el Caracazo y las sublevaciones urbanas de Quito, el
Alto, la Paz y Buenos Aires, que constituyeron claros presagios de lo que
estaba por suceder en otras otras ciudades y países latinoamericanos.
[9]. Ver Los neocons,
profetas del pasado, en El País, 14 de junio de 2004. La frase remeda
cáusticamente la consigna de la “primavera de Praga” de 1968, que buscaba
instaurar un “socialismo con rostro humano” dentro del bloque soviético.
[10]. Tanto en Estados Unidos
como en Europa se ha señalado la “reconversión” de activistas de extrema
izquierda en intelectuales neoconservadores, por efecto de la ofensiva
neoconservadora y del desmoronamiento de la URSS. Esto explica la frecuente
apropiación ‑‑e
inversión‑‑
de categorías procedentes de León Trotsky (como la de revolución
permanente) y de Antonio Gramsci (como la de construir hegemonía
cultural).
[11]. Ver Elides Acosta, Obama
entre el Tea Party y el conservatismo constitucional (I), en Cubadebate
del 22 de febrero de 2010.
[12]. La contrarrevolución
preventiva fue el objetivo inicial de los regímenes fascista y nazi. Propone
tomarse el poder e instalar un régimen contrarrevolucionario aun sin que una
revolución haya ocurrido, para impedir de antemano que esta pueda darse.
[13].Sin embargo, el
liderazgo personal de un multimillonario como Sebastián Piñera no es
indispensable en cada uno de los casos. Ese papel político también puede
ejercerse por interpuesta persona ‑‑como
un Nicolás Sarkozy o un Alberto Fujimori‑‑, si ésta persona comparte esa misma
concepción y adopta igual amaneramiento “ejecutivo”, que al propio tiempo busca
descalificar al político profesional como ineficaz y descartable. Este remedo
procura sugerir más eficacia pragmática que valores sociopolíticos, para
promocionar a esos “nuevos” líderes como si estuvieran dotados de exitosas
habilidades empresariales, esto es, como una providencial oportunidad que la
burguesía más competente le brinda al país para implantar un nuevo tipo de
gestión pública u “otra forma de gobernar”, para decirlo en palabras de Piñera.
[14].La derecha
norteamericana, nutrida por un conspicuo acervo de predicadores y demagogos, se
caracteriza por apelar al fundamentalismo cristiano como fuente argumental y
sostén místico de su discurso mediático. En la derecha latinoamericana, de
orígenes ibero‑católicos,
no faltan oradores ni pillos que invoquen la bendición divina, pero se recurre
más a los espectros de la corrupción política, la incertidumbre y la
inseguridad que a la exaltación religiosa.
[15]. Descartándose así el
discurso presidencial clásico, moderado y paternal, remplazado por un estilo
rupturista cuyo lenguaje mesiánico justifica destruir los anteriores consensos
y esquivar la legalidad, que antes dieron base a derechos ciudadanos
fundamentales en materia de seguridad social, pensiones, educación, privacidad,
función representativa y negociadora de los sindicatos y las organizaciones
sociales, desde los tiempos del New Deal y de la segunda postguerra
mundial.
[16]. Las prácticas
populistas se manifestarán asimismo en la explotación de formas de conducta y
lenguaje corporal y verbal atribuidas a la informalidad popular, según la
respectiva idiosincrasia nacional y de época. Se apela a imitar conductas
machistas, estilos iconoclastas o “de trabajo” ‑‑vestir botas o cazadora‑‑, etc., como expresiones
de una nueva retórica indumentaria que más sugiere una imitación
populachera que al austero estilo popular.
Esto incluye una peculiar
relación con las mujeres, tratadas como objeto publicitario, que va desde
casarse con estrellas de la televisión hasta exhibir vistosas amantes.
[17]. Según la tesis de que, anger
is an energy, el disgusto o el odio son una fuerza que se puede recoger,
excitar y canalizar contra el blanco elegido sin necesidad de demostrar si éste
de veras es culpable de causar el disgusto social que se le atribuye.
[18]. Como crisis económica,
financiera, alimentaria, energética, moral, del clima, de la seguridad
ciudadana, de los sistemas políticos nacionales, del sistema político global,
etc.
[19]. Ver Immanuel
Wallerstein, El caos como cosa cotidiana, en La Jornada de 20 de
febrero de 2010.
[20]. El presidente Ricardo
Martinelli, de Panamá, los identifica como “los políticos de siempre, los malos
empresarios y la izquierda”. Alocución televisiva reiteradamente transmitida
durante finales de febrero e inicios de marzo de 2010.
[21]. Ver Massimo D’Alema, La
via progresista contro la destra que cavalca le paure, en Il Sole,
23 de febrero de 2010.
[22]. En particular lo
predican, como hoja de parra, quienes desertaron de la izquierda en tiempos de
la ofensiva neoconservadora y la “caída del muro”.
[23]. Ver Luis Bilbao, América
Latina no gira a la derecha, en ALAI, América latina en movimiento,
11 de febrero de 2010.
[24]. De esos auspicios vive,
entre otras, la Unión de Partidos de América Latina (UPLA), con sus cursos de
formación de líderes para jóvenes y para mujeres, y los cónclaves de su
Directorio, como los convocados para sesionar en Panamá en octubre y noviembre
de 2010.
[25]. Dante Caputo calificó
la asonada en Honduras como un golpe “correctivo”: los militares intervinieron
para devolver el gobierno a la oligarquía tradicional, sin quedarse en el
poder. Aún así, la comunidad internacional sancionó el golpe de formas que
también perjudicaron los intereses de esa oligarquía; los golpistas de uniforme
después fueron relevados y el golpe, a la postre, no diluyó sino que levantó un
movimiento de resistencia social no solo capaz de defender las modestas
conquistas sociales ya logradas por el pueblo hondureño, sino de exigir más.
[26]. Ver Luis Bilbao, América
Latina no gira a la derecha, en ALAI, América latina en movimiento, 11 de
febrero de 2010.
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