Si
algo podemos criticar con fuerza no es el fútbol como deporte (¡que vivan todos
los deportes, por supuesto!, y ojalá todos practiquemos alguno -e invitamos que
sea fútbol, porque creemos que es muy bonito-) sino todo el circuito
político-económico que ha ido formando su profesionalización creciente así como
su utilización en tanto mecanismo de control de masas, ahora ya a nivel
planetario.
Marcelo Colussi / Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad de
Guatemala
¡Fútbol, pasión de
multitudes! De eso no caben dudas. El fútbol es, hoy por hoy, el deporte más difundido
a nivel mundial. Que sea o no el más bonito de todos, no es el propósito de
estas breves líneas discutirlo. Para sus fanáticos, obviamente lo será. Sin
dudas tiene algo de atractivo, porque sus seguidores se cuentan por millones, y
van en aumento. Años atrás era cosa sólo "de hombres"; hoy son
innumerables las mujeres que también lo siguen con pasión, o incluso lo
practican. Lo importante a rescatar ahora es que -y en esto podemos estar
totalmente de acuerdo- resulta por lejos el más popular.
Para jugarlo no se necesitan
aparatos especiales, costosos o sofisticados. Cualquiera, hasta con un símil de
pelota, (una pelota de papel, de trapo, una piedrita, una lata vacía) lo puede
practicar. Cualquier espacio se presta para hacer las veces de campo de juego:
el patio de la escuela, un terreno desmalezado en el medio de la selva, el
lobby de un hotel, etc. Dado que es tan versátil y ofrece tantas posibilidades,
todos -y todas- desde niñitos hasta viejos, gorditos, fumadores y espantos (incluidos
los que pateamos con las dos piernas... al mismo tiempo) podemos jugarlo.
Seguramente todos hemos
escuchado alguna vez, dicho por nuestros mayores, que "fútbol era el de
antes". Y siempre es posible evocar algún maestro pasado como criterio y
garantía de tal afirmación: Di Stefano, Pelé, Maradona. Seguramente en unos
años se podrá rememorar como ícono de la "época de oro" a Zidane,
Ronaldo, Messi o algún futuro fenómeno que, en estos precisos momentos, está
recién aprendiendo a dar sus primeros pasos.
La forma de jugar el
fútbol cambia, así como cambia todo, como cambian los estilos, las modas, las
tendencias. No pretendemos aquí hacer una valoración de esto. Para quien
conoció, muchas décadas atrás, partidos donde se veían como cosa normal 10
goles, ver un planteo defensivo actual, un resultado 0 a 0, un partido definido
a penales, puede resultar deprimente. Pero pese a que "el fútbol de antes
era mejor" (como más de alguno dirá), la cantidad de población mundial que
llega a él es cada vez mayor, y no sólo en términos absolutos, obviamente, dado
el crecimiento de la masa humana mundial: las transmisiones televisivas de
encuentros de fútbol tienen las audiencias planetarias más inconmensurables. Países
donde años atrás no se conocía este deporte, ahora organizan campeonatos
internacionales. Nadie deja de conocer alguno de los nombres de los jugadores
de moda, aunque no se conozca el del presidente del país vecino, o el actual
Premio Nobel de la Paz, por dar algún ejemplo.
El fútbol es en la
actualidad, por lejos, el espectáculo más consumido. El aumento siempre
constante de fútbol por dondequiera (programas especializados, ropa afín,
escuelas de fútbol para niños, sistemas de pronósticos de resultados
multimillonarios, contratos por cantidades impensables, etc., etc.), su
presencia omnímoda en los medios de comunicación, en la cultura dominante, en
la cotidianeidad mundial, justamente por su magnitud -¿"desmedida"
podríamos decir?- abre algunos interrogantes. Debatir sobre eso es lo que
pretendemos hacer con las presentes líneas.
Su promoción no está
acompañada de una genuina política de desarrollo deportivo -"fútbol para
todos, salud para todos" o algo por el estilo-. En todo caso, el
sacrosanto mercado regulará sus movimientos, sus acomodaciones. Algún crack
podrá fichar por sumas astronómicas (de ahí que numerosos padres ven en las
escuelas de fútbol un pasaporte para una posible "salvación"
económica, según los talentos des sus vástagos), pero la gran mayoría está
condenada a ser el gordito o el fumador que envidia a estos pocos afortunados
dotados y los mira por televisión, para hablar de ellos al día siguiente.
El fútbol, como todos
los deportes -quizá más que todos- dejó hace mucho tiempo de ser un pasatiempo,
un entretenimiento dominguero. Pretender desandar ese camino en un mundo hoy
globalizado donde todo, absolutamente todo, se mide en términos de beneficio
económico, es quimérico, ingenuo, estúpido. Pero al menos se puede intentar no
perder de vista el fenómeno en su magnitud global: el fútbol (este circo romano
moderno), además de negocio fabuloso, ha pasado a ser una cortina de humo, un
mecanismo de control social, de una dimensión increíble.
Los
campeonatos mundiales ponen en evidencia de un modo particularmente grotesco lo
que ha pasado a ser el fútbol profesional en nuestra aldea global: un fabuloso
mecanismo de control social. Sería ingenuo pensar que el Campeonato Mundial,
esa parafernalia mediática que cada cuatro años crea un escenario ilusorio de
30 días de duración (hay propuestas de hacerlo de cada dos años), sirve a los
poderes fácticos para hacer o dejar de hacer lo que son sus planes
geoestratégicos de dominación a largo plazo. No necesitan de él para invadir
países, para aumentar el precio de los combustibles o para desviar la atención
sobre la catástrofe medioambiental en curso debida al mismo modelo insostenible
de desarrollo, sólo por dar sólo algunos ejemplos. Si hay "lavado de cerebro" de parte de las clases dominantes -¡y definitivamente la hay!- ello no
se realiza porque durante un mes se inunden las pantallas de televisión con
partidos de fútbol y media humanidad ande hablando sólo de los astros de moda,
de cuánto ganan en cada fichaje o del nuevo modelo de ropa deportiva. El
proyecto es más insidioso, más maquiavélico: se trata de controlar en el día a
día, abrumando con partidos y más partidos, y más campeonatos y más ligas…
¿Cuántas horas diarias de fútbol consume por televisión un habitante promedio?
¿Mejora eso de algún modo su relación con el deporte? ¿Por qué ese crecimiento
exponencial del fútbol profesional -amateur
ya no existe, es casi una pieza de museo- en todo el mundo?
No hay
dudas que, al igual que todo gran evento de proporciones enormes, puede funcionar
puntualmente como distractor de masas, tal como también lo puede ser la boda
real o la muerte de alguna estrella de la música pop, por ejemplo. No otra cosa
fue el que organizara la dictadura militar argentina en 1978, con el que se
intentó lavar la cara en su sangrienta guerra sucia, o el de la Italia fascista
de 1934, en el que se buscaba a toda costa disciplinar y mantener ocupada a una
clase obrera demasiado "rebelde". De todos modos quedarse con la estrecha idea que
estos campeonatos son las cortinas de humo de gobiernos dictatoriales es ver
sólo un lado del asunto, y quizá sesgadamente. En todo caso, los Mundiales
evidencian de un modo especial el papel que en la moderna cotidianeidad ha
pasado a desempeñar el fútbol profesional. En forma creciente, desde mediados
del siglo pasado, y sin detenerse, aumentando cada vez más, el negocio del
fútbol sirve como "opio de los pueblos". Ello no es decisión de quienes estamos condenados a
consumirlo en forma pasiva sentados ante un televisor sino de grandes poderes
que fijan el curso de lo que sucede en nuestro atribulado mundo.
El fútbol -o más bien,
su manipulación vía medios masivos de comunicación- da la ilusión de igualar
clases sociales (ricos y pobres, explotadores y explotados se abrazan tras la
camiseta de su selección nacional o su equipo preferido), distrae, aleja
preocupaciones... o al menos lo pretende. Que es
gran negocio, es innegable (lo que mueve globalmente cada año representa la
decimoséptima economía mundial). Lo que sí puede deducirse es que poderes globales
de largo aliento que están más allá de las administraciones gubernamentales de
turno, también lo aprovechan como droga social, como anestesia. El Mundial no
es sino una dosis un poco más fuerte del "pan y circo" cotidiano al que
nos someten, con dos, tres o más partidos diarios durante los 365 días del año,
y con una cantidad de torneos que ya cuesta memorizar. ¿Cuántos partidos y
cuántas copas se están disputando en este momento, cuando estamos leyendo estas
páginas? ¿Cuántos millones de personas están ahora prendidos a un televisor (o
radio, o pantalla de computadora quizá) siguiendo una transmisión de fútbol,
anestesiados, embobados si queremos decirlo así?
Si
algo podemos criticar con fuerza no es el fútbol como deporte (¡que vivan todos
los deportes, por supuesto!, y ojalá todos practiquemos alguno -e invitamos que
sea fútbol, porque creemos que es muy bonito-) sino todo el circuito
político-económico que ha ido formando su profesionalización creciente así como
su utilización en tanto mecanismo de control de masas, ahora ya a nivel
planetario. Los Mundiales son sólo una pildorita de esa medicina.
Hoy
día pareciera imposible pensar en desprofesionalizar el gran circo del fútbol,
pues eso implicaría chocar con poderes monumentales. Por ello, sin dudas; pero
vale la pena abrir la crítica sobre todo esto. ¿O preferimos quedarnos sentados
ante la pantalla y mañana comentar el partido del caso con los amigos,
repitiendo el circuito sin sentido crítico y dejando que se amasen fortunas a
nuestras espaldas?
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